Dolor. Pérdida. Ausencia. Memoria. Rabia. Amor. Mosaico de intenciones. Reconciliación. Muerte. Abismo. Remonte. Quedarse en paz, reino de serenidad doliente pero luminosa. Algo de todo estos contienen los versos contundentes, cincelados en barro con voluntad de vuelo, de Andrea Mazas (Salamanca, 1981) en Un abismo que no se canta (Lastura), con hermosísimo prólogo de Alberto García Teresa.
Por Esther Peñas
Un abismo que no se canta, ¿duele más, es más íntimo, más inaccesible?
«hay en los poemas felices / un abismo que no se canta». Ese abismo duele; es íntimo, pero sé que no es único, que otros lo conocen también o se asomarán a él, y lo recorro con la palabra como linterna, para alumbrar donde los sentidos no llegan. Lo exploro y lo narro, sin superarlo, para poder vivir pese a él, reconociéndolo. Es una elección: no negarme el abismo sino no ser presa de su canto; no cantar su oscuridad sino relatar la luz que está en la causa de sus sombras.
¿Cómo se sortea el pudor que implica un asunto tan personal para hablar de él de modo público?
Nuestros duelos suelen coincidir con los de otros. Los dolientes conviven muchas veces sin saberlo, cada uno sorteando ese difuso paisaje dentro de su particular nave de tristeza y confusión. Después de un tiempo escribiendo mi diario de duelo, le hablé de él a Paula, una amiga también en duelo, y celebró mi capacidad de escribir sobre ello, porque ella no podía, pero sobre todo porque sintió mis palabras como propias, y la aliviaron. Entonces, ¿por qué guardar para mí lo escrito? Supongo que, en resumidas cuentas, sorteé el pudor de compartirlas restándome importancia: yo solo soy una doliente más.
¿Cuándo conviene darse uno a sí un exilio, siquiera temporal?
Los exilios íntimos no siempre son voluntarios. A veces te encuentras exiliada de ti, de lo que dices que es tu carácter o tu naturaleza, como dando bandazos, suelta, y, en mi caso, sin las palabras que me relatan o que quiero que lo hagan. Si no me cuento bien, soy mi versión menos amable. En ese punto, me conviene, además, exiliarme de los otros, siquiera temporalmente, porque no soy buena compañía. En ese estado involuntario me sumió, por ejemplo, la orfandad: muerto mi padre, nací en un lugar desconocido, sin él en ninguna parte. Ese exilio sobrevino, y me mantuve apartada hasta que recuperé las palabras con las que quería convivir, con raíces nuevas en esa ausencia.
¿De qué salva la poesía?
Creo que la poesía, el arte en general, nos salva de cierta ceguera. Abre otros ojos con los que detenerse en el detalle. Nos aleja de las certezas, nos permite reformular las preguntas y, así, salva, si no la belleza, sí sus posibilidades y, con ellas, a nosotros en un mundo que se nos presenta tan feo y burdo. Por eso también con la poesía es posible remendar la memoria y cosernos con hilos invisibles pero firmes a nuestros muertos.
¿Cómo se convive con «las heridas mal curadas»?
«desbridar una a una las heridas mal curadas / descubrirme la frágil osamenta con que persisto». Las heridas son equipaje y, si no curan bien, se volverán a abrir. Se convive con ellas en un estado de alerta que obliga a asumir la propia vulnerabilidad.
¿Cómo entender «el lenguaje de los muertos», qué palabras lo pueblan? «el lenguaje de los muertos es sordo / y pétreo, una piedra hueca, vaciada de voz». Es probable que cada pérdida tenga su propio lenguaje: así el duelo, así las palabras que lo pueblen, sean estas de rabia o de amor, de incomprensión o acogedoras. La memoria que se rescate y la imaginación articularán el vocabulario con que el doliente llene silencio total de los ausentes.
Los muertos, ¿nos escuchan o nos hablan?
Creo que son un espejo ante el que nos hablamos y nos escuchamos. A veces pensamos en «lo que él/ella hubiera hecho o dicho en esta o en aquella situación», como buscando en ellos una brújula. Nos responde nuestro reflejo. Ahora bien, cuando se está perdido y no hay palabras, los muertos acuden a nuestra llamada. Son una compañía infalible y pueden ayudarnos a empezar a decirnos lo que nos callamos.
¿De qué depende que se equilibre la tristeza con la alegría de lo vivido?
«Cuando la tristeza es tan profunda, me mantiene a flote la alegría de lo vivido». Tal vez se llegue a equilibrar cuando se verbaliza que alguien no está menos muerto porque nosotros estemos tristes. «La deriva es inevitable», la tristeza está ahí, pero nutre más alimentar a la alegría. Cuanto más defiendo la alegría, más viva me siento y mi padre, que sigue igual de muerto, no lo está en todo, porque no lo estoy yo y salvaguardo esa memoria.
¿Cómo saber en qué momento hay que «dejar de dar de comer generosamente» a la tristeza?
«Si dejo que la tristeza me empañe, lo desenfocará todo: recuerdos y presente». Cuando mi tristeza engordó mucho, yo adelgacé. Esto no es poesía: me sentía débil, me dolía todo, no disfrutaba de nada. En ese punto, ayuda tener cerca a alguien que te lo diga, con ternura, porque la tristeza puede impedirte verlo. Para mí, otro indicio para intuir que debía «retirar mi mano y animarla a volar», a la tristeza, fue que empezaba a traicionar la memoria, a escribir un relato del hombre que fue mi padre que lo mataba aún más, porque él no había sido lo que esa enorme tristeza empezaba a contarme.
¿Qué tipo de verdad alumbra la ausencia?
«Algunas verdades necesitan ciertas ausencias para revelarse». La ausencia, asumida, te obliga a pensar en la persona que falta en su totalidad, tal vez con el fin de armar su recuerdo. Es parecido al momento de corregir un poema: quitar el adorno, buscar un sustantivo más preciso, procurar lo esencial. Es común que lo esencial quede enmascarado en el día a día, pero la muerte te lo pone delante.
¿Qué poetas aconsejaría leer para los momentos de duelo?
Me cuesta hacer recomendaciones, y más sobre qué leer en el duelo. Al poco de morir mi padre, intenté retomar la lectura y no pude. El lenguaje parecía otro muerto. No me concentraba y entendía poco lo que leía. Podría decirse que también me sentí huérfana de la literatura, que también sentí haberla perdido. Pasado el tiempo, empezaron a acompañarme los poetas, o algunos de sus versos, que ya había leído: Pizarnik, Lorca, Aníbal Núñez, Pessoa, Sabines, Gelman, Ida Vitale, Antonio Colinas, Ana Pérez Cañamares, Alexis Díaz Pimienta… En definitiva, si tuviera que aconsejar algo, diría que, en caso de tener dificultad para volver a leer, se dejara entrar en el duelo a los poetas que ya nos habían hablado de él antes, antes de estar en duelo, y que, de algún modo, nos acompañaron con antelación y nos prepararon un poquito para esta tristeza.
Andrea Mazas (Salamanca, 1981) es licenciada en Comunicación Audiovisual, editora y correctora profesional. Ha participado en diversas publicaciones colectivas, como Punto de partida (UNAM, 2010; selección de Ben Clark); Qué será ser tú. Antología de poesía por la igualdad (Universidad de Sevilla, 2018; selección de Ana Pérez Cañamares y María Ángeles Maeso) e Insumisas. Poesía crítica contemporánea de mujeres (Baile del Sol, 2019; selección de Alberto García Teresa), entre otras. En 2017 publicó Mi columna vertebral (Baile del Sol).
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