Hay una foto de Chirbes, en la galería de su casa en Beniarbeig, en la que mira con una sonrisa triste todo el valle hasta el Montgó y las lejanas torres de la primera línea de playa, en la que parece pensar lo que escribe en sus diarios: ‹‹He aceptado que este es mi paisaje, ciudad continua, insomne, que no deja de agitarse. La contemplo a diario desde la frontera de mi casa, en la ladera de Segaria, un mirador que a la gente le parece privilegiado, pero que a mí se me hace más bien cuarto de torturas: No hay ni un día en que no descubra otras máquinas arrancando naranjos, almendros u olivos; otras palas abriendo los cimientos de nuevas urbanizaciones››. Esa es la radical aportación del escritor, de cuya muerte se cumplen ahora diez años, la de ver donde los demás no vemos nada; o, dicho de otra manera, la de situar el punto de vista de sus libros donde nadie lo pone. A los que se quejan de que son demasiado amargos, les responde: ‹‹Qué le voy a hacer, escribo lo que veo››. La obra de Chirbes a los diez años de su muerte, como ya lo era mientras vivía, es un aldabonazo en nuestras conciencias. Sus libros, como quería Kafka, son esa hacha que rompe el hielo que llevamos dentro; no es posible seguir viendo la realidad que retratan igual que antes de leerlos: es un novelista demoledor.

Nació cerca de allí, en Tavernes de la Valldigna, en un año, 1949, en el que la larga posguerra estaba muy presente, una época llena de historias terribles, silenciadas por la imposición oficial y el miedo de las familias, que Chirbes se encargará de contar más tarde. Antes de cumplir los cinco años su padre, peón ferroviario, se suicidó y al cumplir los ocho su madre, guardabarreras, lo envió al colegio de huérfanos ferroviarios de Ávila. Allí conoció la nieve. Es el primero de los internados: León, Salamanca, Madrid, por los que pasará para completar sus estudios; un recorrido nada habitual, y solo posible por el empeño materno, ya que lo normal hubiera sido que a los diez años se hubiese puesto a trabajar.




En León ve mucho cine, una afición que tenía desde bien pequeño, y en 1964 se traslada a Salamanca para cursar 5º y 6º, el bachillerato superior, y como en anteriores internados sigue siendo lector en el refectorio y el encargado de la biblioteca. Convive con numerosos compañeros, procedentes de distintos puntos de España. Todos los veranos vuelve a casa con su familia para pasar las vacaciones y allí recoge la memoria familiar ‹‹cargada de historias –algunas tremendas–, aunque discretamente guardadas››. Una de esas historias es, a buen seguro, la del tío condenado a muerte después de la guerra, pena conmutada por la de cadena perpetua, que sobrevivirá en la cárcel gracias al apoyo de su hermano y su cuñada, y que, al salir, acabará traicionándolos, uniéndose, para medrar, a los poderosos y los vencedores: las fuerzas vivas del pueblo. Esta traición, que contraviene toda la moral que Chirbes ha mamado, será el tema no solo de La buena letra donde la desarrolla, sino de muchas otras novelas del escritor.

En 1966 llega a Madrid para estudiar PREU y al año siguiente se matricula en Filosofía y Letras en la Complutense, lee El extranjero y La náusea y se empapa de textos de cristianismo social y de materialismo marxista. Por otro amigo empieza a ir al Pozo del Tío Raimundo a poner en práctica la ayuda y el activismo que ha aprendido en los libros y que lo llevará a pasar tres días en la Dirección General de Seguridad. En 1969 va a París y queda fascinado por la capital francesa, un hechizo que nunca terminará. Se queda seis meses, fregando las oficinas del Herald Tribune para mantenerse, y se empapa de cine, de los clásicos franceses, del nouveau roman y de literatura marxista. A la vuelta continúa con sus actividades políticas y acaba en la cárcel de Carabanchel, aunque tendrá suerte porque saldrá a los veinte días gracias al indulto Matesa. Aprovecha la mili en Valencia para leer mucho y, al terminarla, se licencia en Historia y trabaja en diversas librerías madrileñas. Colabora desde el primer número de Ozono (1975), revista alternativa y contracultural, hasta su desaparición y en otras como ReseñaCuadernos para el Diálogo La Calle.

Es en ese momento, 1978, cuando se produce un cambio en la sociedad española que pilla a contrapié a Chirbes. Muchos jóvenes, y no tan jóvenes, que habían puesto empeño e ilusiones en el cambio político, se vieron defraudados por la realidad que desembocó en los Pactos de la Moncloa y en la Constitución. Es lo que se llamó El Desencanto, por la película de Jaime Chavarri de unos años antes. Esa desilusión generalizada fue en el caso de Chirbes, un verdadero trauma que tuvo una gran repercusión en su vida y en su obra. Lo vivió como una auténtica traición, incluyendo en ella a los antiguos compañeros que se acomodaron a los nuevos tiempos. En 1979, desubicado y sin ganas de entender la situación, se marcha a Marruecos. Allí en la Universidad de Fez, en teoría, había una plaza de profesor de español, que al llegar no existía, pero afortunadamente, con la ayuda de otros profesores, encontró otra. Daba clase dos o tres días a la semana; se instaló en un pueblo del Atlas Medio, Sefrou, presidido por una montaña blanca, desde donde tenía un trayecto de una hora y media hasta Fez. Nueve años más tarde Mimoun, que es el nombre en el que se transmuta el de su pueblo, será la primera novela publicada del escritor y es la crónica de ese periodo opresivo en el que la atmósfera se convierte en un protagonista más. Manuel llega a Marruecos y encuentra un precario trabajo de profesor huyendo de un Madrid y de una España que no le gusta. La aventura de ese año largo transcurrido en Mimoun está a punto de acabar con su vida, sin que se sepa muy bien a qué se debe el peligro, pero este se hace evidente con la muerte de Charpent, un poeta francés de su mismo círculo. Es una novela sobre la aprensión, sobre el empantanamiento por el que el protagonista navega presa de sus indecisiones mientras se sumerge en el alcohol, el hachís, el sexo con hombres y con prostitutas, perdiendo la perspectiva de cuál es su lugar, si el de extranjero, el de local o ninguno de los dos. Aunque con apuntes sociales, es una novela lírica que, en esto, se asemeja a la última publicada tras su muerte París-Austerlitz, como si las dos fueran la apertura y el cierre del paréntesis de la narrativa de Chirbes.




Pero antes de ni siquiera plantearse escribirla, volvió a Madrid en 1981, colaboró en diversas publicaciones y terminó otra novela, Las fronteras de África, que quedó finalista del premio Sésamo, pero que nunca se publicó. Un año después empieza su andadura en Sobremesa la revista de cocina, vino y cultura de Vinos Selección, que se prolongaría durante más de veinte años y que sería su trabajo remunerado más estable. Le permitió visitar numerosos países de todo el mundo y escribir sobre sus costumbres, tradiciones culinarias y arte autóctono. Algunos de estos reportajes se recogerían mucho después en Mediterráneos (1997) y El viajero sedentario (2004).

De ese año, 1984, son las primeras entradas de sus Diarios, publicados póstumamente, y con toda probabilidad una de las hazañas diarísticas más importantes de la literatura española. Por ellos podemos saber que tenía una relación con François, un obrero normando, treinta años mayor que él y residente en París, que le había acogido en su casa en uno de sus numerosos viajes a la ciudad de la luz. Esta relación, apasionada, tormentosa, sobre todo por los celos de su pareja, y con final desgraciado, es la que le inspirará una novela en la que trabajó veinte años y que solo se publicó después de su muerte: París-Austerlitz. En junio de 1986 nos da cuenta de que está escribiendo la novela sobre Marruecos (Mimoun) y poco más de un año después se la envía a Carmen Martín Gaite, a la que conocía de antes y que tenía fama de actuar de madrina con los escritores noveles. A la escritora le gusta y se la envía a Jorge Herralde, de Anagrama, que poco después le dice que la publicará y se convertirá en su editor para toda la vida. Un año más tarde se encontró con su primer libro en la calle.

Ese mismo 1988 conoce en La Bobia, un bar de El Rastro, a Paco, quien le habla de un pueblo, Valverde de Burguillos, cercano a Zafra en la provincia de Badajoz. Chirbes, al que el puesto en Sobremesa le permitía trabajar a distancia y que tras la emocionalmente tempestuosa estancia en Marruecos no había conseguido arraigarse en Madrid, decide trasladarse allí: ‹‹Un pueblo blanco, limpio, luminoso, fachadas encaladas, todo pura subvención. Mi casa, por un lado, daba a la plaza del pueblo, y por el otro, a un olivar y a las lejanas colinas››. Las razones de la mudanza solo las sabe él, pero entre ellas está su inadaptación a la nueva realidad de la sociedad española y su rechazo a ‹‹los arribistas de ambos bandos que habían tomado el poder de la nueva España y escribían la historia a su medida››, los que coparon los puestos políticos y adoptaron la cultura del pelotazo característica de esos tiempos. De eso trata En la lucha final (1991) que es un anticipo de lo que luego desarrollará en su trilogía de Madrid. Una novela urbana de personajes jóvenes que dan su versión de los hechos, que a su autor le pareció, posteriormente, sobrescrita, con un lenguaje artificioso, poco natural, y pidió que no se volviera a editar.

Por el contrario La buena letra (1992) es un paso importante en la trayectoria literaria de Chirbes y, a la vez, una de sus novelas más entrañables. Hay algo muy próximo y familiar en esa narradora, Ana, ‹‹una voz que le devuelve el pasado al hijo que quiere convertir la casa familiar en un solar››. El libro es un ‹‹depósito de toda la cantidad de energía, de sufrimiento acumulado durante cuarenta largos años y que amenazaba con extinguirse [...] Un fondo literario en el que poner a salvo —o almacenar— parte de aquel dolor de mis padres››. Durante meses no consiguió liberarse del impacto emocional que le supuso escribir esta novela. La leía dos o tres veces al día. Se ponía a llorar, le tocaba un nervio que había aflorado al exterior, en carne viva. El libro está dedicado ‹‹A mis sombras››, es decir a los que ya no están, entre ellos François, su antiguo amante que acababa de morir.

Los disparos del cazador (1994) es el complemento perfecto de La buena letra al modo de esos cuadros que se exhiben juntos formando pendant, y así lo entendieron autor y editores al publicar las dos nouvelles unidas en un solo volumen con el título de Los pecados originales en 2013. El segundo título ha recibido, comúnmente, menos buenas opiniones quizás porque el narrador y protagonista forma parte del bando de los vencedores. Pero una lectura atenta hace que este Carlos, que cuenta desde su vejez, sea también un fracasado como Ana. En los dos libros sale Misent, un trasunto de Denia, que aparecerá en otros libros de Chirbes. Desde allí partió el protagonista con una mano delante y otra detrás a Madrid para convertirse en un empresario inmobiliario de éxito: ‹‹Porque todo esto, todo lo que abarca tu mirada, esta enorme extensión de tierra miserable, hasta aquellas montañas, no es más que un inmenso solar que está esperando que alguien tenga la cortesía de edificarlo››. La vida de Carlos, el narrador, ha estado presidida por el rencor, primero hacia sus suegros que le ningunearon hasta que se tomó cumplida venganza y hacía su propio padre que no le perdonó que se casara con la hija del jefe. Y ahora, muerta su mujer y su hija, por el rencor del hijo, que aborrece y se avergüenza de la forma en que consiguió su fortuna, pero que, hipócritamente, se aprovecha de ella. En palabras de su autor tanto este libro como el anterior querían ‹‹dejar constancia de la tremenda ilegalidad sobre la que se asentaba cuanto estábamos construyendo››.

Con su siguiente novela La larga marcha (1996), Chirbes inicia un ciclo de tres en las que hace su autocrítica y es también una crítica de su propia generación: los nacidos alrededor de 1950 que bajo el influjo del mayo del 68 francés y el más lejano del Berkeley americano intentaron trasponer esos movimientos de cambio a la agonizante, aunque aún firme, dictadura franquista. Se fija en los que, como él, militaron en partidos de izquierda y acabaron decepcionados profundamente. En la primera parte muestra un variopinto caleidoscopio de personajes, situaciones y orígenes geográficos que representan la sociedad española de posguerra. Esto llevó a algún crítico a achacarle que hacía arqueología literaria y a equiparar la novela a los libros de José María Gironella. Él se defiende y argumenta que sus novelas no son novelas históricas, ‹‹sino textos que aceptan que no hay narrativa que no esté cruzada por la historia›› y que si revisa al pasado es para utilizar la estrategia del boomerang: volver atrás para comprender el momento presente. Así lo hacían Balzac y Galdós, a los que Chirbes tiene por maestros. En la segunda parte los hijos de aquellos personajes se agrupan en Madrid alrededor de la Facultad de Filosofía y Letras y en los bares de la Moncloa y Argüelles debatiendo teorías políticas. El libro no es solo una foto política de aquellos años, es una crónica social y, sobre todo, el retrato de unos personajes que arrastran sus miserias, sus complejos y alegrías hasta que el grupo es detectado por la Brigada Político y Social y algunos acaben en la DGS.

Con esta novela adopta el perspectivismo es decir la construcción de una narración coral en el que cada personaje muestra su punto de vista. Está escrita en tercera persona, pero Chirbes, tan sensible a estos temas, huye del narrador omnisciente y autoritario que no quiere utilizar y deja que mediante el estilo indirecto libre, cercano al monólogo interior, cada protagonista muestre sus intereses y hable con su propia voz. Para él la novela es un ejercicio de indagación, de búsqueda de uno mismo entre las historias y razones de los otros; del cruce de miradas; del intercambio de puntos de vista, extrae lo mejor de sí misma la narrativa. No hay nada que le satisfaga más que poder equiparar su labor a la de los obreros, de los artesanos, comprobar que sus libros, como las paredes, las puertas y los grifos son fruto del trabajo. Suscribe la afirmación de Hermann Broch –un escritor que alcanzó un nivel artístico inconmensurable– de que hay que liberar la actividad artística de la tarea decorativa (la belleza por la belleza) y reafirmar su función ética. Pero siendo conscientes de que la palabra ética suele llevar a engaño: ‹‹Hablas de ética y parece que suenan los violines cuando –hoy y siempre– la palabra lleva una ofensiva carga de desazón y violencia››. Es decir, la ética como herramienta de demolición.

Cuatro años después, Chirbes entrega la segunda novela de la trilogía: La caída de Madrid (2000) que es también una novela coral que transcurre el 19 de noviembre de 1975, la víspera de la muerte de Franco, entre las seis de la mañana y las ocho de la tarde. Presenta un racimo de personajes de distinta extracción social más o menos relacionados con la familia Ricart, cuyo patriarca cumple 75 años. Se divide en dos partes y en cada capítulo el narrador, con técnicas parecidas a las del libro anterior, presenta a los personajes y les da rienda suelta para construir su propia historia y completar el fresco del momento, en el que hay miedo al cambio que pueda llegar, o esperanza, o descreimiento y en el que cada uno ahoga sus contradicciones. Aparece reflejada la burguesía mercantil y sus adláteres: policías,  abogados, y la clase opuesta: obreros, sirvientes y revolucionarios, pero se echa de menos la presencia de la masa gris y silenciosa que componía la mayoría de la sociedad española de ese tiempo.




           Para entonces ya se había mudado, después de doce años de vivir allí, de Valverde de Burguillos a Beniarbeig, cerca de Denia, donde vivía su hermana. Poco más tarde, algo decepcionado, escribe: ‹‹No soy de este pueblo, ni quiero serlo. En Valverde tuve la sensación de que —a la contra de las fuerzas vivas, en continua pelea— lo era, me interesaba el bienestar de aquel pueblo, la felicidad de la gente. Aquí me da exactamente igual››.

Con Los viejos amigos (2003) Chirbes cierra el ajuste de cuentas con su generación que había empezado con La larga marcha. En esta ocasión ya no hay personajes de otras edades, todos son coetáneos. La novela es un duro inventario de adonde han ido a parar las vidas, pero sobre todo las ilusiones, las ideas, de los que un día tuvieron un objetivo común: la lucha contra la dictadura. Es en palabras de su autor: ‹‹El paso de una generación desde el lugar de las víctimas al de los deshechos››. Al publicar la primera edición tuvo el valor de incluir una dedicatoria con los nombres de sus viejos amigos reales que inspiraron la historia, pero es posible que no tuviera una gran acogida porque en ediciones posteriores desapareció. Es evidente que esta novela culmina un ciclo. El autor tras escribirla se sintió vacío, con la sensación de que el pozo se había agotado y ya no tenía nada más que decir; y para aumentarla N., un universitario que estaba escribiendo una tesis sobre su obra, era de la opinión de que ese iba a ser su último libro. Afortunadamente, no fue así.

Continúa haciendo numerosos viajes, muchos para Sobremesa, aunque decepcionado con el proyecto empieza a desvincularse de él –lo abandonará definitivamente en 2006–. Escribe un cuento largo, El año que nevó en Valencia, inspirado vagamente en su infancia y publica El novelista perplejo, un volumen de reflexiones literarias sobre los autores que más le interesan. Sus libros siguen teniendo mejor acogida fuera de España que aquí: La buena letra queda finalista del premio europeo de los jóvenes y en 2007 será elegido libro del año en Colonia.

Él, mientras tanto, se embarca en la escritura de una nueva novela que le supondrá un tormento. Aunque siempre ha dudado: ‹‹Pocas veces se encontrará un tipo menos capacitado para escribir que yo››, es impresionante leer en sus diarios el sufrimiento que le provoca este libro, y lo cerca que estuvo de destruirlo o de meterlo en un cajón. Lo revisa, lo modifica, lo trabaja hasta que un día se lo envía a Herralde, que después de unas semanas le contesta diciendo que le parece el mejor de los suyos. Se trata de Crematorio (2007), ‹‹una novela sobre el estado del alma humana a principios del siglo XXI››, que le supondrá el éxito que tantas veces se le había negado. Expulsado, por fin, el trauma de la traición de su generación, Chirbes echa la vista al exterior y lo que ve no le gusta. Su novela, un retrato de la economía especulativa, es premonitoria del estallido de la burbuja inmobiliaria que traería la mayor crisis financiera en ochenta años. Rubén Bartomeu, constructor, nos habla de su hermano Matías que yace en una camilla del tanatorio recién fallecido y de su amigo Brouard, los tres antiguos izquierdistas que, cada uno a su modo, han traicionado aquello por lo que apostaban en su juventud. También desfila el resto de la familia: su segunda mujer Mónica, treinta años más joven que él, su hija Silvia, que le recrimina su rapacería y se aprovecha de ella, y el resto de personajes que parlotean alrededor del muerto; el resultado es desolador: el de una sociedad cínica, nihilista, en la que nadie se salva. Quizás solo los que ya no están, los que sufrieron las circunstancias de su época: la miseria, la derrota o la persecución o decidieron no sufrirlas quitándose de en medio.




Crematorio obtendrá el reconocimiento de la crítica y del público y será considerada una de las mejores novelas españolas de lo que va de siglo. En 2010 publica Por cuenta propia, un conjunto de artículos donde recoge buena parte de sus ideas sobre literatura y política. Y cuando ni él mismo sabía si iba a seguir escribiendo se descuelga con En la orilla (2013) que obtendrá todos los premios y superará en repercusión a Crematorio.

Es una novela que reniega de la trama y habla de todo: del dinero que sirve para comprarles la inocencia a los descendientes; sobre la frágil clase obrera que se creyó clase media; sobre la desesperanza, la posguerra y el maquis; sobre los inmigrantes humillados; sobre la amistad; sobre las historias familiares y la de Misent, y, por supuesto, sobre lo que queda después de la crisis, tan profunda, que desde el primer momento está relacionada con la muerte y la podredumbre. Una novela centrífuga que necesita una fuerza centrípeta que nos dé una visión del mundo y evite que se disperse. Esa fuerza es Esteban, de setenta años, que ha cerrado la carpintería, arrastrado por la quiebra de Pedrós, constructor y comerciante, dueño de medio pueblo, que ha desaparecido. Esteban vive con su padre impedido de noventa y tantos, y nota como sus amigos, con los que juega la partida en el bar, buitrean sobre su desgracia. La conclusión es que el dinero, la ambición, lo corrompe todo: las relaciones familiares, la amistad, el afecto, el amor, y que, por mucho que se disfrace: ‹‹No hay riqueza inocente››.




El 15 de agosto de 2015, a consecuencia de un cáncer de pulmón fulminante diagnosticado unos días antes, murió Rafael Chirbes. Su obra ha superado bastante bien ese segundo entierro literario que suele darse tras el fallecimiento de un autor. Quizás porque su éxito fue tardío, todavía resuena el estruendo de Crematorio y En la orilla. Y, sobre todo porque la publicación de las más de dos mil páginas de sus diarios en tres volúmenes, y en tres años consecutivos, han sido un acontecimiento literario de primera magnitud. En ningún sitio como en ellos se puede encontrar cumplida su máxima de ‹‹pasar de la retórica a la verdad››.

La casa de Beniarbeig donde vivió sus últimos diecisiete años es hoy la sede de su fundación. El jardín, o el huerto que también lo tuvo, es amplio pero no demasiado grande. En la planta baja está la cocina con cacharros de cerámica de Fregenal de la Sierra en recuerdo de su paso por Extremadura. Hay también un comedor con una cómoda, que viajó de Madrid a Valverde de Burguillos y luego hasta allí, llena de fotos y recuerdos personales. En las estanterías, libros de historia y poesía. En la planta alta se encuentra la galería acristalada con vistas a los naranjos y al mar, y la habitación más grande, el estudio biblioteca, que probablemente fue también dormitorio, donde se pueden ver sus estilográficas, las libretas en las que escribió a mano los diarios que luego pasó a limpio en el ordenador, y que están encuadernados en espiral al lado. Entre los libros hay ediciones subrayadas de Galdós, de Carmen Martín Gaite, todas las ediciones de sus obras, muchas de sus traducciones (al chino, al sirio), libros de los que escribió el prólogo y varios miles más, descontando los que donó a bibliotecas de la zona y a otras instituciones. También hay veinte mil diapositivas producto de sus viajes para Sobremesa, encuadernaciones de todos sus artículos en esta revista, más de quinientos estudios sobre su obra y decenas de entrevistas.




La fundación facilita el acceso a todo este legado, la visita es un placer para cualquier admirador. Chirbes es ya un clásico de la literatura en castellano, hay una línea que le une con Galdós, con el mejor Sender (Imán), con Arturo Barea, con Max Aub, con Juan Marsé, que explica, mejor que muchos manuales de historia, la vida pública y privada de este país. Su casa, sus libros, sus objetos están a disposición de cualquiera que quiera acercarse a Beniarbeig, un lujo.

Leamos y gocemos los libros de Chirbes que ante la disyuntiva de ayudar a levantar el retablo de las maravillas que encandila o intentar echarlo abajo, decidió lo segundo, y que con su pelea insobornable nos marcó el camino a seguir en estos tiempos turbulentos.



[Sirva este artículo publicado este 15 de agosto, décimo aniversario de su fallecimiento, como homenaje a la vida y obra de Rafael Chirbes.] 







Jesús Javaloyes, Madrid 1957, como Borges está más orgulloso de lo que ha leído que de lo que ha escrito. Entre otras cosas porque de lo escrito todavía no ha publicado nada. A los veintitantos tuvo que decidir entre la informática y la literatura y optó por la primera porque su familia ya había pasado bastantes miserias. Fue programador de ordenadores, como Coetzee, y durante treinta y cinco años se empeñó en sacar adelante la pequeña empresa que había montado. Hace diez pensó que tenía otra vez tiempo y volvió a escribir. Ha frecuentado talleres literarios y escritores con notorio perjuicio para su hígado y enviado algunos relatos a concursos de los que, sorprendentemente, no todos han tenido éxito. Su última novela Los mapas mudos aún no ha sido editada.