Mi padre estaba absolutamente convencido de que había tenido muy mala suerte en la vida.

    En esa convicción, y en tantas otras cosas, no era excepcional. Era como todos los hombres.


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    La primera canción que oí después de haber sabido que mi padre había muerto fue Stairway to heaven. No fue deliberado, no la busqué: llevaba cuarenta minutos en el coche, perdido por calles en cuesta, sin saber qué hacer, ni hacia dónde ir, hasta que de alguna manera logré alcanzar la autovía. Entonces puse la radio y allí estaba Led Zeppelin, sonando. To heaven.


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    La última comida de mi padre fue un plato de cazuela de fideos. Acabó de tomar la última cucharada y se fue; se paró de vivir, en seco. Era su comida favorita. Quizás no quiso esperar al segundo plato; quizás pensó que en el segundo plato sólo podía empeorar. La cazuela de fideos era su comida favorita, ya lo he dicho. A los condenados a muerte les dejan elegir su última comida en las películas. Mi padre no la eligió -simplemente mi madre había cocinado cazuela ese día-, y eso que estaba condenado a muerte, como lo estamos todos.

    Tuvo suerte.

    Para una vez que tiene suerte mi padre, va y se muere.


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    Enterramos a mi padre con una estampa de Fray Leopoldo de Alpandeire en los bolsillos, y unos monedas.

    Para que él eligiese si prefería ir con los dioses griegos o los católicos.


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    La primera vez que dije que estaba orgulloso de mi padre lo dije en inglés. Se lo dije a un senegalés que se parecía a Philip Bailey, mientras nos comíamos la cabeza de un pargo descomunal. Todas las veces que me he avergonzado de mi padre lo he hecho en español. Todas las veces que me he avergonzado de mí mismo por avergonzarme de él lo he hecho en español.

    El español es el idioma de la vergüenza.


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    A veces me han insultado diciéndome que yo era como mi padre o que iba a acabar siendo como mi padre. Hay que ser muy estúpido para pensar que eso pueda constituir un insulto. O desde luego conocer muy poco los términos con los cuales se componen afrenta y comparación.


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    Uno de mis mayores temores durante mucho tiempo fue pensar que podía acabar pareciéndome a mi padre.


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    Mi padre nadaba fatal, con la cabeza fuera, y con tapones en los oídos. Temía a las infecciones. De lejos, avanzando en el mar, parecía un hombre que camina mientras finge que nada. El servicio militar lo hizo en la Marina. Le parecía muy mal que yo no lo hubiese querido hacer, porque uno en la mili aprende mucho.

    Bueno, él no aprendió siquiera a nadar bien.


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    Mi padre odiaba el palo cortado. Decía que la peor borrachera de su vida había sido de palo cortado. Mi vino favorito es el palo cortado.



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    Cuando mi padre hablaba de su juventud, de los lugares a los que iba, de lo que solía beber, contaba que adoraba un oloroso llamado Sangre y Trabajadero. Una vez que logré comprarle una botella y llevársela me dijo que no recordaba ese vino y que no lo había tomado en su vida.


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    Mi padre fue huérfano desde que murió su hermano. Sus padres, sin embargo, siguieron vivos muchos años más, y venían a vernos cada tarde.


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    Mi padre dibujaba maravillosamente. Tenía las manos grandes y el lapicero se perdía entre sus dedos, y de entre ellos el dibujo surgía como si fuese la consecuencia estar acariciando el papel.


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    Nunca vi a mi padre leer un libro. Mi padre no paró nunca de comprarme libros.


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    Siempre que ibas a verlo mi padre pasaba el rato ofreciéndote comida. Estaba obsesionado con la comida, con que nadie tuviese hambre.

    En eso tampoco era excepcional, en eso también era como todos los hombres pobres de su generación.


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    El día que murió mi padre no hacía frío. Eso estuvo muy bien, porque él odiaba el frío. Yo también odio el frío. Tampoco al día siguiente, en su entierro, hizo frío.

    En lo del frío, como con la comida, tuvo suerte. Por segunda vez en su muerte la tuvo.


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    La tarde antes de morirse él íbamos en el coche mi padre y yo, y se giró un poco hacia mí y me dijo; Éste es mi último viaje. A mi padre le gustaba llevar razón. Yo le contesté, Bueno, si es el último viaje mira qué día tan bueno nos ha hecho, ni pizca de frío. No sé qué le hubiese dicho de haber sabido que llevaba razón, pero no creo que fuese tampoco una mala forma de despedirme de él.


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    Durante la última gran pelea que mi padre tuvo con su padre, cuando su padre ya era un anciano, me prometí que lo que yo tuviese que decirle, fuese que lo amaba o que lo odiaba, no aguardaría a que fuese un anciano para decírselo.

    Por una vez cumplí mi promesa.


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    Mi padre murió en su casa, sentado a la mesa. Odiaba a los médicos, odiaba los hospitales, odiaba la idea de morir en esa tierra extranjera, aséptica, sembrada de tubos y cables.

    Tuvo suerte. De nuevo esta vez tuvo suerte.


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    Durante el estado de alarma declarado por la Covid 19, cuando estaba prohibido salir, mi padre salía cada día a pasear. Cuando le recriminamos su conducta alegó que el médico le había dicho que tenía que caminar cada día.

    El tercer día que se pudo salir a pasear a la calle tras suavizarse las condiciones del estado de alarma hablé con él por teléfono, y me dijo que llevaba tres días sin salir de casa. Cuando le pregunté por qué me dijo que la calle estaba llena de gente, que la gente se había vuelto loca y estaba toda en la calle, y que así él no pensaba salir más.


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    Mi padre murió un día de invierno sin frío, en su casa, tras comer su comida favorita, de modo súbito, sin darse cuenta de nada, cuando ya no quería vivir. Si le hubiesen dejado elegir una muerte, habría sido muy similar a la que tuvo. La primera canción que oí tras haber sabido de su muerte a través de un mensaje de whatsapp fue Starway to heaven. Llevaba bastantes días sin verle, pero el día antes de que muriese estuvimos juntos mañana y tarde, bromeamos, alguna vez sonrió.

    Siempre he pensado que la literatura era la vida mejorada. Por una vez, gracias a él, la vida fue literatura mejorada.