Se oye el eco de los niños que juegan al balón en el exterior, rebotando en las paredes del gallinero, cruzando un silencio húmedo, casi con sabor a alpiste, parecido al del último espectáculo que se representó allí, hace ya... casi ayer mismo, como decía el productor a sus acreedores cuando hablaban del pago de la última factura, el día que cerró el teatro.

Están aguardando, el telón a las tramoyas, los palcos a las plateas, el escenario al foso, mientras el anfiteatro observa como un padre. Se espían, desconfían, se preguntan. Pero cada uno, en singular y en conjunto, parecen dormidos, nadando en un largo sueño, una ola continua de espera, viendo un tic, después de un tac, punto a punto hasta la senectud.

Todo ordenado en su justo olvido, todo colocado en la confusión adecuada, con su pátina de dejadez, con caminos perfectos hechos por las hojas en el suelo mientras bailaban con el viento, y destrozos puntuales correctamente colocados por la rabia de perros y gatos, que entraron de visita y no se acabaron el té.

Todo bien, todo correcto, menos el extraño tirado en el patio. Despertó con los crujidos a las puertas de acceso mientras recordaban cómo se tenían que abrir, golpeó rítmicamente los tablones de la tarima que se quejaban acompasados. Paseó entre las filas acariciando los asientos. Tosiendo polvo en cada caricia, iba tocando cada una de sus grietas con una sonrisa como quien come por primera vez palomitas, y el agujero más grande del techo le ilumina como si fuera un foco. Desde abajo se preguntaban si andaba o saltaba y desde arriba afirmaban que cantaba para atraer a las palomas. Y se sentó. Después de tanto andar y marear, se sentó. Fila 7 asiento 5, no era casualidad, se aseguró que era el 5 frotando la chapa con la manga del abrigo hasta que, tímida, enseñó su número, entonces se oyó un ajá, y se sentó. Todos estaban expectantes del siguiente movimiento del extraño, qué haría ahora, a quién molestaría. ¿Se subiría a la gran lámpara para hacerla zozobrar y hundirla hasta lo profundo del foso?, ¿arrancaría una de las puertas para poder ver el cielo desde su sitio? Pero no hubo movimiento, solo ruido, un disparo y el extraño estaba en el suelo al lado del asiento 5 de la fila 7 con un agujero en la cabeza y una pistola cerca de la mano izquierda. Era una pistola, no cabía duda, porque la habían visto cuando se representó Jack el destripador, se usaron algunas y varios cuchillos y, sobre todo, mucha, mucha sangre de mentira que dejaba el escenario rojo y tardaban casi hasta la siguiente función en dejarlo de nuevo como Dios manda.

La sangre según salía se sentía a gusto, le resultaba agradable empapar la vieja moqueta, cómoda y sin movimientos bruscos para solidificarse relajadamente. Ahí, en ese nuevo hogar, se podría pasar años tranquila.

Al cuerpo del extraño le costó más entrar en contacto con su nuevo hogar, pero poco a poco se fue haciendo hasta que formó parte de su casa.

Ya solo quedan un esqueleto amarillo y unos harapos que no se podrían usar ni en la representación de Los Miserables. Han pasado muchas cosas desde entonces, la cúpula, tan aburrida como estaba de protegerlo todo de la lluvia sin que nadie se lo agradeciera, decidió precipitarse contra el suelo para descansar, y se llevó consigo los frescos que guardaba en su barriga, que, aunque ya costaba distinguirlos, alegraban la vista con sus caras sonrientes y sus posturas de juego. Todo se vino abajo, menos la lámpara de cristales que se quedó abrazada a la viga central del techo y ahora se divierte contoneándose al ritmo del viento para amenizar las tardes.

Temporadas después, un día, aparecieron tres niños, como los que venían los domingos por la mañana a la sesión infantil, con sus nubes de encaje y raso, de terciopelo y tela, y con esas caritas de porcelana muerta. Pero estos vestían con simpleza, mono y chaqueta. Amontonaron al lado del acceso C del patio los papeles que regalaba el viento, y las telas y maderas de los sufridos pocos asientos que habían tenido a bien seguir enteros. Querían quemar el teatro, «era demasiado viejo y debería ser el incendio más grande visto nunca en la ciudad, saldrían en los “pedióricos”», decían ellos. El pequeño, como concha de apuntador, sacó fuego del bolsillo, con algo que se parecía al chisquero del productor, con el que se encendía los puros cuando tenía que echar a alguien, pero con este solo se necesitaba una mano, no lo habían visto nunca. Menos mal que la columna del lado derecho del acceso tuvo la educación de tumbarse sobre uno de esos incendiarios mientras discutían quién iba a ser el autor que pasara a la historia, con tan buena fortuna que lo acertó. Se fueron jurando como utilleros a la par que sacaban a su amigo de los hombros entre los dos. Una pena que no entraran por el acceso C, nuestro esqueleto se habría encargado él solo de echarles a la calle.

Otro día aparecieron varios sombreros amarillos en la cabeza de unos extraños, tan malhumorados como los que agrandaron la platea en la época que se representaban cinco funciones al día. Se pasearon por todo el recinto y no les dejaron subir a los palcos ni al anfiteatro. Los extraños estuvieron un rato parloteando y se fueron.

El 5 de julio, cuando el sol comenzaba a iluminar la primera fila de asientos del patio como un mar de despertares, un ruido terrible empezó a derrumbar las paredes del fondo, todos se mezclaban entre olas de destrozos, subiendo y bajando como una noria en cada golpe de la máquina ruidosa, una divertida verbena de destrucción.

En una mañana el espectáculo se ha acabado, el más impresionante teatro de la cuidad ha desaparecido como por arte de magia, ahora hay un solar neutro, amable.







Hola, soy Alberto, encantado de saludarte.

Tienes en estas letras a un ingeniero, a veces industrial, a veces vocacional, adicto a la dislexia, que mezcla números y letras, tanto calculo estructuras vocales como rimo algoritmos.

He ganado pocas batallas: Colaborador habitual del extinto blog La Pluma donde también escribían autores como Jesús Urceloy, José Sulleiro, Juan Hospital o Antonia Díaz Rodríguez. Y unas poesías publicadas en dos antologías, Manos a la obra (libro de poemas 2008-2010), de la editorial española Fuentetaja y Por los caminos de la poesía, 2013, de ediciones Pasión de Escritores, en Argentina.

 Siempre con ideas, siempre con mundos locos en la cabeza, cambié los cuentos por mis hijas, y durante once años mi imaginación durmió y esperó. Ahora ha despertado, despejada y con ganas de narrar nuevas historias.