Paul Cézanne, Los jugadores de naipes, primera versión
c.1890
Uno,
que había salido brevemente del juego, levantó la punta la cortina y vio que
llovía, pero se abstuvo de hacer algún comentario. Acabó el whisky que tenía en
el vaso y se resignó a no seguir tomando. Lo mejor era mantenerse lúcido. Mesa
brava, se dijo, miles estaban en juego, aunque se veían escasos billetes y
algunos papeles. La concentración era absoluta. También el silencio.
El
Recio dijo algo así como quiero y empujó varias fichas hacia el centro de la
mesa. El Sastre hizo un gesto ambiguo y quizás estuviera arrepentido por su
apuesta, a lo mejor pensando que nadie iba a enfrentarlo. Se olvidó de que el
Recio era de los jugadores imprevisibles, nunca se sabía hacia dónde iba a
disparar.
El
de la cortina (que en realidad ya no jugaba, se había quedado sin resto) se
preguntó qué estarían apostando de verdad. Era una mesa donde prevalecían los
sobreentendidos. ¿Una casa? ¿La empresa de los plásticos? ¿Dinero que no se
encontraba en el país? Una mujer, pensó. Allí eso también era posible.
Probable.
Por
una conversación en voz baja que pescó al vuelo supo que El Recio quería a la
mujer del Sastre, vaya a saberse si ella estaba enterada. Suponía que ese era
el centro del juego, que el Recio había tomado un camino ladino para llegar al
último enfrentamiento. Raro, nada se aclaraba en la mesa. A lo mejor se trataba
de otra cosa. Había entrado en la mesa por error y se dejó llevar. Tanto, que
ahora era demasiado tarde para él.
Cuando
vio que las montañas de fichas aumentaban sin solución de continuidad
comprendió que debía salir de ese juego al filo de la muerte. Dijo palabras que
nadie entendió levantándose de la mesa y se dedicó a observar lo que estuviera
ocurriendo. Un teatro de mudos que debía interpretarse. Así las cosas, los
detalles se le escapaban.
Lo mejor hubiera sido
retirarse del lugar cuanto antes y no volver a pisar ese lugar extraño y
contradictorio, en el que no tenía cabida. Lugar inseguro, los riesgos existían
y de producirse algún entrevero no sabría cómo actuar. Pero la curiosidad podía
más. También su error tremendo de gastar lo que no le pertenecía.
Nunca
debí jugar. Me quedé sin un centavo. ¿Cómo lo explico? Había apostado dinero
ajeno y su presencia en la mesa de los grandotes y pesados resultó consecuencia
de un error. Creyeron que era el dueño de la empresa donde trabajaba y
tontamente enmudeció, permitiendo que lo consideraran por lo que no era. Menos,
para contarle al que debía entregar el dinero de su patrón (no se conocían
personalmente, era el pedido de un amigo en común y el empresario no pudo
negarse. Tampoco hacerse presente a ese lugar tenebroso, así que -también por
su propia preservación- mandó al empleado. No al de confianza sino al que había
quedado trabajando para superar un error que cometiera durante la mañana).
“Vaya
-dijo el patrón- entregue el paquete a Samaniego de parte de Arce. A mí no me
nombre. Vaya, entregue, salga, no mire ni diga nada”.
Instrucciones
claras. Pero el juego tienta como cuchara que se mete en el cerebro al que
vuelve sopa blanda en dos segundos. Para él fue un segundo. Y no aclaró nada
salvo palabras sueltas nombrando (eso sí, en voz muy baja, apenas si podía
hablar) creyendo que era el propietario (tampoco lo conocían) y no su
empleadito lo invitaron a sentarse.
Descerebrado,
sacó del portafolios la fuerte suma que acomodó en la mesa y así ganó prestigio
y leves movimientos de cabeza. Pero perdió todo minutos más tarde.
Quedó
ahí, entontecido. Sí, como quien recibe el golpe brutal en la cabeza o la peor
noticia. Era una trampa que terminaba de tenderse. Un bruto animal inmaterial
comenzó a destrozarlo. Se levantó, pasó a un baño apestoso en el que lloriqueó
en silencio mientras se lavaba la cara. No sabía cómo salir de la situación que
se terminaba de regalar.
Volvió
a la habitación saturada de humo y sudor y se sirvió un vaso de whisky mientras
los dos colosos se estaban enfrentando a muerte. Era demasiada tensión para él
así que decidió salir del lugar apestoso y pasó al pasillo, donde pudo respirar
otro aire. La ansiedad, el temor, los nervios, la ausencia de futuro lo
sorprendieron de pronto atacándole el corazón para matarlo.
Se
encontró a sí mismo tirado largo a largo en el pasillo felizmente desierto. Con
grandes esfuerzos logró incorporarse y, sentado en una saliente, de a poco
recuperó el equilibrio. De pronto el silencio se vio interrumpido por voces
broncas provenientes de la habitación insonorizada donde se jugaba el mundo.
Volvió
a entrar sin hacer ruido. Dentro se escuchaba mejor, una discusión en voz baja
que iba in crescendo, acusaciones mutuas en constante aumento. Hablaban, sin
gritar, pero ya roncos, el Recio y el Sastre. Los otros dos callaban. Se había
asomado al centro del cubículo comprobando que solo los jugadores que peleaban
o no peleaban por la desconocida o por lo que fuera estaban sentados, las
cartas desparramadas sobre la mesa. Retrocedió, porque estaba metido en un
escenario en el que no tenía cabida.
Se
disponía a irse definitivamente cuando, raudos, pasaron a su lado los dos que
no participaban de la pelea. No tuvo tiempo de reaccionar porque escuchó algo
así como silbidos. El golpe atenuado de un cuerpo que cae sobre el piso
alfombrado.
Otro
silbido. Un segundo ruido similar.
Silencio.
Ominoso.
Tratando
de evitar ruidos se acercó al cubículo y vio a los dos hombres reventados de
sangre, uno en el suelo, el otro a medio sentar y apoyado sobre la mesa. Aún el
Recio mantenía el arma con silenciador, relativamente pequeña y eficaz, con la
que había matado al Sastre, a quien había reventado su cabeza de un disparo.
Tomó
su pañuelo y acercó su mano envuelta al cuello de uno, luego del otro. No
respiraban. Se habían ido.
Buscó
el vaso con el que había tomado el whisky y lo limpió. Se proponía hacer lo
propio en el baño, pero comprendió la inutilidad del esfuerzo: había dejado
huellas por todas partes.
Su
portafolios le permitió recoger fichas, papeles, algo de dinero. No se despegó
del pañuelo cuando en silencio se retiró no sin antes apagar la luz.
Carlos
Roberto Morán. Soy un escritor nacido y residente en la ciudad de
Santa Fe, Argentina. Libros publicados: Territorio
posible (México, 1980), Noticias desde el sur (México,
1986), Noticias de Sergio Oberti (Argentina, 1990), Ella
cuenta sobre el mar (Argentina, 2006), Historia del mago y la
mujer desesperada (Argentina, 2012), Tríptico de Verónica y
otros cuentos (Argentina, 2017), Lo cierto, lo probable, lo
imposible (Argentina, 2019), Las cosas suceden (Argentina,
2020), Las cosas suceden (reedición, Estados Unidos,
2021).
Tiene su blog: https://morannoticiasdesdeelsur.blogspot.com.ar
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