La casa insomne (Adeshoras, 2025) - Cuatro fragmentos
1. Las manos
Sé que no tengo la culpa de que Lenka no midiera bien
el vacío. Ni de que acabara en el jardín con los labios rotos, el cuerpo
desmadejado, los ojos en blanco de todo el abismo que debió entrarles al caer.
Porque antes de eso, mucho antes incluso de la ventana abierta, ya era como un
pájaro sonámbulo.
Me froto las manos.
Para calmar el escozor, la derecha contra la
izquierda, me froto las manos.
Ese gesto endémico hace que las sienta arder. Se me
incendian los dedos, aunque es un escalofrío el que me lleva a cerrar los ojos,
repetir casi con voz de niña: ¡Lenka, Lenka! “Solo quería atrapar a la
lechuza”, diría ella. “Ver de cerca sus ojos, lo curvo que es su pico”.
Como un decorado todo cae, se hunde, se desvanece. Sin
moverme de esta habitación, siento que estoy de vuelta en el espacio condensado
de un verano de encierro. Con las manos incendiadas toco cada pupitre. Tanteo
los rostros de las otras alumnas, pequeñas estatuas en mi memoria.
Busco a Lenka.
Casi puedo sentirla, somnolienta, ensimismada,
aguardando el sonido de mi voz para emerger desde su mundo de sombras. Hasta
que me doy cuenta de que intento seguir de pie en un lugar que ya no me
sostiene.
Los muros del aula se estrechan entonces vertiginosos.
Extiendo los brazos intentando evitar que hagan un nicho en torno a mí. Me
golpean violentos las palmas llameantes de las manos. Crujen mis muñecas, tal
vez como el cuerpo de Lenka crujió contra el suelo del jardín.
Todo se rompe.
Es de noche y todo se rompe.
Y vuelvo a imaginarla ciega de aborrecimiento,
clausura, un poco antes, tan solo un poco antes, de la ventana abierta, la
hierba devorándole los ojos.
Por esa caída, a veces, siento que no me he marchado
de allí. Con amarre a la pesadilla o alzándose en mi memoria, el colegio sigue
en pie. Casa insomne anclada a la noche. Laberinto vertical donde, al igual que
Lenka, a plomo en el descenso, yo también caí. En el que todavía hoy sigo
precipitándome, siempre a punto de quebrarme todos los huesos.
3. La
campana
La campana rompía la quietud nocturna en mitad del
sueño. Atravesando el cristal de la ventana, se paraba sobre mí. Cada noche se
balanceaba en la habitación, a oscuras, retumbando ronca, grave. Repicaba
varias veces, muy cerca de mi cráneo.
Sonaba y una profesora entraba en el cuarto. Encendía
la luz. Nos obligaba a salir de las camas con nuestros camisones níveos o, tal
vez, un poco azules. Nos hacía ponernos de rodillas, juntar las manos para
recitar antiguos salmos, rezar. Yo movía los labios sintiendo el paladar
metálico, la lengua vibrante y fría. Movía los labios todas las noches,
mientras la campana golpeaba mi cabeza. Pero ni boca ni pensamiento rezaban.
Cuando se extinguía la vibración del último campaneo,
la profesora se iba y volvíamos a acostarnos. El silencio que quedaba me
aplastaba el vientre durante horas. Insomne, permanecía bocarriba con los ojos
tan abiertos que podía ver el cielo y las estrellas a través del techo.
Ahora, cada medianoche, aún noto el corazón
sobresaltado colgarme desnudo y oscilante entre las costillas. Entre la vigilia
y el sueño, la campana nunca ha dejado de sonar.
9. La
profesora de álgebra
La profesora de álgebra era manca. Una de sus manos
era una prótesis de plástico que ajustaba a su brazo mediante correas de cuero.
Lenka decía que la habían fabricado de tal modo que, de la muñeca al antebrazo,
estaba hueca, para que pudiera meter en ella su muñón.
La mano tenía los dedos pulgar, índice y corazón
articulados. Se abrían y cerraban con brusquedad al tirar de un cordel blanco
que, a menudo, asomaba bajo el puño de la blusa de la profesora.
Ella solía proteger su prótesis llevándola a su
abdomen y cubriéndola con su mano de carne y hueso. Por las noches, durante la
cena, pedía vinagre a las cocineras para verter unas gotas sobre un pañuelo
blanco y, frotándola con suavidad, eliminaba de ella los malos olores.
Si no prestábamos atención en clase de álgebra, la
profesora solía golpearnos con su mano postiza dándonos un pequeño golpe en la
sien, con los nudillos. Si quería que lleváramos la espalda recta al caminar,
la ponía sobre nuestros hombros. Cada vez que se acercaba a nosotras, notábamos
el olor a vinagre. Y nunca nos tocaba con su mano de verdad. Sin embargo, en el
jardín, mientras leía en voz alta al guardián las cartas que recibía, siempre
acariciaba a Sombra con ella.
“El guardián le fabricó esa prótesis, por eso es
cariñosa con su animal”, afirmaba Lenka. Pero a mí me parecía que lo acariciaba
con demasiada ternura, del mismo modo que se acaricia a alguien a quien después
de mucho tiempo has podido perdonar.
Cuando el repicar de la campana nos interrumpía el
sueño a medianoche, la profesora de álgebra era la encargada de entrar en
nuestra habitación. Nos ordenaba que nos arrodilláramos en el suelo y, en pie,
frente a nosotras, juntaba sus manos para instarnos a rezar. Mientras
adormiladas movíamos los labios, ella cruzaba sus brazos. La prótesis quedaba apoyada
en su brazo sin tara, con la palma hacia arriba. Y yo no podía dejar de
mirarla. Mis ojos iban y venían del suelo a los reflejos que, como nervaduras,
la luz dibujaba en ese armazón tallado para la ausencia de su mano.
Había noches en las que la campana quizá la sorprendía
tanto a ella como a nosotras. Entraba en nuestra habitación y, al encender la
luz, la veíamos despeinada, con la manga izquierda de su camisón colgando
hueca. Luego alzaba sus brazos para rezar. La manga se agitaba vacía y su mano
derecha quedaba ridícula estirada en el aire. Aunque su puesto le otorgaba
cierta autoridad sobre nosotras, cuando miraba a la profesora de álgebra solo
veía su falta. No podía ver otra cosa. Y me preguntaba cómo podía mostrarse tan
altiva frente a nosotras a pesar de eso, si yo me sentía tan incompleta aun
teniendo mis dos manos.
26. Los
pájaros
Sueño que es de noche y entro en el aula. Está llena
de pájaros. Pequeñas aves agrisadas que revolotean inquietas. Su incesante
batir de alas pone una vibración metálica en el aire, un aterrador sonido en
mis oídos. Donde debería estar la ventana, hay una alambrera. Uno de los
pájaros forcejea con sus patas enredadas entre los alambres. Otro, en una
esquina, llora lágrimas de cristal rosado que estallan al tocar el suelo. Por
todas partes, los pájaros se agitan levantando con sus picos hojas ondulantes
de papel, lápices. De súbito, la campana de medianoche tañe con su clamor de
rezo y penitencia. Los pájaros se quedan inmóviles en el aire. Caen entre los
pupitres con los picos entreabiertos, los ojos fijos. Pienso en huir, pero
siento el cuerpo tan pesado que apenas puedo moverme. Solo cuando el rumor
metálico de la última campanada cesa, sin posar los pies en el suelo, o
posándolos apenas, consigo elevarme un poco.
Tere
Susmozas
es escritora y profesora de Escritura Creativa.
Es autora de la novela La casa insomne (Adeshoras, 2025) y los
libros de relatos Estación intemperie
(Torremozas, 2020) y Terrestre océano
(Torremozas, 2015). Su trabajo ha sido galardonado en el XVII Premio
Internacional de Relato Julio Cortázar y en el XII Premio Ana Mª Matute,
recogido en diversas publicaciones y en las antologías Relatos 03 (Tres Rosas Amarillas), La carne despierta (Gens Ediciones), Relatos de mujeres 7 (Torremozas), Veinte años de cuento (Universidad de La Laguna) y Futuros negativos: antología de textos
distópicos (Fin de raza).
También ha colaborado como ilustradora
con las editoriales Pre-Textos y Torremozas realizando ilustraciones para
portadas de libros mediante la técnica del collage.
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