Nunca supimos
qué edad tenía, ni cuál era su verdadero nombre. Ni siquiera conocíamos su
graduación, ni el cuerpo al que pertenecía. Alguna vez escuché que había pasado
su infancia y había crecido en el mismo pueblo en el que yo nací. Si eso hubiera
sido cierto, mis padres, mis tíos o alguno de mis primos tendrían que haberlo
conocido. Pero entonces habría resultado extraño que no lo hubieran mencionado nunca
en ninguna de sus conversaciones, o que no hubieran corrido a contárselo a
todos los que se convertían en nuestros vecinos cada vez que nos obligaban a
mudarnos.
Cuando me
alisté él ya era una leyenda. Se contaba que en los primeros meses de la guerra
había acabado con todos los nidos de ametralladoras y todos los puestos de
mortero con los que se había cerrado el cerco alrededor de la capital. Mató a
todos sus tiradores y a todos sus artilleros en el transcurso de una sola
noche. Los fue matando uno a uno, sin fallar un solo tiro, cambiando de
posición después de cada disparo sin hacer el menor ruido, tal y como luego nos
enseñaron durante los meses de instrucción. La llegada a la ciudad del primer
convoy con antibióticos y alimentos lo convirtió en un héroe. Y después ya fue
difícil saber si todo lo que se contaba de él era verdad o fruto de la
propaganda.
Durante los
peores momentos de la guerra las hazañas que le atribuían los periódicos mantuvieron
la moral de las tropas que combatían en el frente. Se movía tras las líneas
enemiga como un fantasma, como un ejército formado por un único hombre. Llevó
el miedo y el dolor a lugares a las que todavía no habían llegado ni nuestros tanques
ni nuestros cañones. Apuntaba a un oficial desde algún emplazamiento en el que
nadie podía sospechar que se ocultaba un hombre con un arma, lo hería en el
vientre o en una pierna y antes de rematarlo espaciaba el tiempo entre disparo
y disparo, aguardaba a que el terror calara en los nervios y en el sueño de los
soldados a los que ordenaban auxiliarlo, y los masacraba de un en uno, sin
fallar jamás ni un solo tiro. Tal y como nos dijeron que tendríamos que hacerlo
Los años transcurrieron,
y con el tiempo todos fuimos olvidando por qué había empezado la guerra y por
qué seguíamos luchando. La prensa dejó de hablar de él, y entre la tropa comenzó
a rumorearse que había empezado a cuestionar las órdenes, que después se había
a atrevido a desobedecerlas abiertamente, que a veces cruzaba la frontera de
países con los que nunca habíamos estado en guerra y que ya no elegía a sus
víctimas únicamente entre soldados y oficiales, Que había empezado a disparar contra
la población civil y que algunos de esos muertos hablaban nuestra lengua y vestían
nuestros propios uniformes. Puede que incluso alguno hubiera llegado a jalearlo
o a vitorearlo alguna vez.
Nunca entendí
por qué me eligieron para la misión. Ni siquiera me contaba entre los mejores francotiradores
de mi compañía. Después supe que ya habían enviado antes a otros compañeros de
los que no se había vuelto a saber nada. Partí del campamento creyendo que me
enviaban a morir.
Lo
perseguí durante todo un otoño sin llegar a verlo ni una sola vez. Lo alcancé por
fin a unos kilómetros de la frontera, lejos del frente, en una aldea con
rincones tan parecidos a las callejuelas por las que yo había correteado de
crío que podía haber sido la mía. Me aposté en el entramado de vigas de una
casa alta, parapetado bajo el saliente de un tejado de pizarra. Y desde allí presencié
en qué se había convertido. Mientras aún resonaba la primera campanada del
mediodía disparó a un perro que correteaba suelto cerca del pórtico de la
iglesia. Antes de que la campana volviera a sonar alcanzó al niño que corrió a
abrazar al animal herido. Después asesinó a la mujer que apareció gritando y
llorando el nombre de aquel crío. Y luego fue derribando a cada hombre y a cada
mujer que tuvo el coraje de socorrer a sus vecinos. Y durante toda aquella
carnicería se movió tan sigilosamente y cambió de posición con tanta rapidez que
en ningún momento llegué a distinguir desde donde disparaba. No fui capaz de
encañonarlo ni una sola vez.
Al caer la
tarde ya no se escuchaba ningún ruido, como si todo aquel silencio se hubiera
desplomado sobre la tierra desde el punto más alto del cielo. Recorrí el pueblo
mientras contaba los muertos y ahuyentaba a patadas a los primeros cuervos. No
vi ni un solo cadáver que vistiera algo parecido a un uniforme, a nadie que
portara algo que hubiera podido confundirse con un arma. No conté más que
ancianos con ropa de faena y calzado de esparto, mujeres con delantales y vestidas
de luto, con las manos cubiertas de callos y sabañones. Y también más perros. Y
también más niños. No había ningún propósito en ninguna de aquellas muertes. Al
menos ninguno que no fuera el de administrar la muerte y llevarla hasta quien
no había tenido otra culpa que la de haber aparecido en su punto de mira. Vomité
contra una de las paredes del cementerio, y me alejé de allí con la certeza de que
me había visto, que había sabido desde el principio que yo estaba allí, y que
por alguna razón había decidido que yo no muriera ese día.
Cambiaron
las estaciones, y con ellas el paisaje y los nombres de los lugares en los que
volvía a encontrar su rastro. Por aquel entonces ya ni siquiera me preguntaba
si la guerra había terminado. Pero aquella misma escena siguió repitiéndose una
y otra vez. Siempre el mismo hedor, siempre el mismo silencio. Y en cada plaza
y en cada calle siempre la misma bandada de cuervos revoloteando alrededor de
los muertos a los que abandonaba y dejaba allí tendidos, sin saber si en
realidad había llegado a verlo.
Hasta que un
día de verano, apostado en un poblado que no aparecía en ninguno de mis mapas, después
de contar desde mi posición los cadáveres que yacían sobre la tierra
apelmazada, volví a alzar el cañón y creí distinguir una silueta entre las
sombras que oscurecían la ventana más alta de un viejo barracón bombardeado.
Apunté con mi arma, contuve la respiración y apreté el gatillo.
Cayó de
bruces contra el suelo, levantando una nube de polvo y de cuervos a su
alrededor. Aún seguían graznando y revoloteando cuando llegué hasta él. Era
difícil saber si las prendas que le cubrían habían sido alguna vez parte de su
uniforme. No eran más que harapos y jirones zurcidos y remendados una y otra
vez. Como los rasgos de su rostro. Su carne se había consumido alrededor de los
pómulos y los labios. Tenía la mandíbula pálida y lacerada, cubierta de
pequeñas heridas circulares, casi todas infectadas y rodeadas de una costra roja
muy fina. Y justo debajo del vértice de la barbilla se distinguía el callo de
otra marca más reciente, con la misma forma y del mismo tamaño, todavía enrojecida
y profunda, como si algo parecido a un anillo hubiera estado presionando su mentón
hasta el mismo momento de su muerte.
Me eché
al hombro su fusil, y de un tirón le arranqué del cuello su identificación y la
anudé junto a la mía. Entonces no reparé en que sus ojos eran prácticamente del
mismo color desvaído que los míos, en que las iniciales de los nombres y los
apellidos grabadas en las dos chapas que arañarían mi pecho eran las mismas. La
verdad es que no podía dejar de mirar el pequeño cráter que seguía borboteando en
el centro de su frente. Y comprendí que
era imposible que él hubiera podido matarlos a todos
Desde aquel
día no he hecho nada más que regresar una y otra vez a los mismos lugares en
los que me encontré con él. De vez en cuando me detengo en algún poblado y
espero. Y cada vez que me miro en un espejo y contemplo las marcas que el cañón
de mi revólver ha ido dejando en mi garganta me pregunto por qué me eligieron, y
no dejo de repetirme que quizás hay otro modo de acabar de una vez con tanto
horror, con tanta muerte y tanta guerra. Pero todavía no han enviado a nadie a
buscarme y sólo me persiguen los mismos cuervos.
Eduardo
Fernández. He asistido
durante dos años al taller de escritura creativa impartido por Inés Mendoza en
la Escuela de Escritores. Y desde el año 2023 asisto al taller de
escritura creativa impartido por Javier Morales en
la Fundación Sindical Ateneo 1º de Mayo.
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