Ayer, las efemérides de la prensa conmemoraron los 100 años del natalicio de Martiniano Pueyrredón, el renovador de la cocina vasco-magiar, y el fallecimiento hace medio siglo de Mark Palmer, el bizarro editor que dio a conocer —por no decir inventó— el fenómeno OVNI. También rememoraban el suicidio de Baruch van Rip, el tallador de gemas que impuso exquisita forma poliédrica al diamante Guntru-I-Noor antes de ser arreado a Auschwitz; incluso reservaron espacio a infames de la calaña de Indiro Rajpur, el jefe de los escuadrones de la muerte de Ceilán ejecutado hace una década. Pero, por más que rebusquemos, no daremos con la menor mención al 250º aniversario de la desaparición del Chevalier de La Bougie. Las fuerzas del olvido se aliaron para mantener a esta singular figura en las tinieblas que lo engulleron tras su muerte, acaecida en 1774.
La omisión prolonga la injusticia histórica cometida con el iluminista que, en la fase final de su vida, se hartó de tanta claridad; un pecado intelectual por el cual sus coetáneos lo condenaron a un ostracismo que nuestra cultura, porfiada continuadora de la Ilustración, se empeña en perpetuar.
Reparar el agravio histórico, siquiera en ínfima medida, requiere refrescar al público quién fue De la Bougie. Como todo bosquejo biográfico exige, arrancaremos por el principio, con el alumbramiento de quien sería bautizado Anne Robert Marie Charles Louis François de Ménilmontant, la resplandeciente mañana del 27 de febrero de 1713, en una manoir de Normandía.
En sus memorias, el futuro Chevalier evocaría el impacto que le causó aquel microcósmico Fiat lux: su expulsión de las cálidas oscuridades uterinas y el brutal ingreso a un mundo agresivamente deslumbrante. Todavía en su vejez recordaba que guiñaba los ojos como un poseso, sus pupilas de bebé esforzándose por asimilar la avalancha de corpúsculos luminosos que le cegaba por momentos, y por instantes le descubría una realidad de formas y colores desconocidos.
Esa dualidad marcaría su vida de un modo desigual. Puestos a dividir su trayectoria vital en etapas bien diferenciadas, señalaríamos una primera que va de su nacimiento a la edad madura, signada por el embeleso con la luz y sus dones. Consignemos que la fascinación corrió de la mano de un pavor cerval a las tinieblas. Desde su más tierna edad, Anne Robert aguardaría con indecible inquietud la llegada del crepúsculo; inquietud que su aya Felicité calmaba rodeando de velas encendidas su cuna y después su pequeño lecho, pues hasta los once años no pudo dormir a oscuras.
Como es dable suponer, la balsámica práctica consumía un cuantioso número de velas, pero si de algo podía jactarse su familia era de disponer de una provisión más que suficiente, ya que poseía la mayor cerería de Normandía. De este negocio procedían las rentas que permitieron al jefe de familia obtener el ansiado título de Chevalier, que a su muerte transmitiría a su primogénito.
El ennoblecimiento ocurriría más tarde. La infancia del futuro ilustrado transcurrió en el entorno acendradamente burgués de su familia. Como estipulaba la ética industriosa de su clase, Anne Robert alternó las clases particulares de latín y griego con tareas de aprendiz en la factoría paterna —más bien un taller espacioso que lo que hoy entendemos por fábrica—. Fue así introducido en los arcanos de la manufactura de velas, métier en el que pronto daría pruebas de su inusual inteligencia.
A los doce años se le ocurrió echar unas gotas de aceite de ballena al sebo de oveja que servía de materia prima de las candelas, consiguiendo con la mezcla un notable aumento de su luminosidad. Pese a la excelente repercusión comercial de la innovación, su padre no quiso encadenar a su hijo a una actividad tan grasienta y maloliente, y, avizorando para él un destino superior, al cumplir los 13 años lo internó en el colegio Louie Le Grand de los jesuitas de París.
Largo tiempo Anne Robert guardaría rencor a su padre por esa decisión. El lúgubre internado y sus severos religiosos de negras sotanas se grabaron en su memoria como el más acabado exponente del oscurantismo al que tanto combatiría en su adultez. En sus aulas obtuvo el título de bachiller, y las amistades forjadas con sus compañeros de estudios le ayudaron a colocarse de profesor en el colegio La Rochefoucault de la capital francesa. Apenas tolerado por las autoridades, al establecimiento se lo tenía por un reducto hugonote. La sospecha no carecía de base, pues buena parte del profesorado era de confesión protestante. Los docentes, receptivos a las progresistas ideas del Setecientos, aportaron el fermento necesario para la eclosión del intelecto de Ann Robert.
Entre lecciones y exámenes, el prometedor joven compuso sus primeros opúsculos. En un poemario proclamó que la lírica debía ser el fanal del Siglo de las Luces; si bien lo que le granjeó una reputación internacional fueron los ensayos en los que, como buen hijo de su tiempo, enarboló la linterna de la razón contra las tinieblas del fanatismo y el absolutismo. Con sus celebradas metáforas de luciérnagas y candiles, definió a los hombres como los seres salidos de la noche que avanzan hacia la alborada, guiados por las antorchas de los racionalistas.
Sus escritos impresionaron al duque Karl Augustus de Maguncia. Deseoso de disfrutar de su pedagógica compañía, le invitó a radicarse en su ducado en calidad de preceptor de sus hijos. La convivencia con el gobernante resultaría decisiva para su carrera. Resuelto a pasar a la historia como un adalid del progreso, el aristócrata instaló miles de lámparas en todos los centros urbanos de sus dominios. Pretendía que su protegido cantase su gloria en letras de molde; y este le satisfizo con creces al dedicarle Cité Lumiére (1743). En este clásico de la literatura utópica, el protagonista despierta en el París del futuro y descubre cómo la iluminación artificial ha erradicado la noche de las ciudades para siempre jamás. A continuación, y con el generoso patrocinio ducal, fundó en asociación con hombres de letras de toda Europa la Societé pour l’Illumination des Cités, consagrada a ensalzar el alumbrado de Maguncia y promoverlo como medio de mejora social.
La enriquecedora estancia en Alemania se interrumpió al cabo de cinco años, cuando la muerte de su padre le obligó a retornar a Ruán para entrar en posesión de la herencia. El nuevo Chevalier de La Bougie se instaló en la finca familiar, entregándose a una intensa labor de creatividad intelectual y manual. Recuperando su experiencia juvenil en la cerería, estudió los ángulos de reflexión y refracción de la onda lumínica de las linternas con el propósito de perfeccionar su diseño. En paralelo, y fiel al lema “Iluminar la mente al igual que la materia”, escribió la copiosa ensayística que le ganaría un lugar en la pléyade de autores de la época. Rinde testimonio de su fama el hecho de que Diderot le encomendase la redacción de la entrada “Luz” en la Enciclopedia, encargo que cumplió con una original síntesis de la óptica de Newton y las teorías místicas de la luz. El retrato que le hizo François de Boucher, hoy colgado en una sala del Louvre, lo muestra en su hora de mayor brillo: gran capa aterciopelada, tricornio emplumado, peluca Luis XIV sobre las orejas, y la diestra posesiva apoyada en el réverbère: el reflector de su invención. Ensayado con éxito en el puerto de Brest, sirvió de eficaz sustituto de los faros en las costas que carecían de ellos.
Hemos dicho que en su vida se distinguen netamente dos etapas. Sobre la primera nos hemos explayado lo suficiente; la segunda se inicia cuando el Chevalier entró en la cincuentena. A esa edad provecta ingresó en la logia masónica del Gran Oriente. En sus conciliábulos tenebrosos vio la luz, o mejor dicho, la oscuridad. La experiencia fue asombrosa; en su autobiografía reconstruye conmovido ese instante epifánico: conducido por un iniciado, avanzó en el umbrío templo a tientas como un ciego; al cabo de unos segundos, descubrió con pasmo que, habituada a la negrura, su vista discernía con precisión las formas del altar y las siluetas del Gran Maestre y sus silentes acólitos. En el seno de la sociedad secreta comprendió que el avance de la luz necesita el contrapeso de la oscuridad. “Demasiada luz puede ser peligrosa”, le explicó un frater, aludiendo a la persecución sufrida por los librepensadores demasiado visibles. Solo sin dejarse ver los masones podrían sacar adelante su reforma civilizatoria. Los sótanos penumbrosos, agregó su mentor, no solo alojan mazmorras y cámaras de tormentos; también son fraguas de la libertad y el esclarecimiento.
De ese período data su Elogio del claroscuro: una reivindicación de los dramáticos choques de luz y sombra en la pintura de Rembrandt y Caravaggio, en contraposición a los paisajes solares de Watteau y otros pinceles del Rococó, a los que acusaba de tapar con su paleta pastel la opresión del Antiguo Régimen. Adelantándose a los fotógrafos del siglo XX, sus experimentos con la cámara obscura le enseñaron que la claridad en demasía sofoca los colores: “Cuando se ilumina una cosa se oscurecen otras”, concluyó con un epigrama. Alzándose contra el estilo claro propugnado por la preceptiva neoclásica, se decantó por las obras oscuras: “¡en ellas se pueden ver tantas cosas!”.
Otros biógrafos aseguran que el punto de inflexión no fue su adscripción a la francmasonería sino una caída que le causó una fotofobia irreversible; otros atribuyen su hipersensibilidad a una uveítis u otra patología oftálmica. Lo que está fuera de discusión es que, después de cumplir medio siglo de existencia, renegó de las doctrinas que antaño había defendido a capa y espada. El giro tuvo su manifestación más sonada en la ruptura con su antiguo protector. Después de muchos años, el Chevalier volvió a Maguncia, y, a poco de llegar, el octogenario Karl Augustus lo invitó a recorrer la avenida principal. Cogiéndolo del brazo, le mostró la nueva iluminación nocturna de la que tanto se enorgullecía, pero el Chevalier, exasperado por los resplandores, cogió un canto del suelo y cegó de una pedrada la farola más próxima, provocando su expulsión fulminante del ducado.
De vuelta al pago natal, vendió la cerería familiar, a la que ahora execraba, y se recluyó en su finca normanda. Vivía con las ventanas cerradas, escribiendo con gafas negras a la lumbre mortecina de un candil. No soportaba la radiación solar y transcurría las horas diurnas embutido en su butaca, con un antifaz que pocas veces se quitaba. La luz le dolía, de sus ojos enceguecidos corrían lágrimas que bajaban por sus mejillas empolvadas. Se volvió un perito en sombras; distinguía sutilísimas tonalidades de penumbra imperceptibles para sus cada vez más escasos visitantes: “hay que aprender a leer las tinieblas”, susurraba. No hablaba por hablar; las noches de plenilunio salía a leer al claro de luna, porque aseguraba que veía mejor (extremos no confirmados sostienen que se volvió nictálope). Persuadido de que la luz excesiva no deja ver, en un apólogo fechado en 1768 acuñó el lema “Iluminar con las tinieblas” y lo ejemplificó con la oscuridad nocturna que permite divisar las estrellas. En otro pasaje encontramos el aforismo “El misterio es la lujuria de la oscuridad”. En una de sus elubraciones, invirtiendo sus miedos infantiles, imagina un día de 24 horas a pleno sol para concluir que no hay peor tortura que la de intentar dormir bajo luces que nunca se apagan (un hipotético tormento que se tornaría práctica habitual en los interrogatorios policiales del siglo XX).
Franz Hiphopffer, el erudito mozartiano, asegura haber detectado la impronta de su pensamiento en el libreto original de La Flauta Mágica. A contrapelo de la interpretación dominante de la derrota de la Reina de la Noche a manos de Sarastro como una metáfora masónica del triunfo del día sobre la noche (es decir, del bien sobre el mal), exhumó de un archivo olvidado un borrador desechado del libreto. En él, el libretista Emanuel Schikaneder finaliza la ópera con los esponsales de la reina y Sarastro. “Es harto probable que Schikaneder conociera las paradojas del Chevalier y quisiera transmitir que lo deseable hubiera sido una síntesis superadora de los opuestos; aunque por razones desconocidas ese desenlace fue suprimido en la versión que se estrenó”, especula Hiphopffer.
Envejecido, De la Bougie notó con amargura cómo sus pares le daban la espalda. Le acusaron de pasarse a la reacción con armas y bagajes, cargo que él negó diciendo que seguía siendo iluminista, simplemente defendía una Ilustración con sol y sombra. Los más piadosos adujeron locura senil; las malas lenguas insinuaron que se había vuelto un vampiro temeroso del día. Su criado, que le asistió en el trance final, atestiguó que sus últimas palabras fueron: “¡Cierren las persianas, ciérrenlas!”.
Ignoramos
si su postrero pedido fue atendido; lo cierto es que la miope posteridad ignoró
su presciencia. Pero la hora de su rehabilitación ha sonado. Su vislumbre de
los puntos ciegos de la Ilustración ha incitado a los pensadores postmodernos a
rescatar un legado irresistible para quienes han acabado harto de tantos
iluminados. Digno precursor del Bachelard
que declaró que “el conocimiento es una luz que siempre proyecta alguna sombra”, el Chevalier anticipó
los horrores de su futuro al preguntarse
si la visibilidad se tornaría instrumento de vigilancia y la luz, un medio de
agresión (su barrunto se concretó en las
granadas cegadoras que al estallar producen un flash de un millón de
vatios). Un editor alemán prepara una edición de sus obras escogidas que
incluirá su olvidada producción tardía, en la que refuta concienzudamente sus
escritos más conocidos.
En esta época de una iluminación exagerada que ha borrado del cielo a las
estrellas, la radiante sombra del Chevalier señala el camino al deslumbrado
colectivo cada vez más nutrido de los fotofóbicos.
Pablo Francescutti es
argentino y reside en Madrid. Profesor titular de Periodismo de Análisis y
Opinión en la Universidad Rey Juan Carlos, compagina esta actividad con la
publicación de ensayos y libros de ficción. Entre los primeros figuran La Pantalla Profética (Cátedra, 2004) y Teorías de la conspiración: arte y sociedad
a través del prisma del Complot (Comares, 2024); entre los segundos, las
compilaciones de relatos Paella Monstruo
(Huerga y Fierro, 2014) y Grandes
Reportajes (Almud, 2019), y la novela Polígono
Chino (Cosecha Negra, 2023).
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