La casa
ahora es una excusa. Así que cuando la Mujer llama al Hombre a cenar, a él le
tiembla la mano por mucho que no quiera. Pero acude solícito, servil. Y en
cuestión de segundos ambos están a un lado y a otro de la mesa con la mirada
caída sobre la fuente de cristal que reluce en el centro. Una fuente llena.
Solo un
montón de piedras, piensa él. Ahora solo queda eso.
Y
efectivamente, lo parecen.
Piedras.
Acurrucadas
dentro de esa fuente, apretadas las unas contra las otras como minerales
ennegrecidos que algún día hubiesen sido otra cosa. Y están allí, tan cerca,
tenazmente aplastadas por una dicha oscura. Pero el olor es intenso. Espeso
todavía. Rezuma los bordes de la fuente y cae por el precipicio de la mesa
hasta el suelo. Se queda allí varado. A los pies de un hombre que, al rozar el
calor sublime, no puede evitar sentir lo que siempre ha sentido: se ve a sí
mismo a cuatro patas sobre el suelo olfateando más arriba y más arriba,
tratando de recuperar a ciegas el delirio de las brasas.
Se
acurruca a los pies de ella.
Piensa
con todo su cuerpo: ven.
Y con
el alma entera se afana sobre los zapatos y las medias hasta que sin reparo
enlentece con la lengua cualquier cosa a su paso, el cuero, la seda, un trozo
de hilo que cuelga de la falda que permanece allá arriba.
Pero
nada es.
El
Hombre lo sabe.
Y todo
cuanto anhela no sucede porque, en realidad,
en la sala solo hay unos ojos –los de ella– que siguen mirando impasibles el
cristal y eso que parecen piedras negras como si la única función de esa fuente
fuese abalanzarse ahora contra las paredes y los techos de la casay desapuntalar cualquier recoveco con sus esquirlas.
Y eso
es lo que sucede. O no.
Pero el
Hombre al que le tiembla la mano solo de imaginar los cantos cortantes, las
aristas esquivas desde un techo embrutecido y hostil, llora. Aunque apenas
intuye una sola lágrima y mucho menos su temblor.
Tampoco
el grito.
La
súplica.
El
olvido de aquello que pudiera recordar como último recurso.
Por eso
al instante, los zapatos de ella desaparecen de su boca. Y las medias, el tono
áspero de la lengua se suaviza en la ausencia de sí. La falda, sin embargo,
queda alzada sobre la mesa como si en un descuido utilísimo la Mujer se la
hubiese quitado y con todo el esmero la hubiese plegado para llevársela a
alguna parte.
Pero
no.
Está
ahí.
Y el
Hombre la mira irresoluto. Mira su mano que sigue temblando aunque él no
quiera, y vuelve a mirar esa falda tendida y fértil. Tantea con las pestañas
agarrotadas las tablillas que recorren cada una de las partes. Los automáticos,
las presillas. El color gris que se repliega tantas veces. Y no entiende. Que
ella, de pronto casi desnuda –debe haberse quitado el resto de la ropa mientras
él se distraía en las urdimbres y en las tramas–, se haya lanzado a bailar
frenética por toda la estancia, que en ese éxtasis inaudito la mujer se acerque
y se aleje a la mesa varias veces de una forma temeraria –casi como la imagen
de un sueño, piensa él– y que en uno de esos bucles agarre la fuente cristalina
llena de piedras negras y se la coloque sobre la cabeza y la sujete allí con
ambas manos como si se tratase de una corona regia. Sin parar su danza.
Ondulando el cuerpo de odalisca con el mayor de los equilibrios, sorteando los
muebles, alzándose sobre las puntas de los dedos de unos pies que de pronto
parecen constelaciones diminutas.
¿Quién
te enseñó a bailar de ese modo?, quiere preguntar el hombre. ¿Dónde, cuándo…,
con quién?
Pero no
pregunta nada.
En vez
de eso, alza el temblor de su mano y a través de la separación enjuta entre sus
dedos observa el cuerpo zigzagueante de ella, cómo va y cómo viene en un
aullidocolor naranja. Sus piernas desnudas y brillantes, las axilas sudorosas
iluminadas bajo los brazos alzados, la sombra erizada del vello sobre su pubis.
Y puede
oler el movimiento casi como un fruto.
Quisiera
morderlo, descuartizarlo hasta desfallecer.
Y es
quizá ese pensamiento febril lo que hace que la fuente estalle en todas
direcciones, que el cristal y las piedras parezcan (ahora sí) a un tiempo
cuchillos y luz. Pero a ella nada de esto parece importarle, con sus manos ya
liberadas amansa sus pechos y de forma insólita se agacha sobre el vidrio
abducida hacia un abismo cortante como si el dolor preexistiera a esa estancia
y abrazarlo liberara de alguna forma el no haberlo visto mucho antes.
Hasta
que de pronto se frena.
Hasta
que el furor de la Mujer sin más se apaga.
Y
aunque el sonido de la danza permanece unos instantes en el aire, en cuestión
de segundos acontece la evaporación de todo lo demás. Y ahora ella está de
nuevo vestida frente a él, al otro lado de la mesa. Seria, con la misma mirada
caída, incólume.
Ya está
lista la cena, dice.
Y al
decir esto, el Hombre la mira como si acabase de entrar a la casa. No entiende
cómo ha tardado tan poco tiempo en volver a ponerse la ropa, quién ha recogido
con tanta rapidez los fragmentos esparcidos por el suelo, dónde están todas
aquellas piedras negras. Así que busca la falda que hace un momento estaba
tendida sobre la mesa y como ya no la encuentra –no puede ser la misma que de
nuevo lleva ella puesta, se dice–, queda prendado de esa rigidez lustrosa,
¿acaso ella ha llegado a desvestirse? Se echa las manos a la cara para
comprobar que sus ojos siguen siendo suyos: las tablillas, la urdimbre y la
trama. La tira metálica de la presilla bajo el ombligo y la luz que remite, ese
trozo de tejido que cuelga de un lateral porque hace días se descosió y ella
aún no ha tenido tiempo de volver a coserlo.
¿Qué haremos con todas estas piedras?, dice en el
instante que sabe que la pregunta ha sido hecha fuera de tiempo y lugar.
Luego,
sin pensarlo dos veces, sumerge sus manos por ambos lados de la fuente como si
fueran dos cucharones y las mantiene en el fondo bien abiertas, las palmas
hacia arriba escondidas en la base del alimento cotidiano. Y durante mucho rato
permanece de esa forma, observando el líquido denso y aún caliente que las
cubre, deleitándose
en la ilusión de la espera –una espera abatida–, imaginando que, allí
abajo, sus manos dejen por fin de temblar.
Lola
Vivas ha desarrollado
la mayor parte de su carrera artística en Madrid. Al terminar Diseño en la
Universidad Politécnica, completó su formación humanística con estudios de
artes plásticas, fundamentalmente de pintura y escultura y ha expuesto su obra de
forma regular tanto dentro como fuera de España durante veinte años.
Ha colaborado en
prensa escrita en la realización de monográficos de arte, como free
lance en diseño y también en comisariado de exposiciones. Forma parte
de la cuarta promoción del Máster de la Escuela de Escritores donde ha
impartido clases de Relato, Novela y Escritura Creativa y es fundadora y
directora de Cafebrería ad Hoc, un espacio cultural-librería en Madrid. Algunos
de sus relatos han sido publicados en varias antologías de cuento y en revistas
literarias. Ha escrito dos novelas Hola tesoro (2009) y Oscilación (2015)
y ha publicado Cachorros de arena (Torremozas, 2021) y Flow (Tres Hermanas, 2025).
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