Por Esther Peñas
«Paseo, deriva, encuentro, hallazgo, iluminación profana, desarreglo de todos los sentidos, todo ello puesto bajo la divisa del juego, del deseo, del sueño, constituye ese acontecimiento llamado poesía, que se sitúa más allá y más acá de la obra de arte». Esta es la síntesis de la propuesta andante del poeta Javier Gálvez (Madrid, 1969) en su libro La ciudad y sus pliegues. Itinerarios de la magia cotidiana (La Torre Magnética).
Atentos. Se habla de poesía, se la conjura, se la busca para sofaldarla, para cortejarla, para besarla en los labios y retrasar la muerte sabiendo que ese encuentro (tantas veces epifánico) es lábil e insostenible, pero una poesía no subsidiaria del verso ni del poema, sino de la poesía que adquiere las formas encaprichadas que encuentra para manifestarse. Y de entre los posibles atuendos en los que la poesía nos traspasa (una película, El color de la granada; una melodía, el aria de la ópera de Bizet El pescador de perlas; un libro, El faro por dentro, de Menchu Gutiérrez, y así podríamos concatenar ejemplos ad libitum), Gálvez escoge el paseo, esa práctica inútil, desprovista de destino, no sujeta a límites temporales ni a propósitos concretos, el paseo como deambular con apertura de ánimo pasivo, pasivo en el sentido (tan olvidado en Occidente) de padecerlo, de dejar que nos traspase, que nos afecte. Un paseo en el que escuchar lo que nos salga al paso. «Esta experiencia de la poesía (…) implicaría un movimiento en acto, un movimiento en la dirección de conmocionar un orden y estado de las cosas que hacen del hombre un homúnculo convencido de su servidumbre».
Basta estar atento. La atención, escribió el filósofo francés Malebranche, es la principal cualidad del alma. Caminar, deambular, vagabundear, divagar, zanganear… manteniendo la actitud de la errancia. A ver qué ocurre. Parejo al lirismo melancólico y altísimo que encontramos en uno de los más hermosos libros que se han escrito sobre el asunto (Los lugares y el polvo, de Peregalli), Gálvez camina la ciudad buscando sus señales, «esos perfiles, esas roturas, esas conjunciones inesperadas de elementos contrarios» en su «insaciable apetito de ver». Y así se detiene ante grafitis que despiertan (hay un cierto despertar siempre en lo poético) el apasionado grito del amor escrito en rojo, o recala en los letreros de comercios a los que el paso del tiempo ha venteado alguna letra, convirtiéndolos en un enigma, o una chanza, o un sortilegio; o cuenta los pasos que requiere para cruzar un pasadizo que son —el azar, divino tesoro—, los mismos que el número del portal que le aguarda al otro lado. 77. No es un número primo, pero sí capicúa o palindrómico.
Gálvez pasea por los meandros de la ciudad como un zahorí que necesita (el verbo es más que intencionado, como sabrán quienes hacen de lo poético materia de vida) habitar «ese estrato de la conciencia donde domina el asombro por el asombro». Lo gratuito. Lo que no produce rédito ni valor (los valores son, no se olvide, bursátiles, en cualquier caso). Aquello que acontece, se manifiesta, y desaparece. Pero de cuyo cese uno no retorna intacto.
«Desviarse: el único camino para encontrar todos los caminos». Sin prisa, porque «lentos son los encuentros que ahondan». Paciencia, pasividad receptiva. Estar a la escucha para que, contra todo pronóstico, se produzca «la negación de la economía de la usura: la espera sin objeto predeterminado no pretende ningún beneficio, es puro derroche de tiempo».
En «la parte situada al margen del decir», quien vagabundea por la ciudad con esta soltura indómita al provecho, atenta al placer por el placer, reencanta el mundo. Se hace uno con lo que acontece. Se quiebra la distancia espeluznante de esa ciudad que nos expulsa a diario para producirse una disolución entre quien mira y lo mirado, posibilitando una manera otra de habitar el espacio. Brota la contingencia de reencantar el mundo, como propuso Max Weber. El sociólogo exhortó a sus contemporáneos a combatir del desencantamiento del mundo causado por la pérdida de lo sagrado. La única posibilidad para ello, en su decir, era una suerte de reencantamiento personal e intransferible. Desplácese «sagrado» por «poesía», si es que no son la misma cosa contemplada desde distinto ángulo.
Poesía y deseo, poesía expresada libidinalmente, poesía como «erografía» que se expande por ondas concéntricas sutiles, curvas, esféricamente proteicas. Cualquier ciudad puede ser cortejada. Cualquier ciudad puede cortejarnos. Madrid. Oporto. Samarcanda. Oviedo. Basta recorrerla «a pie descubierto, conjugando las fachadas de los edificios, ovillando sus esquinas, chaflanes; desarrollando aceras y calzadas… La ciudad desdoblándose en un carrusel de matices de luz y sombra, niebla y lluvia, un espejo zozobrado en cada línea de horizontes. Y cada pisada generando un remolino de puntos de fuga hacia la desembocadura de la ciudad, desde la que dar comienzo a un nuevo itinerario: cambio de agujas».
Retomando el hábito que aprendimos de Baudelaire, Balzac, Fournel, hábito que incorporó y desplegó después el surrealismo (no en vano Gálvez es miembro del Grupo Surrealista de Madrid), este breviario de andanzas poéticas, este grimorio personal de sucesos en linaje de lo maravilloso no solo nos vivifica sino que nos alienta a que cada cual salga de sí mismo, salga, («Si algo me gusta es vivir. Ver mi cuerpo en la calle», dijo Blas de Otero) al encuentro (siempre incierto, siempre improductivo, siempre fascinante) de los pliegues de lo urbano. En ellos, como plantas ruderales, nos aguarda la belleza. Es decir, la poesía. Esto es, la verdad.

0 Comentarios
Comentarios con educación y libertad