1. Llegada a la ciudad

Me dijo el redactor jefe que llevara el ojo seco.

Cuando llegues y te azote el calor de la ciudad, me dijo, cuando te subas a un taxi y escuches decir «hay que echarlos al mar», cuando una sonrisa hebrea cumpla con el ceremonial de la hospitalidad que en todos los orientes ha regido durante milenios, cuando subas en el ascensor hasta tu habitación y dejes una moneda que has cambia[1]do hace sólo una hora en el aeropuerto en la mano de un joven de ojos oscuros, que también te ha sonreído, cuando, después de citarte con Pablo para la cena, ya sola descorras las cortinas en el Rey David y contemples el amplio espacio de la ciudad de los martirios, cuando, y él cómo lo intuyó, cuando el corazón se te encoja ante un cielo que atardece mintiendo y no habla y después se calla y se cierra sobre el mundo. Que llevara el ojo seco.

Y al día siguiente ese mismo mundo se ha puesto en marcha, los coches cruzan las calles atestadas, la habilidad de los comerciantes, renacida, busca los intersticios del interés, la necesidad o el deseo con los que obtener un intercambio fructífero para ambas partes, el carnicero exhibe su alimento instruido, el hombre que trabaja el cuero se afana tras el mostrador, los dos jóvenes venden ordenadores que ellos mismos componen, las mujeres van y vuelven del mercado, se detienen a charlar en voz muy queda, como prolongación de un silencio y unas sentencias que hubieron de aprender a decirse en la lengua de las víctimas y los caídos, unos escolares escuchan, atienden a la nueva palabra, la subrayan, la escriben con sus bolígrafos, llenan cuadernos.

En tanto, los turistas siguen rastros de su fe en grupo. Pequeñas congregaciones en movimiento que oyen hablar de Jesús el Nazareno, el gran judío universal que enseñó y padeció por entre algunos de estos señalados lugares, y cuya efusión parece que se cuela en la intimidad sobresaltada de un hombre, una mujer, un anciano, una monja.

Escribe sobre la ciudad, las calles, los personajes, los aromas, con esa magia que sabes poner para retratar ambientes, me ha dicho. Pero no eres una turista, cuidado no te engañe la belleza infinita de esa mañana de vida y esa tarde melancólica y esa noche santa que devienen de la luz y uno diría que volaran no se sabe hacia dónde. Lo llamo al término de la primera jornada casi sin aliento, como a un padre al que se rinde cuentas: le digo, me ha vencido esta ciudad, siento tantas cosas al unísono que me parece que tuviera para pensar recuerdos de varios años. No has escrito ni una línea, me contesta, se ríe: ya lo sabía. Y el pecho se me hinca de gratitud. ¿Y Pablo? El pobrecito no dice nada, saca sus fotos, me sigue a todos lados sin rechistar.

Recórrela entera, pero no como una turista, me dice una vez más; ni siquiera me molesta oír su recomendación. No soy una turista, le digo, en todo caso una peregrina, aunque sin fe. Y añado: no me hace falta creer para sentir las maravillas que Dios pudo haber hecho por todos nosotros. ¡Escribe eso!, me grita.

Me quedo pensando cuántas ideas nacen de mí que no son mías, en las palabras que voy a elegir, la trascendencia que deberían tener cuando se publiquen... se me mezclan con sonidos que escucho procedentes de un suelo que presiento lejano, con las apresuradas lecturas que hice antes de viajar, con el sueño de anoche: un monte plantado de olivos, el tanque que pasa junto a uno de los viejos árboles sin tocarlo, y sigue adelante pesando sobre la tierra, hiriéndola con una rodera doble que hunde su espalda.

La excusa –como siempre, me temo– es un aniversario. No va a gustar que lo saquemos, me dice, vamos a hacer pupa a algunos, ahora que parece que nos dejan un poquito de margen. Quiero que hables con gente de los grupos de apoyo que todavía existen; mejor si encuentras testigos de cómo sucedió. Queremos reivindicarla a ella, pero también reflejar el conflicto. Reflejar el conflicto: así se habla desde allí, un reflejo que no quema, un conflicto que es violencia que es una cárcel que es muerte. Entonces recuerdo a mi hermano, soñaba cuando sólo era un niño que se convertía en un pacificador: iba a los lugares en guerra para hablar, convencía a políticos y militares de que era posible repartirse la tierra. (Siempre se trataba la guerra de un asunto de tierras: demasiada Geografía en el colegio, supongo, y nada de Política). Uno de esos anhelos que se repudian después con la vergüenza del ingenuo y del ignorante, que quizá él haya olvidado pero que yo no me resisto a perder en la memoria por su buena fe, o por su confianza en la facultad de la palabra que ahora a mí me obliga.

Pablo y yo buscamos la dirección del ISM (Movimiento de Solidaridad Internacional), guiados por la luz de una página web y algunos correos intercambiados en cuatro días como quien dice, no sabiendo si son veinte o cien o dos los miembros que lo alientan; hemos llamado y no hemos encontrado a nadie, quería grabar un mensaje, pero me da aprensión y dejo que el contestador en hebreo e inglés quede sin réplica.

Nos mareamos entre callejas y barrios, nos fatigan el calor y la prisa, la gente que habla, conversa, sonríe, se detiene en medio de una calle, se saluda a lo lejos; unos junto a otros se cruzan, cada uno a su materia, y todo eso como si no pasara nada. Nosotros nos confundimos entre ellos y compartimos su misma asunción del mundo.

En ese momento me sacude la sensación de ser tan poca cosa, mezclada entre esta muchedumbre apenas una brizna sin tiempo, quiero decir, sin pasado que importe y sin que valga mi futuro; bajo la poderosa Historia. La historia de hombres y mujeres por millones, la de los mercaderes y los zocos, los viajeros, los creyentes en Dios, tantos seres que pululan por ganarse la vida, cada uno según su especie, todos formando una única y real narración que viene de lo oscuro del tiempo, progresa y se mantiene invariable. La historia también de la violencia del hombre contra el hombre, que sé que existe aunque no la veo, porque apareció en la ira susurrada del taxista pero no puedo distinguirla entre la gente. Hasta que, de pronto, un carro militar, unos soldados cubiertos de arriba abajo con armas en la mano, casi discretos delante de piedras y cruces, junto a un semáforo, apostados en la entrada de la muralla; como marcianos que hubieran descendido para gobernar a los hombres y pastorearlos, sin mezclarse con ellos.

Me indigna ese poderío. Recuerdo algunas fotos que vi, y su presencia en lugares de pavor. No puedo sacarles, me dice Pablo, sin que me vean. ¿Y al tanque? Vamos a intentarlo.

Insistimos con las llamadas al grupo de solidaridad, no contestan.

Entramos en un restaurante modesto, un negocio familiar donde nos obsequian con sus atenciones al ver que somos de la prensa y venimos de España. Tomamos un plato de cordero, bebemos un vino espeso y aromado, acompañamos el final de la comida con uvas pequeñas, sabrosas, y café. Nos quedamos solos en el comedor; una joven respeta nuestro descanso, su mirada se cruza con la mía en un momento de extraño contento, después se marcha. Aunque no he probado más que un poco de carne y pan ácimo, me siento ahíta; con ello me vienen pensamientos prosaicos que sé que no voy a registrar nunca, que las comidas unen a las gentes, cómo la tranquilidad de la sobremesa atenúa nuestras convicciones, nos hace blandos, menos predispuestos para la violencia; si todos comiéramos en abundancia, se me ocurre, acaso las severas digestiones ayudarían a no tomarnos tan en serio a nosotros mismos, nos sería preferible la siesta a la venganza, y dejaríamos que el sopor del vino desbaratase las rencillas. Mientras jugueteo con el fi no papel que envolvía el azúcar, me acuerdo del inverosímil sueño de mi querido hermano.

El ojo bien seco, me reconvino el jefe, no lo olvides.

 

 

2. El ejemplo de Rachel Corrie

 

Avy cuenta su historia mientras me muestra algunas fotografías en las que afortunadamente no se ven las heridas, como temí en un principio. Rachel había nacido en Olimpia, Estados Unidos. El 16 de marzo de 2003 tenía sólo veintitrés años, llevaba varias horas con una pancarta y un megáfono delante de un buldócer: se había puesto ahí para evitar que el hombre que conducía la excavadora embistiera una casa, humildísima, en que vivía una familia palestina; llevaba varias horas consiguiéndolo gracias a su voz. De pronto, y sin aviso previo, el hombre movió la máquina hacia adelante, avanzó unos metros y aplastó a Rachel. Algunos compañeros de ella gritaron al hombre para que se detuviese; pero no lo hizo. Dio marcha atrás y volvió a triturarla. Luego se alejó.

Sus amigos corrieron en su ayuda, aún podía respirar. Unos soldados miraban la escena sin inmutarse, los ojos por detrás de las viseras, las manos sobre las ametralladoras, una pierna en el suelo y la otra apoyada en el guardabarros de un vehículo de combate. Llegó una ambulancia de la Media Luna Roja, recogieron el cuerpo gravemente herido de Rachel, su carne blanca, su cabello rubio, sus ropas ensuciadas.

Su respiración fue debilitándose y cesó camino del modesto hospital de Rafah.

El tanque no derribó la casa, derribó el cuerpo de aquella mujer para que no pudiera alzarse más.

Rachel, me dice Avy, en hebreo significa «cordero».

Y tenemos muchas más historias, asegura. No sé qué añadir.

Sé que es verdad. En casa, antes del viaje, consulté en el buscador de Google esta referencia: «mujer muerta por tanque Palestina»: 108 000 entradas.

Pero Israel tiene derecho a defenderse, ¿no?, le digo. Avy, que nació en Tel Aviv, me responde: sí, a defender su tierra, no la que ha usurpado.

El Movimiento de Solidaridad Internacional, constituido por voluntarios de todo el mundo, actúa pacíficamente para evitar la destrucción del pueblo palestino, de sus vidas, de sus hogares, de sus tierras, para que no desaparezcan de la faz del planeta barridos por una potencia cien veces superior en tecnología, armamento, fondos económicos, apoyo internacional, influencia, medios diplomáticos, medios de comunicación, imagen. Avy Nathan me abruma con datos, fotografías, informaciones de personas a las que el Estado de Israel por mediación de su ejército, sus colonos y sus poderes policiales masacra a diario: les ha quitado la tierra, ha esquilmado sus propiedades, los ha expulsado de sus ciudades y pueblos, los ha llevado al exilio, los ha recluido en guetos, los ha aislado por un muro, les prohíbe usar sus campos y transitar por ellos, los secuestra, los hace desaparecer y los encuentran muertos, los mata bajo el nombre de asesinatos selectivos, terrorismo especializado, solución, respuesta.

Hombres y mujeres israelíes, palestinos, norteamericanos, ingleses, holandeses... acuden voluntariamente para interponerse en ese crimen organizado. Algunos mueren, otros son golpeados o encarcelados o robados o heridos o torturados o expulsados. Su nombre no aparece, o brilla un momento como el de esta joven, y queda.

 

 

3. ¿Cómo escribir mientras Palestina?

 

Esquema: impresiones personales – datos históricos del conflicto – historia de Rachel Corrie.

Esquema. Impresiones personales – (algunos) datos históricos – el ISM – Corrie.

Corrie, su aniversario: ¿quién se acuerda de ella?

Datos históricos: abruman. (Peligro de aburrir a los lectores).

El ISM, que la gente sepa que existen movimientos pro paz. También en Israel.

Añadir impresiones: pero por qué lo personal, ¿qué valor tienen mis sensaciones?

Algún caso impactante al principio: llamar la atención.

¿Qué le hace la máquina a un cuerpo?

 

Posibilidades de inicio:

1.– Hombre con hijo en brazos con apendicitis muere en el control porque no dejan pasar la ambulancia. O Ambulancias que dan rodeos porque las atacan a tiros.

2.– El corte de luz: los hospitales sin abastecer.

3.– El hombre que pierde su cosecha, no le dejan venderla.

4.– Colonos gritando muerte al árabe.

5.– Los cinco muertos del edificio Taibun, por ejemplo.

6.– Enterrada viva al derribar su casa.

7.– Un joven se inmola y mata a dos israelíes en la parada del autobús.

8.– Cifras de cadáveres: actualizarla. De unos y de otros. ¿Son expresivas?

 

No se puede contar la historia. LA HISTORIA.

 

Sobra información: internet.

Falta información: creemos que sabemos –olvidamos– «eso» de Palestina.

Rachel Corrie: Rachel – cordero. Sacrificada.

Excavadora, Buldócer:

Bull: toro; doze: dormir. (El toro no sabe).

Verbo: to bulldoze. 1) nivelar, 2) derribar, 3) «to bull[1]doze somebody into doing something»: forzar a alguien a hacer algo, 4) «to bulldoze one’s way through a crowd»: abrirse paso a codazos entre la muchedumbre. Buldócer como metáfora. Una máquina embiste. Un toro empuja a un ser humano, lo aplasta.

Texto metafórico:

 

Cómo resolver la alternativa: DESCRIPCIÓN frente a METÁFORA

 

Posibilidad 1: Descripción de un ejemplo más información = Discurso necesario, pero asimilable / olvidable.

Posibilidad 2: Metáfora = Discurso más inesperado, impactante, pero sin datos. ¿Injusto con las víctimas? ¡Pensar!

 

Objetividad: ¿Cómo ser objetivo cuando hablamos de crímenes?

Sujetos tratados como animales.

Cita de Adorno: ¿dónde escribió la famosa frase?

TÍTULO: ESCRIBIR MIENTRAS PALESTINA

–Provocador. Justo. ¡Cuidado!

 

Usar texto de Primo Levi:

«Para nosotros, el “Lager” (traducir: campo de concentración) no es un castigo; para nosotros no se prevé un término, y el Lager no es otra cosa que el género de existencia a nosotros asignado, sin límites de tiempo, en el seno del organismo social germánico» (página 112).

 

Género – de existencia – asignado ¡!!!!

Ordenación del sufrimiento.

Los judíos murieron: seis millones – EXTERMINIO (¡véase significado etimológico!!!) – SU liberación vino de afuera.

Tortura palestina – sin límites de tiempo, como dice Levi. ¿Cómo escribir entonces, ahora?

 

Esta mañana, un hombre con su hijo en brazos no pudo traspasar la barrera, su hijo sufría un ataque de apendicitis. El soldado miraba indiferente su agonía. No se puede pasar. Un campesino arrancado de la tierra que pertenece a su familia desde hace generaciones. Ahora es nuestra, le dicen. Un palestino salta y destroza otros dos cuerpos con él. Es un terrorista, concluye el periódico. Un hombre vestido de negro reza a su Dios, pone sus pecados menores en un papel y lo introduce en el hueco de unas piedras gastadas en el Muro de las Lamentaciones. Y su Dios se atraganta.

 

Esa misma tarde una excavadora derriba cinco casas, una de los padres del suicida y cuatro de los vecinos: el amasijo de piedras forma un nuevo túmulo. A veces entierran viva a una anciana, a un tullido, a un recién nacido que había dentro. Esa misma noche el avión invisible lanza un misil que cae sobre unos coches, mueren doce personas. Su jefe felicita al piloto con dos días de permiso.

 

Un policía apunta cuidadosamente a la cabeza de un chiquillo de once años, dispara. El primer ministro comunica que no avanzan las negociaciones, que nunca recuperarán nada, que están ahí para quedarse, que tienen derecho a matar. El sábado descansan, no hacen fuego, no encienden el gas, ni el microondas, no encienden las lámparas ni llaman al ascensor, no caminan más que unos pocos metros, para ofrecer así el día al Señor y que la sabiduría del Altísimo penetre en el sagrado de sus corazones. Mientras sus cárceles pudren hombres, mujeres, críos. Pasan años y continúan allí, allí ellos también rezan al Todopoderoso para pedirle que aumente su fe, su ira, su paciencia. Y crecen en ellos como en sus captores. Amén.

 

Han pasado –han seguido– cincuenta años, sesenta años, seguirán cien, doscientos, mil. Luchan, perecen, son olvidados todos aquellos, y sus hijos, y los hijos de estos. Se encontrarán con su Dios, cada uno según su fe. El Gran Justo les devolverá sus papelitos a unos y les preguntará a los otros quién les escanciará el agua. Quizá tengan que ver segundo a segundo, día a día, persona a persona, todo el mal que se han hecho. Pero eso no será todavía lo más insoportable. Tendrán que conocer esos cuerpos sacrificados, aprenderse sus nombres, el de sus padres, sus hermanos y sus amigos. Pero eso no será todavía lo más difícil. Deberán memorizar sus actos, descubrir los planes inescrutables y maravillosos de Dios para esas vidas que derramaron. Tendrán que ver cada una de esas vidas hasta el momento en que murieron, en que no fueron asistidos, en que reventaron, en que sufrieron, en que cayeron a la muerte, en que el hálito los abandonó. Pero eso no será, ni mucho menos, lo más difícil, pues no dejarán de ver lo que hicieron a sus víctimas, no dejarán de conocer –viéndolo– lo que les hicieron a sus víctimas, lo que dejaron que sucediera a sus víctimas, no dejarán de sufrirlo –viéndolo–, hasta que sientan su mismo dolor y su misma pena. Y cuando la lástima por esas pobres gentes los domine, entonces podrán acercarse por primera vez a sus cuerpos deshechos. Ocurrirá acaso que unos y otros tengan que reunir pacientemente los cadáveres que han creado, recomponer la cabeza abierta y hecha una flor de carne de un niño, restituir las venas y los huecos del corazón del anciano que explotaron; tendrán que volver a nacer esos cuerpos mutilados y segados y enfrentarse a sus vidas repuestas; y eso no será todavía lo más insoportable. Pues habrán de enfrentarse al odio de los que mataron, a su resentimiento, a su impotencia, a su sufrimiento de mil maneras sentido, a las consecuencias de las consecuencias de las consecuencias de tanta destrucción y muerte. Y el criminal esperará y aguardará el tiempo de su víctima. Pero aún no es eso lo más difícil, porque la víctima tendrá sobre sí el peso de querer o no querer reconciliarlo. El cielo eterno reventará de ofensas, tronará durante siglos de violencia, soportará todavía el ojo por ojo de unos, el esfuerzo sagrado de otros. En un claustro eterno adonde Dios no se acerca, ellos seguirán litigando en un tiempo sin límite en un espacio sin fin. Y eso sí será, sí, lo más difícil. Hasta que la última ira no se haya aplacado, hasta que el último cuerpo desmembrado y recompuesto no haya abrazado al que lo destruyó, hasta que la última víctima no le diga a su verdugo, ven, abrázame, sentémonos juntos ahora. Hasta que la última raíz amarga del odio no se haya secado. Hasta entonces, el Soberano no se acercará, no abrirá esa cámara en que los ha encerrado a todos y no abrirá para ellos de par en par las puertas de su gloria.

 

 

4. ¿Quién escribirá?

 

Pablo toma fotos, yo le digo, ¿cómo puedes? Él encoge los hombros.

¿De qué servirán mis palabras?

He incumplido lo que me dijiste. Cómo no llorar. Pienso, debería mantener igual dureza, pues ellos siguen resistiendo, son quebrados pero aguantan, los humillan, pero se aferran a su humanidad, los expulsan pero no muere su esperanza.

Pienso cómo podría soportar yo que mi hijo muriera con el vientre roto sufriendo dolores infernales, ante una barrera que custodia un hombre armado. No sé pensarlo; no puedo pensarlo.

 

Dentro de dos días estaré de vuelta en mi casa.

 

Avy me sonríe. Vamos a ver el muro. Conduce él en su viejo automóvil, viene una amiga suya; Pablo y yo detrás. Recorremos distancias de un paisaje terroso de lomas y cultivos, nos cruzamos con otros coches, que nos miran al pasar. Pablo se interesa de pronto; pregunta. Avy y ella le van contando. Imagino que dentro de trescientos años toda esta historia de los muros será escuchada con incredulidad por los alumnos de un colegio, como escuchan que en tiempos la gente se alumbraba con farolas de gas, o que unos negociantes capturaban hombres y mujeres negros de las selvas de África para venderlos, y otros los cargaban en barcos para que trabajasen en el otro lado del mundo.

Todo se vuelve irreal, me parece que esto no es esto. Que yo no estoy viajando en un coche de gasolina, que no hay coches ya sobre el mundo, que este paisaje va a desvanecerse enseguida ante mis propios ojos, que Israel no existe, ni Palestina, ni la pobreza, ni mi oficio, ni el periódico. Querría recuperar la sensación de la Historia pesante, pero se me ha olvidado. Y digo ¿cómo pueden existir el hombre, el mundo, esta vida?

Siento la absoluta certeza de que es mentira el fruto de mis sentidos. No estoy viajando, nadie hay sentado junto a mí, ninguna voz suena a mi lado, se ha desembarazado de mí mi cuerpo, o yo de él, floto más bien en algún lugar en algún momento. Y digo, es mejor. Lo digo, lo digo muy quedamente, o no lo digo, se guarda en la intención. Es mejor si nada de todo esto ha ocurrido. Mejor si se borra y se vuelve al aire lo que es sólo aire.

El coche da un tumbo por un bache, pero yo no he salido del todo de mi alucinación. Maldigo un instante la rudeza del camino que me recuerda mi cuerpo; maldigo el interés de Pablo que algo ha dicho dirigido a mí, antes de respetarme; me arrepiento de tener que escribir mi reportaje, ojalá no hubiera venido hasta este lugar, maldigo mi necesidad.

Cuando hemos llegado, callamos. Se detiene el coche en una explanada de tierra, delante veo la increíble enorme continua gris mancha que ocupa la vista, unos niños corretean tras una pelota a unos metros por el lado derecho.

Salimos del coche. Yo siento miedo, como si perdiera el último refugio que me quedaba. Salimos y nos quedamos pegados al vehículo, mirando hipnotizados. Ninguno dice nada, ni nos movemos. Es un muro, el muro, tan claro ante mí que tengo a la fuerza que preguntármelo: ¿es un muro? Lo es. Un muro larguísimo, el muro más largo que nunca he visto. Inverosímil. Una mancha durísima de color gris, espantoso. Pienso inmediatamente en una cárcel, donde nos hubieran puesto. Me siento en esa prisión.

Los demás se acercan al muro, también yo, cada uno se enfrenta a su manera a la experiencia. Yo siento deseos de tocarlo, a la vez que me repele, me repugna. Me duele esa presencia y, al mismo tiempo, quiero sentirlo con mis dedos para asegurarme de su existencia. La docena de metros que me separan de él, la recorro con una sensación indescriptible: deseo que el muro exista en realidad, porque no puede ser falso algo tan terrible, deseo que se pueda vencer como si habláramos de una lámina de papel, que ellos han colocado pero nosotros podemos retirar cuando queramos; siento una opresión en el pecho, y no es la primera en estos días, y sé que ya nada podrá quitármela de ahí.

Aún no he llegado hasta él, es inmenso, elevadísimo, nadie puede superarlo, majestuoso, grandioso, se siente físicamente la voluntad que lo ha destinado a ese lugar. Uno sabe de qué se trata. Uno sabe perfectamente de qué se trata ahora. Y entonces extiendo mi mano y lo toco, mis dedos tropiezan con ese accidente, empujo, percibo la dureza del cemento, lo palpo con ambas manos. Veo que es un límite. Tras unos momentos, apoyo mi oído sobre él, no oigo nada, y eso me hace llorar. Recuerdo. Más todavía lloro. Miro a lo alto y se me figura un asalto al cielo.

 

Avy nos llama para reunirnos; habla con algunos chiquillos que se han acercado, nos invita a seguirle. Pablo se aleja para tomar sus fotos, yo sigo las indicaciones. Camino bajo la presencia del muro, la sucesión de las planchas de piedra me van acompañando. Se siente como un silencio que pudiera estallarme en la cara, camino a su lado como junto a alguien cuyos pensamientos se hicieran más y más inescrutables, hasta volverse diferentes por completo a mí, hasta volverse inhumano.

No es carne, me digo. No hay carne humana en ese color ceniza. Imagino una raza de muertos de piel gris que hubieran levantado este muro como un monumento, y cuyas razones se hubieran extinguido para nosotros, de manera que su presencia es sólo un vestigio incomprensible.

No quiero seguir. Vamos, dice Avy, un poquito. Levanta su mano. Podría quedarme aquí cuando mis pasos nieguen darme más. Siento que esa mano me sostiene. Ya no quiero mirar el muro, quiero mirar a Avy y a su compañera, que caminan juntos, quiero mirar a los niños que juegan, corren un poco, se alejan, pero que no se me han acercado. Veo las casas, terrosas, feas, todas iguales, pobres, tristes, habitadas; veo su poblado miserable, más miserable por su debilidad frente a la construcción.

Me veo dentro de un mundo que ya no es el mío. Si ahora me abandonaran caminaría siguiendo la línea ciega de este muro sin entenderlo.

 

Aquí, anuncia Avy; se detiene y señala hacia algo. Pablo se me acerca casi corriendo; de pronto no comprendo su entusiasmo. En algún momento me pareció más fácil tomar fotos que tener que comentarlas. Creo que lo juzgué como a un niño, que todavía puede disfrutar con sus juegos. Él recorre unos metros y llega hasta nosotros; hace un gesto de asombro preso de la agitación, y prepara su cámara.

Yo, en cambio, tengo que vencer mi resistencia y picar como un anzuelo que ellos me ponen. Avy vuelve a decir mi nombre, incluso se adelanta hasta donde yo estoy; veo también detrás de él que su amiga sonríe un poco, guardando un secreto. Ven, me dice Avy. Me toma de la mano y me conduce. Ven a mirar esto. Yo tengo que sobreponerme a un inmenso cansancio, cuando me coloca ante ese lugar del muro.

 

Una silueta humana de color negro sobre el muro extiende su brazo, su mano lo ha tomado por un extremo y lo ha descorrido, este gesto hace ver que el cemento es una cortina y al apartarla se divisa el paisaje de los campos y el cielo azul sobre ellos.

Es tan poderoso el efecto que me obliga a creer; miro ese campo libre, unas mieses dibujadas en él, poco antes de la cosecha: habrá pan para todos. Puedo sentir el viento fresco que atraviesa el muro, las nubes son reales, siento que se están moviendo tras el corazón de piedra. Sé que podría caber por ese hueco y llegar a ese paisaje que nos espera.

Me tiene que sacar la compañera de Avy de mi arrobo: mira esto también, y me conduce a otra imagen, una niña sujeta unos globos, estos han ido ascendiendo y la niña ha llegado al final del muro, pronto estará del otro lado. Tan etérea la imagen que uno siente la levedad que le permite librarse. Uno siente la alegría misma de la chiquilla que escapa con el transporte de sus globos.

Mira esta otra, me dice Avy, son sólo unas palabras en árabe que no entiendo escritas en tinta roja, y junto a ellas el ojo de una cerradura que se abre al horizonte, también abierto, una llanura amarilla con su cielo y su sol.

En otra imagen el muro se resquebraja; en otra crece una flor de sus entrañas; en otra un hombre emerge como naciendo del mal. Veo una escalera azul que ha alcanzado hasta lo alto, su último peldaño llega a la cima.

Ahora me aparto y contemplo ese sector del muro. Cientos de dibujos hay sembrados en él, el gris de un lado se continúa en esa explosión de voces, de colores, de figuras, imaginación y esperanza.

Tengo mi ojo seco. Pero me cuesta confiar.

 

¿De dónde han salido todas esas manos? ¿Quiénes hablan sobre la ignominia? Miro las casuchas tristes, la tierra desolada, la pobreza. ¿Cómo han brotado esas pinturas de vida?

¿De dónde han sacado la fuerza?

Me quedo en silencio, contemplando lo que han hecho. No puedo ir más allá de lo inconcebible. No me cabe añadir nada.

Veo a mis amigos como sombras que desteje la tarde, puedo imaginarme a mí también como ellos.

            Las pinturas, con su muro. Las voces de esas pinturas persistiendo todavía. 




(Relato incluido en Mirar al agua. Cuentos plásticos. Páginas de Espuma, Madrid, 2009)