Victor Serge, nacido Victor-Napoleón Lvovich Kibalchich, conoció el mundo y las cárceles del mundo. Fue testigo y protagonista de la lucha de clases del siglo xx. Así resumía su periplo por la vida en sus Memorias

… sufrí un poco más de diez años de cautiverios diversos, milité en siete países, escribí veinte libros. No poseo nada. Detrás de nosotros una revolución victoriosa que dio mal resultado. Varias revoluciones fracasadas, un número tan grande de matanzas que da un poco de vértigo. Y decir que no ha terminado… 

Nació el último día del año 1890 en Bruselas, adonde los llevó el exilio de sus padres (que pertenecían a la agrupación Naródnaya Volia, responsable del asesinato del zar Alejandro II en 1881), y morirá en el exilio mexicano el 17 de noviembre de 1947. Fue tipógrafo, poeta, novelista, historiador. Después de una infancia de hambre, ya desde muy jovencito empezó a militar en las Jeunes-Gardes Socialistes, en Ixelles, y tras leer a Koprotkin se sumó a las filas libertarias. Encontró el sentido de la vida en la militancia y en 1909 se trasladó a Francia: 

París nos llamaba, el París de Zola, de la Comuna, de la CGT, de los pequeños periódicos impresos con brasa ardiente […]. El París opulento de los Champs-Elysées, de Passy, e incluso de los grandes bulevares comerciales era para nosotros como una ciudad extranjera o enemiga. […] Llevé una vida múltiple: atraído por los irregulares de París, ese subproletariado de gente sin clase y de «liberados» que alimentan sueños de libertad y de dignidad al borde siempre de la cárcel; y respirando entre los rusos un aire mucho más puro, decantado por el sacrificio, la fuerza, la cultura. 

Allí se integra en la redacción de l’anarchie, periódico fundado por Albert Libertad, y contacta con individualistas radicales. Al ser juzgada la banda de Bonnot, los «bandidos trágicos», en 1913, aunque no está de acuerdo con sus preceptos y su modo de actuar («lo que me había preservado de su pensamiento lineal, de su fría cólera, de su visión despiadada de la sociedad, había sido, desde la infancia, el contacto de un mundo penetrado de una tenaz esperanza y rico en valores humanos, el de los rusos»), se niega a traicionarlos y es acusado de complicidad y condenado a cinco años de prisión. 

El juicio contra mí fue corto y fútil, puesto que en realidad no estaba acusado de nada. 

Las leyes de 1893, votadas después del atentado inofensivo de Vaillant contra la Cámara de Diputados, y llamadas por Clemenceau las «leyes malvadas», permitían inculpar a cualquiera; una decisión ministerial acababa de ordenar su aplicación. En una celda de la cárcel de la Santé, detrás del muro, en la sección de Alta Vigilancia reservada a los condenados a muerte, inicié estudios serios. Lo peor era tener siempre hambre. Legalmente, podría fácilmente ponerme a salvo, pues la gerencia y la redacción del periódico estaban a nombre de Rirette Maîtrejean; pero yo estaba dispuesto a tomar la responsabilidad. 

Yo creía que me esperaba una absolución, comprendí que en ese ambiente la absolución de un joven ruso y que peleaba no era posible a pesar de una situación absolutamente clara, pues ninguna responsabilidad ni directa ni indirecta me incumbía en aquellos dramas. Yo solo estaba allí debido a mi negativa categórica a hablar, es decir, a convertirme en delator. 

Ese «viaje infernal» sometido a la «terrible máquina» del presidio, es el germen de su primera novela, Los hombres en la cárcel, publicada en 1930 prologada por Panait Istrati. En ella desgrana demoradamente la tortura de mil caras que resiste un ser humano encarcelado, todos los procesos vejatorios a los que es sometido, que culminan con la transformación del preso en un demente: 

Todos los hombres que han conocido de veras las cárceles saben que esta puede extender su agobiadora garra mucho más allá de sus muros materiales. Hay un minuto en el que aquellos cuya vida ha de triturar sienten con una precisión terrible desaparecer todo presente, toda realidad, toda actividad –todo lo que constituye su vida real– a la vez que se abre un nuevo camino por el que se penetra dando un traspiés de angustia. Este minuto glacial es el de la detención. 

Experimenté en la garganta una sensación de estrangulamiento. Como se dice que les ocurre a los ahogados, vi sucederse con prodigiosa instantaneidad en la pantalla interior imágenes deshilvanadas: trozos de calles, un vagón de metro, el andamio entrevisto horas antes. Las cosas se desvanecían. […] desde el momento en que hablamos de esto me sentí calmado, me sentí otro, extrañamente libre y dueño de mí. Había pasado el minuto. Había franqueado el límite invisible. Ya no era un hombre, sino un hombre en la cárcel. Un detenido.

            Iba a vivir en la cárcel mil ochocientos veinticinco días. Cinco años. 

La noche. Hasta el mismo rumor de la ciudad debe de haber cesado. Nada. Nada. Dormir es imposible. Sin embargo, este estado de vela contiene algo del sueño y del soñar, tal vez algo también de la alucinación. Me encuentro ya en una especie de tumba. No puedo nada. No soy nada. No sé, no veo, no oigo, no experimento nada. Sólo sé que la hora que viene será igual a esta. El contraste entre este vacío del tiempo y el ritmo intenso de la vida normal es tan violento que será menester una larga, una dolorosa adaptación, para atenuar las pulsaciones de la vida, extinguir la voluntad, borrar, diluir, ahogar las imágenes visuales, demasiado obsesionantes. Desequilibrio completo de los primeros días. La vida interior prosigue su marcha febril en el silencio y en la nada del tiempo. 

… el tiempo no existe. ¿Razonamiento de demente? Tal vez. Yo sé toda la profunda verdad que contiene. También sé que el hombre encerrado es, desde la primera hora de encierro, un desequilibrado. 

He aquí al hombre entre estas cuatro paredes. Solo: en derredor, nada. Ningún acontecimiento. Ninguna posibilidad de acontecimiento. Ociosidad total. Las manos son inútiles. Los ojos se cansan pronto de esta uniforme luz amarilla. El cerebro febril funciona en el vacío. 

Pronto se descubre que queda la ensoñación. Opio. Y este camino conduce también a la enajenación mental. Como todos los caminos en la celda. 

Una obsesión invade entonces el recogimiento y se pone a taladrar, a taladrar, a taladrar el fatigado cerebro.

            Entonces le vence a uno la congoja, que los franceses llaman cafard.

            Imagen justa. El repulsivo insecto negro se pasea en zigzags bajo la cúpula del cráneo. 

Serge realiza puntillosamente una descripción de todas las etapas del encarcelamiento y de sus escenarios, desde la detención, el registro y los traslados, pasando por la presencia del edificio en sí, la celda, el taller, la ronda nocturna, el patio, la enfermería. La cárcel, el summum como edificación en cuanto a su propósito: 

No conozco en la ciudad moderna nada más que una obra arquitectónica irreprochable y perfecta: La cárcel.

La perfección estriba en su adaptación completa a la finalidad perseguida. […] Su perfección se revela al primer golpe de vista en que no puede confundírsela con ningún otro edificio. Es altiva, señeramente ella misma. […] Desde el centro de esta, un hombre solo puede vigilar sin esfuerzo toda la cárcel y su mirada puede escudriñar los más alejados rincones. El máximun de facilidad en la vigilancia es asegurado con el mínimun de personal. Las líneas son sobrias, el dibujo perfecto. 

La cárcel moderna –los españoles la llaman con candor Cárcel Modelo– resuelve victoriosamente el problema de la economía del espacio, de trabajo y de vigilancia. Habitada por una muchedumbre, realiza el aislamiento total de cada individuo en esta muchedumbre. Más activa que una colmena, sabe ejecutar en silencio, metódicamente, tantas tareas distintas como existencias han sido arrojadas a sus engranajes. Las probabilidades de evasión las reduce a proporciones infinitesimales. Era posible evadirse de la Bastilla. Era posible evadirse de Numea, a pesar del Océano plagado de tiburones. Era posible evadirse de la Guayana a través de la selva virgen. No es posible evadirse de la prisión modelo. 

En cada uno de estos  espacios se topa con los funcionarios que sirven a la «terrible máquina»,  conformes a cada función prevista por los poderes punitivos, a los que estudia agudamente, sean el agente que lo detiene, el que lo interroga, el capellán, los guardianes: 

Yo observo estos hombres-máquina que son hombres libres ocupados en formular mi filiación científica de recluso. Ellos no me observan a mí en absoluto. Me ignoran. 

Así también los recuerda en sus Memorias

En general, los carceleros, oficiales o no, eran de un nivel más bajo (con algunas pocas excepciones), honrada pero netamente criminales a su manera, con la impunidad asegurada y la jubilación al final de una vida sin nombre. Los había sádicos, hipócritamente crueles, estúpidos, marrulleros, rateros, ladrones; había incluso algunos que eran buenos y casi inteligentes, cosa increíble. 

En su debut dentro del género novelístico ya aborda tímidamente una estrategia que caracterizará toda su producción narrativa: no hay personajes protagonistas, solo un amplio sujeto colectivo. Aquí todavía se ancla la narración en la primera persona (por única vez), que relata los avatares que sufre una persona encarcelada y va dando voz y entidad a los personajes de toda calaña que se cruza tras las rejas, a quienes contempla en profundidad, sin juzgar, y esa mirada conmiserativa que atraviesa toda la novela, revela las entretelas de la insondable desdicha que los aqueja, el pozo negro en el que caen, y se detiene en distintas tipologías de los compañeros de celda: los que resisten, se rebelan o aguardan una venganza, los que enferman, los que se suicidan: 

No hay más que tres maneras de soportar la condena. Aceptarla como un duelo, lo que hacen con una conciencia más o menos clara no pocos reclusos y presidiarios, sobre todo entre los «fuera de la ley»: yo he conocido hombres de estos de una magnífica resistencia moral. Sufrirla con la cabeza gacha, sin resistencia interior; dejarse amasar y moldear hasta el alma por la cárcel; acomodarse a sus musgosidades, instalarse en ellas y en ellas vegetar quejumbroso u obnubilado, o satisfecho de un buen rincón. […] No oponerle resistencia ni tampoco rendirse a ella: una vez rotos los resortes interiores por el golpetazo del veredicto, dejarse arrastrar dulcemente al hilo de los días. 

Y nos describe también su voluntad de resistir, de vencer a la prisión, con una fe inamovible en sí mismo. Y cómo lo consigue:           

Yo encontré en seguida mi manera propia de pasear y de resistirme al dominio de la celda. No reclamo el mérito de su invención. Pedro Kropotkin refiere en sus Memorias los años que pasó en San Petersburgo en la fortaleza Pedro y Pablo. Durante mucho tiempo no le facilitaron libros ni papel. Para resistir la ociosidad enloquecedora imaginó redactar todos los días, metódicamente, con la mayor seriedad del mundo, todo un periódico: artículos de fondo, noticias, variedades, crónicas científicas y artísticas, secciones sociales… Así escribió, mentalmente, innumerables artículos. Lo mismo hice yo. 

El 31 de enero de 1917 finalmente es puesto en libertad. Así lo rememora: 

Vino un alba de inverno sobre el Sena, sobre los álamos que me gustaban, sobre la triste población dormida […]; me fui, solo, extrañamente ligero sobre la tierra, sin llevar nada, sin alegría verdadera, obsesionado por la idea de que la trituradora seguiría sin término girando después de mí, triturando hombres. 

            Recibe la orden de expulsión de Francia y abandona el país el 13 de febrero, rumbo a Barcelona, donde se sumará a la lucha anarcosindicalista. 

Esa necesidad de participación en la suerte común, hoy comprendo que la sentí siempre y que fue uno de mis móviles más profundos. Trabajaba en imprentas, iba a las corridas, volvía a ponerme a leer, escalaba la montaña […]. Escribí en Tierra y Libertad mi primer artículo firmado «Victor Serge». […] En una callejuela roja, bordada a un lado por un cuartel de la Guardia Civil, por el otro de habitaciones pobres, encontré al hombre extraordinario de aquellos tiempos en Barcelona, el animador, el jefe sin título, el político intrépido que despreciaba a los políticos, Salvador Seguí, al que apodaban afectuosamente Noi del Sucre. 

Serge atisbará también las cárceles españolas: 

La casa de la calle de las Egipciacas, donde me encontraba un día con Seguí, había sido cercada por los tricornios negros, y ayudamos a Seguí a huir por las terrazas de las azoteas. Fui detenido, pasé tres horas detestables en una minúscula celda de policía pintada de ocre rojo.  

Su amigo Salvador Seguí le inspirará el personaje de «Darío» en la novela El nacimiento de nuestra fuerza (publicada en 1931). En ella también narrará estos hechos: 

Yo conozco de antemano esta humillación de los registros y los interrogatorios. Estos locales, estos hombres, estas preguntas se asemejan en todos los países del mundo. Y después se experimenta siempre la sensación de salir vestido, pero calado hasta los huesos, de un agua sucia. 

El fracaso de la insurrección que tuvo lugar en Barcelona en 1917, y en la que participó, lo pone en camino de Rusia, tal como recoge en sus Memorias: 

… el 19 de julio de 1917, fuimos vencidos casi sin combate, porque los parlamentarios catalanes se asustaron en el último momento y se negaron a iniciar el combate. Lo iniciamos solos durante un día que fue de sol, de clamores, de movimientos, de multitudes, de carreras por las calles, mientras los tricornios negros, prudentes, cargaban lentamente y nos perseguían sin ardor. Tenían miedo. El Comité Obrero daba el toque de retirada. […] El fracaso del 19 de julio me había decidido, ya no esperaba la victoria aquí, estaba harto de las discusiones con militantes que me parecían a menudo niños crecidos. El cónsul general de Rusia en Barcelona, un tal príncipe K., al escuchar mi nombre, me recibió enseguida. […] Solo le pedí una hoja de movilización para ir a cumplir mi servicio militar en la Rusia libre.

 A su paso por Francia volverá a pasar por el presidio, acusado de infringir una prohibición de residencia y una orden de expulsión: entre octubre de 1917 y marzo de 1918 estará recluido en un centro penitenciario de Fleury-en-Bière (Departamento de Seine-et-Marne) y, entre abril de ese año y enero de 1919, en un campo de concentración en Précigné, en la Sarthe.

El régimen del campamento era bastante bueno, bastante libre. Solo que teníamos hambre. Llegó la gripe española, tuvimos por compañera a la muerte a toda hora

En El nacimiento de nuestra fuerza dedica algunas páginas a su paso, con reclusos de todas las nacionalidades, principios y motivaciones,  por este campo de internamiento: 

El régimen no era duro. El suplicio solo consistía en el aislamiento del mundo exterior, en la pasividad, en el hambre, en el cautiverio sin razón ni término preciso, en los fusiles cargados y apuntados contra nuestras ventanas. Desde la lista de la mañana a la de la noche éramos libres. Y los días transcurrían tan vacíos como en las cárceles.

Cuando nos reunimos seis en torno de una mesa, conocemos todos los continentes, todos los mares, todos los esfuerzos y las rebeldías de los hombres: los partidos laboristas de Nueva Gales del Sur, el vano apostolado de Teodoro Herzl, el caso Mooney, la lucha de los hermanos Magon en California, Pancho Villa, Zapata, el sindicalismo, el anarquismo, la vida ejemplar de Malatesta […], la obra de los rusos, todas las cárceles.

 En 1919 se establece en Rusia y se adhiere al Partido Comunista como apparatchik, redactor del boletín de prensa de la Komintern y jefe de propaganda en Europa central, lo que lo llevara por temporadas a Viena y Berlín clandestinamente, mientras sigue publicando en la prensa francesa. Asimismo, trabajará con Gorki en la colección Vsermirnaia Literatura [Literatura Universal], un proyecto de ediciones de clásicos llevados a cabo por un gran equipo de traductores.

Mi decisión estaba tomada, no estaría contra los bolchevique ni sería neutro. Estaría con ellos, pero libremente, sin abdicación de pensamiento ni de sentido crítico. Las grandes carreras revolucionarias eran para mí de un acceso fácil, decidí evitarlas e incluso evitar, en la medida de lo posible, las funciones que implicasen el ejercicio de la autoridad […]. Estaría con los bolcheviques porque cumplían tenazmente, sin desaliento, con un ardor magnífico, con una pasión reflexiva, la necesidad misma […]. Se equivocaban sin duda en varios puntos esenciales: en su intolerancia, en su fe en la estatización, en su inclinación hacia la centralización y las medidas administrativas. Pero si había que combatirlos con libertad de espíritu y espíritu de libertad, era con ellos, entre ellos.

  No obstante, al adherirse en 1924 a la Oposición de izquierda, su suerte está echada tanto política como intelectualmente, y ve como poco a poco empieza a ser apartado de todas sus actividades habituales. En una conversación que mantiene con Georg Lukács abordan el «viraje oscuro» que está tomando la revolución, respecto a lo que Serge señala:

Yo contestaba que si el ambiente del partido en Leningrado y en Moscú se hacía demasiado pesado para mí, pediría una misión en alguna parte de Siberia, y allí, en medio de las nieves, lejos de las políticas tortuosas, escribiría libros […]. Para acabar de una vez con una antigua pesadilla que seguía obsesionándome a veces, había comenzado a escribir al borde de un lago de Carintia Los hombres en la prisión. 

En enero de 1928 es llamado a comparecer ante un tribunal del partido, convocado por la Comisión de Control del sector central de Leningrado. Allí le preguntan su opinión sobre la exclusión de la Oposición, lo que considera un grave error, por lo que será excluido fulminantemente. Sabía que era cuestión de tiempo que lo detuviesen.   

Pasaron unos pocos días. Llamaron cerca de medianoche. Abrí y comprendí enseguida […]. Me llevaron a la vieja casa de detención. […] Una puerta se abrió para mí, en el quinto o sexto piso, en la espesa mampostería negra. La sombría celda estaba ya habitada por dos hombres […]. Todo aquello era inhumanamente grotesco. Me enteraba de que la cárcel estaba atiborrada de víctimas contra las cuales se encarnizaban unos funcionarios que eran profesionalmente obsesos, maníacos y tergiversadores. Yo releía en una penumbra perpetua a Dostoievski que unos dulces sectarios encarcelados, encargados de la biblioteca, me pasaban con simpatía. Los muchachos del servicio general nos traían alegremente dos veces por día «la sopa para lavarse el culo», incomible al principio, pero que esperaba con impaciencia a partir del cuarto día.

 Las noticias de su arresto llegan a Francia, cuya prensa se hace eco, lo que resulta molesto en las altas esferas del poder ruso. A las pocas semanas será liberado con el compromiso de no participar en ninguna actividad «antisoviética».

Unos días después de salir de la cárcel, sufre unos terribles dolores abdominales que lo llevan al hospital y lo ponen en peligro a la muerte. Allí se hace una promesa:

… pensé que había trabajado enormemente, luchado, aprendido, sin producir nada válido y duradero. «Si por casualidad (me dije), sobrevivo, habrá que terminar pronto los libros comenzados, escribir, escribir…» Pensé en lo que escribiría, esbocé mentalmente el plan de un conjunto de novelas-testimonios sobre mi tiempo inolvidable…

Esos años siente que el cerco se achica en torno a él, ve que se producen misteriosos arrestos, se siente vigilado, empieza a tomar «precauciones minuciosas» en su quehacer habitual. Envía a sus valedores en Francia una carta-testamento a través de unos amigos que viajaban para ser publicada en caso de que desapareciera, donde entre otras denuncias, define al Estado soviético como totalitario.

A principios de marzo de 1933, Serge es abordado en la calle cuando acude a una farmacia en busca de medicamentos para Liuba, su mujer (pocas horas después será internada en un hospital para enfermedades mentales, ya que fue presa de una crisis psicótica). De inmediato es trasladado a la Lubianka, cuartel general de la policía secreta soviética. Serge se enfrentaría a casi tres meses de interrogatorio en Moscú y varios días en la cárcel de Butirki. Allí no negó su desacuerdo con la política del partido pero sí, y denodadamente, cualquier actividad conspiradora o tener relación con la Oposición de Izquierda desde su expulsión del partido, en 1927, y rechazó las supuestas confesiones de su cuñada Anita Rusakova, con la que pidió ser enfrentado sin conseguirlo. Así recuerda estos meses de interrogatorio en De Lenin a Stalin, publicado en 1938:

Estuve 85 días en una celda de la GPU sin leer y sin ninguna ocupación, sin noticias de mis queridos. Setenta de esos días los pasé en un aislamiento total, sin derecho al aire en el patio gris reservado a gente más recomendable [V. Serge, De Lenin a Stalin, Ediciones Imán, 1938, p. 112].

 También lo registra en sus Memorias:

 No había, no podía haber nada que reprocharme si no era un crimen de opinión, conocido desde había años, fácil de juzgar en el lugar mismo. Donde no hay nada, es cierto que se puede fraguar todo. […] Pensé también que mi mensaje a mis amigos parisinos podía haber sido interceptado. […] las personas que tenían correspondencia con el extranjero eran inculpadas a menudo de espionaje (pena capital). […]

Fui conducido de inmediato a la «Lubianka» […]. Me encontré al cabo de una hora en una minúscula celda sin ventana, tal vez situada en los sótanos, fuertemente iluminada, en compañía de un obrero […]. El tugurio asfixiante de dos metros por dos en el que nos encontrábamos lo deprimía mucho. Acabó por decirme que los condenados a muerte esperaban aquí ser enviados a la ejecución…

Algunas horas más tarde, por la mañana, entré en una espaciosa sala de la planta baja que se parecía a un campo de náufragos. Unos quince hombres más o menos instalados vivían allí desde hacía días o semanas en una espera vaga. […] Aquel mismo día unos ascensores me elevaron a los pisos de la cárcel interior. Breve visita médica, quinto registro […]. Entré por fin a la cárcel perfecta, reservada evidentemente a los grandes personajes y a los acusados de los asuntos más graves. Cárcel secreta celular, silenciosa […]. Habría de pasar ahí, en el aislamiento absoluto, sin comunicación con nadie, sin la menor lectura, sin una hoja de papel, sin ocupación de ninguna clase, sin paseo al aire libre por un patio, alrededor de ochenta días. Ruda prueba para los nervios de la que salí muy bien. Estaba cansado por años de tensión nerviosa, experimentaba una gran necesidad física de reposo. Dormí lo más posible, más de doce horas por día sin duda. El resto del tiempo, caminé trabajando con aplicación. Me di lecciones de historia, de economía política -¡e incluso de ciencias naturales! Escribí mentalmente un drama, varios relatos, algunos poemas. […] El alimento, pan negro, pasta de sémola o de mijo, sopa de pescado, era aceptable pero insuficiente, sufría de hambre todas las noches. De la misma forma, describe esos demenciales (y criminales) interrogatorios de la GPU

La instrucción rompía la monotonía de aquella existencia… Pasé una media docena de interrogatorios […]. Despertado hacia medianoche: «¡A la instrucción, ciudadano!», era conducido por ascensores, subterráneos, corredores, hasta un piso de oficinas que, como descubrí, estaba muy cerca de mi sector celular. Todas las piezas de corredores sin fin estaban ocupadas por inquisidores. 

[Otros prisioneros] Partían como yo, por aquellos mismos corredores, llamados como yo «al interrogatorio» y el servicio de guardia sabía únicamente que se fusilaba en algún lugar, abajo, en los subterráneos. […] A veces, yendo y viniendo de la instrucción, me tocaba pasar delante de la entrada abierta de un corredor de cemento de la planta baja brutalmente iluminado. ¿Era la entrada de la última bajada? 

Nadie, por lo menos en la sociedad instruida, creía en esas comedias judiciales cuyo objeto se veía perfectamente. El número de técnicos que se negaban a confesar y desaparecían en las cárceles sin proceso era por lo demás mucho mayor que el de los acusados complacientes. La Guepeú sabía sin embargo quebrantar las resistencias. Conocí a hombres que habían pasado por «el interrogatorio ininterrumpido» durante veinte o treinta horas, hasta el agotamiento completo de las fuerzas nerviosas. Otros a los que habían interrogado bajo amenaza de ejecución inmediata. Recuero a los que, como el ingeniero Jrennikov, murieron «en el transcurso de la instrucción». Palchinski, tecnócrata, acusado de sabotaje en la industria próspera del oro y del platino, había sido matado de un tiro de revólver por el juez de instrucción al que acababa de abofetear. Después se le declaró fusilado… 

Su novela El caso Tuláyev también aborda esta experiencia demencial: 

Una evidencia mortal iluminaba las prisiones como un reflejo de salvas en la aurora. Sabes de los suicidios, las huelgas de hambre, las cobardías finales (inútiles) que eran también suicidios. Uno se abría las venas con clavos, otro tragaba el vidrio de las botellas rotas, otro más se lanzaba al cuello de los guardias para ser abatido, tú sabes, tú sabes. La costumbre de nombrar a los muertos en los patios de los confinamientos solitarios. 

… las prisiones estaban más atestadas que antes. Los que mantenían la tradición de las viejas luchas iban a parar bajo tierra o a Kamchatka, nunca se sabía con precisión; algunos sobrevivientes se perdían en las nuevas multitudes.

 Finalmente, es sentenciado a tres años de deportación en Orenburgo, a dos mil kilómetros de Moscú, al sur de los Montes Urales cerca de Kazajistán, por «conspiración contrarrevolucionaria». Allí llegó el 8 de junio de 1933 escoltado por agentes de la GPU. Poco después llegarían Liuba, su hijo y su suegro Alexander Rusakov (veterano obrero anarquista que retornó pronto a Leningrado, en donde moriría a los pocos meses), además de un baúl con su máquina de escribir, sus archivos, manuscritos, libros y también ropa y enseres. Allí alquilarán habitaciones en una isba situada en el barrio cosaco por unos 30 rublos al mes, que era la suma total del subsidio que recibía Serge como deportado sin derecho a trabajar.

La porción que nos correspondía –rememoraba su hijo Vlady– comprendía un corredor donde se guardaba la leña, una pieza que cumplía las funciones de estancia, cocina y estudio y, separada por una delgada pared de madera, la pequeña alcoba de mis papás. En la parte central había una gran chimenea, única fuente de calor en los terribles inviernos y, a la vez, estufa para cocinar. Del lado opuesto, cerca de las tres ventanas que daban a la calle sin pavimento, estaban la mesa redonda donde mi padre escribía y el baúl con sus manuscritos. En la pared colgaban unos daguerrotipos del siglo xix con retratos de la familia Kibalchich, además de dos fotos de Trotski y una de Pilniak. Completaba el adorno un mantel de terciopelo amarillo –color que Serge amaba sobremanera porque era lo que más le había faltado en la cárcel– y un bonito frasco de cristal azul, también recuerdo de familia. No había luz eléctrica, así que para leer, dibujar y escribir empleábamos lámparas de petróleo.

En su condición de deportado –una condición mejor que la que se sufría en los campos de concentración–, podía moverse libremente por la ciudad y por los bosques cercanos, aunque no tenía permiso para abandonar Orenburgo o tener un empleo. La situación crítica era suavizada por el intercambio epistolar que mantenía, en especial con sus camaradas franceses, por el dinero que recibía por la venta de sus libros editados en Francia o las suscripciones organizadas por la revista La Révolution prolétarienne. También recibían alimentos (arroz, harina, azúcar, café), que paliaban la terrible carestía que sufrían igual que el resto de la población, así como medicinas y libros; envíos realizados desde París por sus amigos Magdeleine Paz y Henri Poulaille. En una carta que le remitió a este último el 28 de mayo de 1934, Serge afirmaba: 

En la experiencia que me toca vivir, la única cosa que me fortalece es la amistad y solidaridad que me llega de muy lejos –geográficamente hablando– y sin la cual hace mucho tiempo hubiera yo concluido mi tramo de camino en este bajo mundo. […] Aquí ningún trabajo, ninguna posibilidad de recursos materiales en la espantosa indigencia que nos rodea. 

También registra su tenacidad y empeño en sus Memorias:

Decidí resistir. Tenía un libro de historia, tres novelas y varias publicaciones en venta en París.

Alquilé, en los confines del suburbio de Vorstadt y de la estepa infinita, la mitad de una casa antaño confortable, ahora en ruinas.

Mi mujer trajo de Leningrado algunos libro, los manuscritos y trabajos comenzados me fueron restituidos por la Guepeú, así como mi máquina de escribir. Decidí trabajar como si tuviera un porvenir ante mí; después de todo, era posible. Cincuenta por ciento de oportunidades de sobrevivir y el otro cincuenta por ciento de desaparecer en las cárceles. A cualquier precio, irrevocablemente mantendría contra el despotismo aquel mínimo de derecho y de dignidad: el derecho a pensar libremente.

             Mientras en Francia sus amigos luchan denodadamente por él, y distintos medios (La Liga de los Derechos del Hombre, La Révolution Prolétarienne, L’École Émancipée, Le Comat Marxiste, Les Humbles, Europe) hacen campaña en su favor y se enfrentan a las delegaciones soviéticas que lo acusan. También en Holanda y Bélgica protestan por su suerte.

 Yo ignoraba prácticamente todo de aquellas luchas sostenidas por la solidaridad y la amistad. Ignoraba también la enormidad del peligro que corría y la de las acusaciones insensatas formuladas contra mí en el extranjero. Sabía únicamente que la deportación política no terminaba nunca para las convicciones firmes. Lo único que se hace es cambiar de lugar. 

Y de pronto, ya expirado el plazo de su estadía en Orenburgo y sin saber qué nuevo traslado dentro de su deportación le aguarda, le avisan de que lo trasladarán a Moscú, para lo que le permiten prepararse en tres días: 

Partí totalmente destrozado, desgarrando afectos únicos. Hubiera querido imprimirme en el cerebro los rostros queridos que no volvería a ver, los paisajes de aquellas tierras blancas, hasta la imagen de nuestra gran miseria rusa, soportada por aquel pueblo con tanto valor tenaz y tanta espera. 

Gracias a la presión internacional, en la primavera de 1936, despojado de la ciudadanía soviética, es expulsado de la URSS. Viajará a Europa junto a su familia y residirá a lo largo de tres años en Bruselas y en París. Luchando por la supervivencia, escribiendo sin descanso, denunciando.

En julio de 1940 Serge y los suyos, como tantos desplazados, abandonan París, ante el avance de los nazis, y dan tumbos por la geografía francesa hasta arribar a Marsella, donde multitud de fugitivos ponían su última esperanza ya que se trataba del único puerto libre de Francia. Allí establece contacto con Varian Fry, representante del Comité de Socorro norteamericano [Emergency Rescue Committee], fundado el año anterior en Nueva York para ayudar a los intelectuales a abandonar Europa, lo que era harto difícil; no obstante, entre julio de 1940 y agosto de 1941, consiguen rescatar a dos mil personas. Mientras un amplio grupo de intelectuales aguarda los visados, el comité alquila una casona en las afueras de la ciudad, la Villa Air-Bel, que Serge rebautizará como «Château Espervisa», nombre que adoptarán el resto de los residentes, con André Breton a la cabeza. 

Nuestra barahúnda de refugiados incluye a grandes intelectuales de todas las clases que ya no son nada puesto que se han permitido decir, la mayoría de ellos suavemente, no a la opresión totalitaria. Contamos con tantos médicos, psicólogos, ingenieros, pedagogos, poetas, pintores, escritores, músicos, economistas, hombres políticos que podríamos insuflar un alma a un gran país. Hay en esta miseria tantas capacidades y talentos como había en París en los días de su grandeza: y no se ve más que a hombres acosados, infinitamente fatigados, con las fuerzas nerviosas agotadas. ¡Corte de los milagros de las revoluciones, de las democracias y de las inteligencias vencidas! A veces nos decimos que si un cinco por ciento de estos hombres abandonados logran, al otro lado del Atlántico, rehacerse un alma de combatientes, será magnífico. 

Allí comienza a escribir su magnífica novela El caso Tuláyev, sobre los procesos de Moscú. 

André Breton escribió ahí poemas en el invernadero, bajo el sol de noviembre. Yo escribía páginas de novela y no era por «amor a la literatura»: es preciso dar testimonio sobre este tiempo; el testigo pasa, pero puede suceder que el testimonio permanezca –y la vida continúa.

En una biografía dedicada a André Breton, Mark Polizotti le dedica estas líneas a Serge en este momento crucial de su vida: 

Victor Serge, entonces de 50 años, era la estrella política de Air-Bel. Sus rasgos finos, su cabellera hirsuta, sus anteojos de armazón de acero y su forma de hablar delicada pero firme recordaban un «clérigo anglosajón bien educado», según palabras de Bénedite [ayudante de V. Fry], quien se refería a Serge como la «conciencia» del grupo. 


 El Comité de Socorro le consigue a Serge (no así a su familia) una visa de tránsito temporal por Estados Unidos, que finalmente será invalidado por el FBI –que vigilará su correspondencia hasta su muerte–; no obstante, él decide huir de allí con su hijo Vlady mientras su hermana pequeña, Jeannine, quedaría a cargo de unos amigos en Portarlier, cerca de Aix-en-Provence (donde se hallaba internada Liuba en una clínica psiquiátrica), hasta que pudiera viajar a América junto a la nueva compañera de Serge, Laurette Sejourne, lo que habría de suceder un año después. Se embarcarán el 25 de marzo de 1941, junto a otros trescientos refugiados, entre ellos Claude Lévi-Strauss, André Breton, Anna Seghers, Wilfredo Lam, Alfred Kantorowicz. 

Tomo el último barco que llegará a la Martinica. Los tránsitos por Marruecos y por las Antillas francesas acaban de serme negados, pero en dos horas, de pronto, el tránsito por la Martinica me es concedido en la prefectura… Y aquí estamos, mi hijo y yo, en un carguero extrañamente arreglado como una especie de campo de concentración flotante, el Capitaine Paul Lemerle. Me voy sin alegría. Hubiera preferido mil veces permanecer si fuera posible: pero antes de que sobrevengan los acontecimientos liberadores, tengo noventa y nueve probabilidades contra una de perecer en algún sórdido cautiverio. Esta Europa, con sus Rusias fusiladas, sus Alemanias pisoteadas, sus países invadidos, su Francia desmoronada, ¡cómo se apega uno a ella! Partimos solo para regresar… 

            Pero jamás regresó a Europa. Tras cuatro semanas de travesía llegaron a la Martinica. Como carecían de visado para otro país fueron detenidos e internados en un campo de refugiados, antigua leprosería, en Pointe-Rouge; allí permanecieron sin agua potable y bajo la amenaza de ser devueltos a Francia. A los cuarenta días, tras conseguir un visado de tránsito, los dejaron partir rumbo a Santo Domingo. Allí se encontraron con el pintor Eugenio Granell y se separaron de André Breton que partió rumbo a Nueva York. Serge y su hijo llegaron a Puerto Príncipe; sin embargo, las autoridades de Haití los obligaron a retornar, por lo que permanecieron en Santo Domingo tres meses más, hasta que llegaron los visados para México y los permisos de tránsito para Cuba. No obstante, no resultó sencillo: en Cuba los hicieron bajar del avión y los detuvieron, primero en Santiago de Cuba y luego en La Triscornia, un campo de control migratorio, establecido por los estadounidenses en 1900 y paso obligado de los emigrantes que eran retenidos en una especie de cuarentena, en barracones de condiciones pésimas, especialmente si no contaban con dinero. La suerte les sonrió al encontrarse allí con Gilberto González y Contreras, escritor salvadoreño exiliado, quien conocía la obra de Serge y medió con las autoridades para que les permitieran. Pudieron volar a Mérida y por fin a Ciudad de México, su destino definitivo, al que arribaron el 5 de septiembre.

Serge soportó con integridad las dificultades a las que se enfrentó en su país de acogida. Así lo narra Claudio Albertani: 

Serge nunca logró hacerse de un buen trabajo en México. Recibía unos cuantos pesos por las correspondencias que le comisionaban las revistas norteamericanas […] sobrellevando con dignidad una miseria inaudita. Ahorraba hasta en los timbres y escribía sus manuscritos en papel cebolla, el más barato; nunca frecuentó los cafés –muy populares entre los exiliados– sencillamente porque no se lo podía permitir… 

Un recuerdo especial para Serge y sus cárceles tuvo Elena Garro cuando retornó a México, su «suave patria», en 1993, tras veinte años de exilio en el último artículo que escribió, «Lo que vi y lo que no vi»: 

En la sala de mi casa, Victor se sentaba en la orilla del sofá, con las rodillas muy juntas, y la cara patéticamente triste. Estaba esperando que lo asesinaran los soviéticos. Victor explicaba que en la embajada soviética había calabozos subterráneos que eran como cajas fuertes y allí desaparecían a los enemigos del régimen. Hablaba en voy muy baja y temía por su joven esposa y por su hijo. 

 El 17 de noviembre de 1947 Serge va a visitar a su hijo. No lo encuentra en casa. Quiere entregarle un poema, el último que ha escrito, titulado «Manos», inspirado por una escultura del xvi atribuida a Miguel Ángel. Entonces se dirige al Correo Central para remitírselo por carta. Cuando retorna en taxi, sufre un infarto mortal. Su amigo, el exiliado republicano Julián Gorkín, recuerda los trámites llevados a cabo para darle sepultura: 

Al llenar la hoja para la inhumación y llegar a la nacionalidad le puse «apátrida». Lo que era. El director de la empresa funeraria empezó a gritar que no se le podía enterrar si no tenía una nacionalidad. ¿Cómo iba a enterrar él a un sin patria? Llamé a Vlady.

¿Qué nacionalidad hubiera elegido tu padre de poder elegir?

La española me dijo sin vacilar.

El escritor ruso-belga-francés Victor Serge está enterrado en México en el Panteón Francés con la nacionalidad española. 

El luchador infatigable, que dejó un testimonio ineludible de las revoluciones fracasadas del siglo xx, el poeta que a todo se sobrepuso, acaso obtuvo su ímpetu vital, su fortaleza, su incansable fe en la humanidad, de la experiencia vivida en los presidios de la tierra. Así lo resumió en Los hombres en la cárcel

En aquellos que se defienden con éxito contra el aniquilamiento, la intensidad de la vida interior conduce a una concepción más elevada de la vida, a una conciencia más profunda del yo, de su valor, de su fuerza. La victoria sobre la cárcel es una gran victoria. Se siente uno por momentos asombrosamente libre. Piensa que cuando esta tortura no le ha deshecho, nada podrá deshacerle ya. Opone uno en silencio a la enorme máquina penitenciaria la firmeza y la inteligencia estoica del hombre más fuerte que el dolor de su carne y más fuerte que la locura… Y cuando una ancha raya de sol inunda la enrejada ventana, cuando una buena noticia llega del exterior, cuando se ha logrado llenar la triste jornada de trabajo útil, sucede que una alegría inexpresable se eleva dentro de nosotros como un himno.



 [«Victor Serge por las cárceles del mundo», apareció el nº 8 de Vacaciones en Polonia. Literaturas a la sombra, 2018].

Bibliografía 

Albertani, Claudio, «El último exilio de un revolucionario. Victor Serge en México (1941-1947)», La Gaceta, nº. 476, agosto de 2010.

--------, «Vlady en la antesala del Gulag (1933-36)», 2013, uttopiarossa.blogspot.com.es

Garro, Elena, «Lo que vi y lo que no vi», en Patricia Rosas Lopátegui, El asesinato de Elena Garro. Periodismo a través de una perspectiva biográfica, Monterrey, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2014.

Polizzotti, Mark, La vida de André Breton, trad. de Gabriel Bernal y Juan J. Utrilla, Madrid, Turner-FCE, 2009.

Serge, Victor, Los hombres en la cárcel, trad. de Manuel Pumarega, Madrid, Editorial Cenit, 1930.

--------, Memorias de un revolucionario, trad. de Tomás Segovia, Madrid, Veintisiete Letras, 2011.

---------, El caso Tuláyev, trad. de David Huerta, Madrid, Capitán Swing, 2013.

---------, El nacimiento de nuestra fuerza, trad. de Manuel Pumarega, Madrid, Amargord Ediciones, 2017.