“Un amante sin indiscreciones no es amante en modo alguno.” Thomas Hardy (1840-1928)
Había vuelto al
hogar cabizbaja tras dos meses de ausencia. Nieve miró de refilón a la hija
pródiga, perdonándole una vez más su inesperada fuga. Se limitó a aproximarse a
ella mientras entraba por la puerta y, con gesto cansado, le rozó la mejilla.
Un beso a Ada hubiera sido lo propio, pero se limitó a olerla: aquel aroma a
hija de la calle. En ese momento, Nieve supo que iba a ser otra vez abuela.
Probablemente recordó la dureza de los últimos años, en los que Ada le había
cargado de nietos y de trabajo. Ya no eran edades.
Cuando la
barriga de Ada empezaba a ser evidente me pregunté qué hacer. Nieve, ya
achacosa, se había vuelto con los años más antipática y arisca hacia el que les
daba techo y sustento. Cada vez que yo intentaba repartir afectos entre ellas,
emitía un fiero no te acerques. Por
su parte, Ada se había convertido en una adulta de cuerpo voluptuoso y mirada
seductora que prendía fuego a la calle con solo pisarla.
Patada en el
culo y que se largaran las dos al parque. Esa era la opción más sencilla. Mamá
habría objetado: “¿Y a dónde van a ir, las criaturitas?” La castración hubiera zanjado
el problema, pero mi madre siempre había sido contraria a subvertir la
naturaleza. “¿No irás a separar a la madre de la hija?”, repetía dentro de mí.
Aunque Ada no era hija de Nieve, biológicamente al menos.
Cuando la
adopté, con solo dos meses, Ada era tan sólo un hermoso boceto. Esa mirada azul
la había heredado de sus padres de sangre, a los que yo había conocido en casa
de un amigo mucho tiempo atrás. Una pareja de siameses que exhibían la impúdica
entrega de sus mutuas bellezas a la vista de todos: encima de una estantería,
sobre el pasamanos del balcón, en un equilibrio que conjuraba a la muerte, él
mordiendo la nuca de ella mientras la poseía, ambos bajo riesgo de gastar dos
de sus catorce vidas. Al diablo, el amor es más fuerte que la gravedad, debían
de pensar. Qué bella camada engendraron: mullidos, saltarines, mimetizados con
los almohadones del sofá. “¿Te quieres llevar uno?”, preguntó mi amigo. De Ada
me cautivó no sólo el azul de sus ojos, también su sensual placidez. Y esa cara
oscura asomada a un abismo, como quemada por la visión de un apocalipsis. Decisión
tomada. La cargué en un cesto para llevarla a casa. El viaje fue una letanía de
maullidos de quebranto, el de un secuestro. Ya en casa, nada más asomar, se
acercó a Nieve para perderse en el calor de sus pálidas mamas. Cuánto cobijo
encontró en ella, y qué inmensa ternura me produjo aquella maternidad recobrada
por la viejita. La pequeña también adoraba extraviarse durante horas en mis
brazos, en el sofá, en la cama antes de ir a dormir. Nunca la imaginé convertida
en víctima de su propia lascivia. Poco tiempo después de la llegada de Ada,
Nieve sumó a su adusto carácter la fiera defensa de su hija adoptiva. Ante
tanto bufido y zarpazo mamá solía decir: “¿Todavía no te has enterado? Son
depredadores”.
En poco tiempo Ada
se triplicó en tamaño y vanidad. En casa recibía yo visitas que no llegaban a
entender que aquel animal de nutrida belleza lactara de una anciana famélica,
dedicada incansablemente a bruñir con su lengua el pelo de una hija ya adulta.
El destete se tornó un imposible y el cariño, un expolio. Fue por entonces
cuando Ada comenzó a alardear de su belleza por el jardín. De sus aventuras
nocturnas volvía a los pocos días, sucia y desorejada.
Tras la última
ausencia de Ada por los alrededores ―un mes, media gestación―, su amor por la
madre adoptiva se gangrenó. Ada volvió a casa con clara intención de marcar
territorio, acaso para preparar la yacija para su parto. Los ataques a Nieve se
hicieron más frecuentes, con una rabia ansiosa de sangre. En el duelo más erizado,
un zarpazo desgarró el pecho de la sufrida madre y dejó un colgajo en su piel
blanca, tras el que se intuía el frágil latido de un corazón agraviado. No la
había conseguido matar. Recordé otra frase de mamá: “Cría cuervos”.
No pude hacer
otra cosa que aislarlas, mantener todas las puertas de la casa cerradas a cal y
canto. Mala solución. Repentinos aullidos de muerte me hacían saltar de la
silla en mitad del almuerzo, de la cama en medio de la noche: habría descuidado
yo alguna puerta, o Ada se las había ingeniado para abrirla. A veces no tenía más
opción que separarlasa escobazos, repartiendo mandobles por igual a agresora y
víctima. No quería yo volver a pasar de asistir partos felinos a velar a una
madre fallecida. Imperdonable ingratitud la de Ada, que apelaba a la muerte
tras cada puerta entornada. “No son animales domésticos”, repetía yo la frase
de mamá.
Leí en algún
sitio que la memoria de los gatos abarca tan sólo dos meses: el tiempo que Ada
había estado ausente. Para mí era inaceptable que ella, ya irreconocible como
hija, quisiera despedazar a quien la había alimentado desde su más tierna
orfandad. Tenía que hacerla desaparecer. No estaba castrada, le sería fácil
sobrevivir.
Una madrugada,
tras mil vueltas en la cama, la llevé en coche hasta aquel pueblo en las
afueras de la ciudad. Allí la abandoné. No volví la mirada hacia sus ojos. En
avanzada gestación, no intentó seguirme. Ni siquiera pronunció un maullido.
Nieve me recibió en casa, ojerosa, interrogativa. Me agaché para acariciarla. Ya
no volverá a molestarte. A los dos meses Nieve murió ahogada en la piscina tras
un tropiezo. Quizá ni le había dado tiempo a olvidar a su hija.
Ha pasado un año.
Ada debe de estar de vuelta: merodean en mis noches los rugidos de placer de
los gatos del barrio.
Carlos Gallifa Gil. Nacido en Madrid, cursa estudios de Filología Alemana en la Universidad Complutense de Madrid y música en El Real Conservatorio Superior de Música de dicha ciudad, así como en EEUU Y Bélgica. Músico concertista apasionado por la literatura y por el lenguaje, practica la escritura desde muy joven, habiendo participado en numerosos talleres de relato y novela (Fuentetaja y Clara Obligado) y habiendo ejercido el periodismo divulgativo musicológico en diversos medios, además de haber publicado en el suplemento cultural Asombrario del diario Público y en la antología de relatos Delirios del Taller , de Clara Obligado.
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