Las
sociedades establecidas sobre el deseo mimético generan una inquietud doble: la
del poseedor de algo valioso frente a los que ambicionan lo suyo y la de
quienes quieren arrebatárselo. Las sociedades se vuelven inevitablemente
violentas, marcadas por la rivalidad: obtener lo que el otro tiene. El deseo
exaspera al poseedor (azuzado por el deseo rival) y a sus rivales (que compiten
con él). La tensión amenaza con llevar a un conflicto destructivo de todos
contra todos y, por eso, se hace preciso descargarla de algún modo. El
procedimiento para ello es el chivo expiatorio. La violencia intrínseca de la
sociedad se ejerce sobre un individuo, un grupo o un ente simbólico que todo el
cuerpo social rechaza, al que culpa de su propio malestar y al que elimina. En
la muerte del chivo, la sociedad queda aliviada y se siente unida. Esto, claro,
solo ocurre momentáneamente, pues la raíz del conflicto no ha desaparecido y,
al cabo de un tiempo, será preciso sacrificar a otro chivo expiatorio.
Ha
sido la Biblia en su condena de la envidia y la agresividad contra el otro («No
codiciarás la casa de tu prójimo… ni nada de lo que le pertenezca», Éxodo 20, 17) y, sobre todo, el
cristianismo las instancias que han revelado la perversidad de ese
funcionamiento. Por un lado, el miembro de una sociedad confunde la verdad de
su deseo (que desconoce) y lo suplanta por el deseo mimético; por otro, el
chivo expiatorio es una víctima inocente que sufre por la conveniencia de un
cuerpo social. Cuando se condena a Jesús de Nazaret se hace bajo el dictum de
Caifás: «¿No os dais cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por
el pueblo, a que toda la nación sea destruida?» (Juan 11, 50). El cristianismo, dice Girard, ha puesto al
descubierto la maldad de este sistema: la cruz nos muestra que la víctima
propiciatoria es inocente, que su sufrimiento es injusto; revela una verdad que
se había mantenido oculta y actuante desde el origen del hombre: que el deseo
mimético engendra muerte. Desde entonces, las sociedades se han visto obligadas
a mirar de frente al que muere víctima de la violencia del grupo y han sido
forzadas a romper ese mecanismo ciego que, a cambio de un alivio pasajero,
destruye a otros.
Para
Girard, hoy, cuando el Cristianismo va perdiendo peso en la configuración de la
cultura occidental, sin embargo, su enseñanza central ha sido asimilada por las
sociedades hasta el punto de colocarla como un absoluto ético. «Hay una
preocupación por las víctimas, y es esa preocupación, para lo mejor y lo peor,
el elemento dominante de la monocultura planetaria en que vivimos». «Todas las
grandes formas del pensamiento moderno están agotadas, desacreditadas, de ahí
el surgimiento de la preocupación por las víctimas [...] Nuestro nihilismo es
un falso nihilismo. [...]. Cuando, en realidad, [la preocupación por las
víctimas] constituye una flagrante excepción a nuestro vacío de valor. A su
lado, ciertamente, no hay más que desierto, pero igual ocurre con todos los
universos dominados por un absoluto» (Veo
a Satán caer como el relámpago, 230). El reconocimiento y la salvaguarda de
las víctimas sería una conquista moral que caracteriza nuestro mundo y que, en
esto, es heredero de la fe cristiana. «Para que nuestro mundo se libre
realmente del cristianismo, tendría que renunciar de verdad a la preocupación
por las víctimas, y así lo comprendieron Nietzsche y el nazismo» (Íbid., 232) escribe René Girard, y
recoge una significativa cita del filósofo alemán: «El cristianismo ha tomado
tan en serio al individuo, lo ha planteado tan bien como un absoluto, que no
podía ya sacrificarlo; pero la especie sólo sobrevive mediante los sacrificios
humanos [...]. La verdadera filantropía es dura, se obliga al dominio de sí
misma, porque necesita el sacrificio humano, ¡Y esta pseudohumanidad llamada
cristianismo quiere imponernos precisamente que no se sacrifique a nadie!» (Fragmentos
póstumos 1888-1889, Obras Completas,
Gallimard, Paris, 1977, p. 63, citado íbid.
p. 223).
¿Podemos,
por tanto, ser tan optimistas como Girard (que publica la última obra citada en
1999) y afirmar que la preocupación por la suerte de las víctimas es un logro
ya definitivo de nuestras sociedades civilizadas? Quisiera ahora únicamente
recoger aquí a modo de contraste la argumentación sintetizada en frases de las
actitudes de algunos políticos y de muchos ciudadanos sin responsabilidades
públicas acerca de dos situaciones en las que, nadie lo duda, existen víctimas.
Me refiero a la inmigración ilegal que llega a Europa cruzando el Mediterráneo y
a las muertes en Gaza (2024-2025).
Sobre
la llegada de inmigrantes a nuestro país, víctimas
de la pobreza, la persecución política o la exclusión, he recabado estas
manifestaciones entre otras por el estilo:
No los queremos aquí, que se queden en
sus países.
Llegan exigiendo ayudas de todo tipo, económicas, laborales y
sociales.
Mejor que se mueran en el mar.
Si se arriesgan, saben lo que les puede
pasar.
Que no tengan hijos.
Si fuésemos allí nos matarían.
Las fronteras hay que respetarlas.
Reciben muchas ayudas que no se dan a
los españoles.
No se puede ayudar a todo el mundo.
Solo pueden venir si se los necesita.
Vienen a delinquir, violar, matar.
No respetan nuestras leyes, nos imponen
las suyas.
No se adaptan a nuestras costumbres.
Que vayan a otro sitio más cerca de su
país o de su tipo de gente.
Y reacciones ante las personas que se
muestran solidarios con ellos:
Tú no los conoces.
Ayúdale tú con tu dinero, no con el mío.
Mételos a todos en tu casa.
No nos critiquéis por no quererlos
aquí.
No decís nada de los problemas que hay
en España.
Los que se llaman solidarios se creen
superiores moralmente, pero son demagogos, hipócritas, quieren decidir por los
demás, cuando pagamos todos.
En
cuanto a las víctimas de matanzas de
palestinos en Gaza (y también en Cisjordania) leo estas declaraciones:
El homicida tiene derecho a matar por razones históricas.
El homicida no ha matado a tantos como se dice.
El homicida mata para defenderse.
El homicida mata a inocentes porque los culpables no lo
evitan.
El homicida mata porque lo han provocado antes.
El homicida mata sin discriminar porque todos son culpables.
El homicida avisa antes de matar.
El homicida es más inteligente y más laborioso que los
muertos.
El homicida mata a gente derrochadora que vive de la caridad
y de dar pena.
El homicida ha hecho cosas buenas. Eso no se quiere ver.
El homicida mata, pero a los muertos no los quieren ni en su
entorno.
El homicida mata a gente perezosa, inútil, atrasada cultural
y económicamente.
El homicida mata a fanáticos que te matarían si pudieran.
El homicida vive en un país que vota cada cuatro años.
Y cuando alguien se opone a ello:
Los que defienden a los muertos son
unos moralistas que se creen mejores que los demás.
Hay condiciones para protestar por los
muertos. Si no se cumplen, no se puede protestar.
Los que protestan por esas muertes odian
al homicida.
Los que protestan no vivirían con aquellos
a los que mata el homicida.
El que denuncia al homicida es porque
está desinformado o es un ignorante.
No se puede decir sin más que el homicida
mata. Todo es complejo.
Estos
testimonios y otros que resulta fácil recabar en diversos medios muestran que
ese respeto por las víctimas, caso de que alguna vez existiera, no es hoy un
valor irrenunciable en la cultura occidental; sino que se relativiza según
desde qué ideología se hable. Constatamos que ni siquiera se las reconoce como
tal. No hay víctimas, se han convertido en enemigos a los que se puede desechar
o matar sin piedad.
Otro
diagnóstico más desolador sobre nuestra cultura es el que recoge Zygmunt Bauman
en Modernidad y holocausto –publicado
en 1989, con anterioridad a los libros citados de Girard–. Allí (p. 111) hace
suyas las palabras de Leo Kuper (Genocide.
Its political Use in the Twentieth Century, 1981): «Muchas características
de la “civilizada” sociedad contemporánea favorecen el recurso al holocausto
genocida… El Estado territorial y soberano reclama, como inherente a su
soberanía, el derecho a cometer genocidios o a practicar matanzas genocidas
contra personas que estén bajo su dominio… y las Naciones Unidas, de hecho,
defienden este derecho». Y también la reflexión de George M. Kren y Leon
Rappoport (The Holocaust and the Crisis
of the Human Behaviour, 1980): «No existe límite ético o moral que el Estado
no pueda trascender si lo desea porque no hay ningún poder ni ético ni moral
más elevado que el Estado… Nuestra existencia se ajusta cada vez más a los
principios que regían la vida y la muerte en Auschwitz».
[Artículo publicado anteriormente en Zenda]
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