El amor funciona. Funciona desde que nació. Come y duerme bien; ha gozado de salud, excepto una vez que su padre le contagió la gripe y la pobre perdió la voz, y otra en que se cayó por un tobogán y se rasuró la nariz. Sin embargo, se recuperó deprisa y sin saberlo. Se ríe a menudo, ha aprendido a quitarse ropa, corre, se da la vuelta y conoce la teoría del salto. Incluso no pierde las esperanzas de comunicarse con el mundo, señal de que confía.

Nos besa cuando se lo pedimos y nos abraza cuando le apetece o sabe intuitivamente que conviene reforzar los lazos del afecto. No se asusta de los extraños si no la asustan, es dócil a nuevas compañías. Se ha quedado varias veces sola pacíficamente, sabiendo en su corazón de tiempo que vendrá otro rato y estaremos con ella. Todavía no ha pegado ni ha mordido a nadie, claro que tampoco ha sido ella la víctima. Intercambio de miradas, interposición de cuerpos y turnos establecidos desde arriba han resuelto alguna escaramuza con su primo y con alguno que otro miembro de su especie.

Todo está siendo amor alrededor de ella, palabras de estímulo, y de consuelo, caricias y besos, achuchones, cuidados y la colcha por encima con la calefacción encendida hasta los diecisiete grados (más o menos, ya sé que no es mucho…) Mi mujer y yo nos besamos delante de ella para que no a otra cosa aspire con su pareja futura. También nos abrazamos los tres, no hace falta que lo prescriba un psicólogo. Lo mismo que va a escuchar toda su infancia que las puertas chirrían por mi dejadez, antes de que organice su memoria, quiero que se grabe en ella el recuerdo de los amores.

Un episodio de mínima violencia en la tele le provoca alarma, y viene hasta nosotros buscando remedio. El mundo feo se borra fácil y definitivamente porque el amor siempre triunfa. Porque el amor funciona.

 

 

 

(25 noviembre 2010)