Es muy de agradecer la lectura compasiva y militante que hace Javier Morales de nuestro tiempo, naturaleza y letras. Su aportación en la sección de El Asombrario del 21 de septiembre sobre los hechos en Gaza no es una excepción
Apelo a su indulgencia si me atrevo a ver en el artículo del profesor Reyes Mate que comenta un pliegue más.
En los momentos álgidos es difícil
mantener una perspectiva global y ecuánime. Ello no es óbice para opinar o movilizarse
rápidamente. El tiempo se encargará de encajar las piezas, aunque a veces no lo
consiga nunca.
El debate sobre Israel, Gaza y Oriente Medio no lo va a dirimir la razón o sinrazón de una interrupción de la Vuelta Ciclista o el derribo de unas vallas en la Castellana, ni tampoco la exclusión o no de la política en las manifestaciones deportivas, culturales o científicas, aunque sí demuestra que lo político está en todo, en lo social como en lo personal. Muchos entendieron los Juegos Olímpicos de 1936 como una operación de blanqueamiento del nazismo; las organizaciones judías, entre otros, solicitaron boicotearlos y la España solidaria se negó a participar organizando en su lugar una Olimpiada Popular antifascista en Barcelona.
La actual actitud contemporizadora de Alemania y otros países de la
Unión Europea tal vez deba entenderse más allá de la pusilanimidad, de los
intereses económicos o de complicidades. El nacimiento del movimiento sionista
se produce en Europa a fines del siglo XIX, en la estela de los nacionalismos.
Hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial fue un movimiento minoritario
en las comunidades judías, al punto de que su Congreso fundacional, programado
originalmente en Múnich en 1897, tuvo que desplazarse a Basilea debido a la
oposición local de las comunidades judías, ortodoxa y reformista.
El principal objetivo del Congreso fue el de “establecer un hogar nacional para el pueblo judío
en Palestina, garantizado por el derecho público”. La creación de dos estados: Israel y
Palestina solo se consagró en la Resolución de la Asamblea General de las
Naciones Unidas de 1947 sobre la Partición
con Unión Económica de aquellos territorios entonces bajo administración
británica. Estos son los hechos documentales, pero lo cierto es que ni el Plan
de Partición de la ONU ni la posterior Declaración de Independencia del Estado
de Israel en 1948 hubieran sido ni remotamente posibles de no mediar la Segunda
Guerra Mundial, el Holocausto y las acuciantes circunstancias políticas y
sociales de posguerra.
Reunir a los judíos en Palestina iba a permitir a ambos
bandos deshacerse de la enojosa cuestión judía y libraría a los ganadores de la
obligación de reasentar en sus propios territorios a los cadavéricos
supervivientes del infierno nazi. Con el regreso de judíos a sus antiguas casas
ocupadas por intrusos renacieron mitos antisemitas, como el de asesinatos
rituales de cristianos, y se produjeron pogromos como el de Keilce, en Polonia,
donde otra vez se asesinaron judíos. Quedó claro que su regreso de la muerte no
era bienvenido; en la Europa militarmente ocupada por los aliados, cientos de miles terminaron
en los campos de refugiados sitos en los mismos lugares que antes fueron campos
de concentración.
Los países occidentales continuaron con sus políticas restrictivas a la inmigración previas al conflicto y, al finalizar el mismo, a la admisión de refugiados. Gran Bretaña, la potencia mandataria en Palestina, también limitó firmemente la llegada de refugiados hasta 1948.
Los nazis habían pretendido solucionar la cuestión judía mediante su exterminio, los
aliados vencedores, a su vez, se encontraron ante una coyuntura política irrepetible
que les permitió deshacerse de ese mal endémico en sus sociedades: el
antisemitismo, que nunca supieron resolver, barriéndolo culposa y convenientemente
bajo la alfombra de Palestina y haciendo
caso omiso de la presencia y oposición de la población local.
A la luz de los acontecimientos posteriores a 1948, se podría afirmar que el problema que se pretendió solucionar se trasladó a Israel/Palestina, donde permaneció latente o enquistado de incidentes, atentados, intifadas, ciclos bélicos y ocupación de nuevos territorios. El Holocausto, transformado en Israel en un nuevo punto de partida y en cuestión casi ritual, de culto a la supervivencia, omnipresente en la educación y las instituciones, fue revivido por el atentado del siete de octubre, volviendo ilusoria la seguridad que ofrecía el Estado y exponiendo a sus habitantes a una flagrante regresión ante la reaparición de su némesis. El objetivo declarado de la Carta Fundacional de Hamas no hacía sino agravar sus temores: “Israel existirá y continuará existiendo hasta que el Islam lo destruya…”.
Nada de lo anterior justifica la reacción desproporcionada, inhumana y
cruel del gobierno de Israel, pero serviría para explicar parcialmente la
conmoción emocional de parte de su población. También explicaría, y esta es la
principal razón de este escrito, la manera comedida con que el profesor Reyes
Mate reparte y asume responsabilidades sobre la cuestión judía a lo largo de
los siglos y que, en definitiva, estaría en el punto de partida de esta nueva
tragedia.
El extrañamiento entre palestinos e israelíes, además de pérdidas humanas, materiales y emocionales, es una herida que no sanará en el correr de nuestras vidas y es el peor de los legados para las generaciones venideras. Pero hay otro extrañamiento que empieza a esbozarse y podría acabar en un cisma identitario entre Israel y el judaísmo de la diáspora.
En esa tierra de luchas y mitos, me permito concluir recordando uno de
los misterios que rodean su historia, que es el de las Tribus Perdidas de
Israel que se han rastreado en Bombay, Karachi, Manipur, Etiopía y hasta en el Mississippi.
Hay quienes pretenden que se escondieron más cerca, en la misma tierra de la
que nunca se marcharon y no serían otros que los mismos palestinos. Parece
irremediable terminar hablando de esa tierra y del horror con voces bíblicas y
por qué no, de esperanza:
Profecía de Ezequiel: “Haré de ellos una sola nación en esta tierra, en
los montes de Israel, y un solo rey será el rey de todos ellos; no volverán a
formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos”. (Ezequiel 37:22).
Eduardo
Kahane (Montevideo, 1944)
es miembro de la Asociación Internacional de Intérpretes de Conferencias (AIIC)
desde 1975. Trabaja para los organismos de las Naciones Unidas y otras
organizaciones internacionales. Titulado por la Universidad Hebrea de Jerusalén
en Sociología y Antropología Social, fue profesor del curso para intérpretes
del Polytechnic of Central London e iniciador y primer
director del curso de interpretación de lenguas de la Universidad de Salamanca.
Dirigió el seminario El intérprete como comunicador de
la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo. Fue miembro del Consejo Mundial
de la AIIC y de sus comisiones de Investigación y Formación. Ha trabajado en el
Servicio Latinoamericano de la BBC, publicado crónicas en El País, supervisado, entre otros doblajes cinematográficos: Nell,
¿Conoces a Joe Black?,Contact, Salvar al soldado Ryan y Parque
Jurásico III, escribe ensayos, relatos, poesía, guiones y dirige y actúa en
espectáculos dramáticos y musicales. Ha publicado poesía y relatos en Cuadernos Hispanoamericanos, Index on Censorship y otras revistas.
También ha publicado «Tribunas libres» y crónica de libros en el periódico El País. Ha traducido del hebreo la obra de teatro de A. B.
Yehoshua, Siete días de mayo. Publica artículos y ensayos
sobre la interpretación de lenguas y los intérpretes en zonas de conflicto y
guerra en revistas profesionales y especializadas. Es autor de los poemarios Contratiempos
(Ediciones Vitruvio, 2017) y Los
lugares y las sombras (Olé Libros de Valencia, 2021).
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