Comparar al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, y los actos que lleva a cabo con la población gazatí con el canciller alemán Adolfo Hitler y el asesinato masivo contra judíos, gitanos, polacos, comunistas y otras etnias y colectivos, no es un ejercicio intelectual basado en la lógica, en la razón ni en la Historia, y por supuesto está bastante lejos de ser fruto de la honestidad intelectual. Otras analogías similares, tales como equiparar el sionismo extremista que maneja la nave del gobierno hebreo con el nacional-socialismo del segundo cuarto del siglo XX alemán, tampoco son pertinentes, a pesar de las atrocidades que el ejército israelí está cometiendo en la franja de Gaza. La tentación de establecer tales símiles es grande, sobre todo cuando vemos las imágenes de la población masacrada, privada de techo bajo el que cobijarse y presa de la desnutrición y del hambre, pues nos vienen a nuestra memoria las tantas veces difundidas viejas fotografías y fotogramas de los famélicos presos de los campos de concentración nazis y de los confinados en alguno de los guetos que organizó la administración alemana en ciertos territorios, como por ejemplo en Varsovia. La seducción de caer en estas comparaciones, fruto de la rabia e ira que provocan esas crueldades, es tanto más fuerte cuanto con más insistencia y crudeza recibimos la información y cuantas más víctimas se suman a la siniestra contabilidad de los fallecidos por inanición y por la artillería israelí. Se califica, cada vez con más frecuencia, la barbarie y los asesinatos del ejército israelí, como un acto de genocidio; y a partir de ahí, se pasa a la equiparación con las prácticas nazis, ya que el paradigma de genocidio es el asesinato en masa que perpetró el infausto III Reich no solo contra los hebreos, sino contra otros grupos humanos.

Se ha de recordar que, por desgracia, la utilización del hambre contra la población civil no la inventaron los nazis, aunque quizá ellos, dada la coyuntura histórica en que se desarrollaron estas prácticas, la desarrollaron de manera más sistemática, organizada y eficaz que nadie hasta entonces.

Lo mismo ha de decirse de otros crímenes de guerra que están sufriendo los gazatíes: desplazamientos forzosos, bombardeos masivos, destrucción de viviendas, hospitales, escuelas, redes de conducción de aguas y otros servicios etc. por no hablar del acto ilícito que está en la base de todo ello: la ocupación ilegal de un territorio extranjero.

El hecho de que algunos intelectuales y activistas defensores de los palestinos (y el que suscribe se considera igualmente valedor de sus derechos) utilicen esta táctica dialéctica, más provocadora que otra cosa, no hace ningún favor a la causa que se pretende defender. Más que nada porque, si las comparaciones suelen ser odiosas, esta además es falsa. No voy a extenderme mucho en argumentar este razonamiento puesto que no hay más que remitirse a cualquier manual de Historia del III Reich. Esgrimiendo este tipo de equivalencias se dan armas intelectuales al gobierno de Netanyahu y a sus defensores quienes consideran este tipo de calificaciones un mero menosprecio a la Historia y al sufrimiento del pueblo hebreo injuriando así donde más se puede ofender, favoreciendo de este modo la estrategia de los que acusan al movimiento propalestino de antijudío. Netanyahu no es Adolfo Hitler y el estado de Israel no es el III Reich. Si hacemos comparaciones deberíamos más bien referirnos, por poner un par de ejemplos, al Harry Truman de 1945, o al gobierno y al ejército franceses de la conquista de Argelia. El ejército de Israel ha asesinado aproximadamente a setenta mil civiles desarmados en veintidós meses. El estadounidense con tan solo dos bombas a más de cien mil japoneses indefensos en apenas unos segundos, a los que se sumarían otros tantos durante los meses posteriores al bombardeo. Truman nunca fue juzgado (ni siquiera inculpado) como criminal de guerra, y mucho menos siquiera por intento de genocidio. Lo mismo se puede decir de las autoridades francesas: nunca pagaron por sus crímenes. Netanyahu, que lejos de ser nacionalsocialista es simplemente un presunto criminal de guerra ha de ser acusado (de hecho, ya lo ha sido por el Tribunal Penal Internacional) y juzgado por ello. Y sería más que conveniente, no solo para la humanidad entera sino para los propios ciudadanos de Israel, que fueran las instituciones de este país quienes lo apresaran y procesaran. Por ello, los activistas propalestinos que hacen tales comparaciones con elevado ardor harían muy bien en enfocar correctamente sus equivalencias históricas y en corregir su estrategia política, por ejemplo, apoyando con igual énfasis a quienes están en la primera línea de la batalla, es decir los no pocos movimientos ciudadanos israelíes que se oponen a Netanyahu y a toda la camarilla extremista que lo sustenta y que defienden que sean llevados ante un tribunal.



La matanza de los inocentes, de Nicolas Poussin