En
la tragedia Antígona, de Sófocles, la heroína debe elegir entre obedecer
la ley dada por Dios (que manda enterrar a su hermano) o la impuesta por el
poder (el rey-tirano Creonte, quien lo prohíbe como castigo por haber sido enemigo de la ciudad para que las alimañas
lo devoren). De esta oposición, reconocida abiertamente en la obra y núcleo de
la acción, surge inevitable la pregunta: ¿qué ley debe seguir un comportamiento
moral: la que procede de los dioses, de remoto origen, o la que dictan los
hombres –el tirano en este caso–? Creonte y Antígona discuten apasionadamente.
No llegan a ningún entendimiento y Creonte, que posee la fuerza, decide la
muerte de Antígona.
En un momento de la polémica, se
utiliza como argumento la opinión del más allá sobre las decisiones humanas; en
sus propias palabras, qué determinará el dios de los infiernos, Hades, sobre
ellas. ¿Es el criterio que siguen los mortales semejante al que aplica Dios
tras la vida terrena?
El debate discurre en estos
términos:
Antígona: Hades, sin embargo, desea leyes iguales.
Creonte: Pero no que el bueno obtenga lo mismo que
el malvado.
Antígona: ¿Quién sabe si allá abajo estas cosas son
las piadosas?
Creonte: El enemigo nunca es amigo, ni cuando muera.
Antígona: Mi persona no está hecha para compartir
odio, sino amor.
Creonte: Vete, pues, allá abajo para amarlos, si tienes que amar, que, mientras yo viva, no mandará una mujer.
(versos 519-525)
Si dividimos el pasaje en tres pares de intervenciones, vemos que Antígona y Creonte discuten nada menos que tres grandes cuestiones filosóficas:
1) ¿Hay retribución en el más allá para las acciones de los hombres?
2) ¿Podemos alcanzar alguna certeza sobre el bien y el mal?
3) ¿Cómo debemos actuar?
Un aparte solo para relacionar estas tres preguntas con las que el mismo Kant declaraba decisivas para la filosofía: “¿Qué puedo saber?” (La 2); “¿Qué me cabe esperar?” (La 1); “¿Qué debo hacer?” (La 3). Cuestiones que se resumen en una sola, y en cuya suma consiste: “¿Qué es el hombre?”
En rapidísimas réplicas y contrarréplicas, con extrema concisión, cada personaje ofrece una respuesta contraria a esas preguntas:
1) ¿Hay recompensa y castigo por nuestras acciones tras la muerte?
Antígona cree que el mal y el bien son tratados sin distinción en el más allá. Tras el drama de la vida, no habrá premio para el bueno ni castigo para el malvado. El Hades es indiferente a los juicios que los hombres hacen unos de otros en el mundo.
Creonte sostiene que el bien será recompensado y el mal castigado, como sucede en la tierra. Dios no permanece insensible al comportamiento de los hombres, espera el momento de juzgarlos conforme a sus acciones.
2) ¿Qué podemos saber acerca del bien y del mal?
Antígona reacciona a las palabras de Creonte asumiéndolas: aun suponiendo que hubiera un juicio final, ignoramos si Dios sigue los principios que marca nuestra sociedad o aplica otros distintos, incluso contradictorios. No podemos saber si nos equivocamos. Acaso estemos condenando al justo y defendiendo al malvado.
Creonte niega la incertidumbre. El criterio moral consiste en el que establece el mismo hombre; el juicio de la sociedad es verdadero. Semejante criterio separa a las gentes por la relación que tienen con el que juzga: la amistad o enemistad determinan ahora quién es bueno, quién malvado. La coincidencia perfecta de moralidad y relación (podríamos decir, política) define los dos pares: el bueno es amigo; el malo, enemigo.
Las palabras de Creonte han zanjado la pregunta. En el mismo momento en que se identifica la ley humana con la divina, la tensión queda disuelta y el problema se resuelve. El juicio humano se declara definitivo; no sólo por su eficacia en la tierra, sino porque anula el que pudieran tener los dioses. Su valor, inapelable incluso tras la muerte, perdura para siempre.
Además, Creonte da un giro decisivo a la conversación: convierte el problema moral que se debatía en una cuestión política; la pregunta del comienzo: “¿cuál es la acción moral?”, se sustituye por esta otra: “¿quién es el enemigo?” El par que estaba en discusión: bueno / malo desaparece, en realidad, suplantado por el nuevo: amigo / enemigo.
3) ¿Cómo hay que actuar?
La tercera cuestión extrae consecuencias de las respuestas dadas al segundo problema. Antígona, de nuevo, se acerca a la posición de Creonte para razonar desde ahí: si se sustituye el criterio moral por el político y dividimos el mundo en amigo (bueno) / enemigo (malo); el comportamiento ante el bueno será semejante al que se sigue con el amigo; y el comportamiento ante el malo, al que se sigue con el enemigo. Habrá que amar al bueno y odiar al malo.
Pues bien, Antígona, en la exigencia de esa división, se niega a condenar al enemigo, rehúsa participar del odio común de una sociedad hacia el otro, malvado. Por el contrario, proclama su actitud amorosa. Cuando el criterio para la condena moral es la enemistad, solo el amor puede suprimir la maldad; puesto que al compartir el amor, convertimos al enemigo en amigo, hacemos al malvado, bueno. En virtud de la propia definición de mal que da Creonte, la amistad disuelve la existencia del malo.
Creonte, antes de replicar a Antígona con algún argumento, adopta una terrible decisión: la envía a la muerte. Que la resolución preceda a las palabras indica, por un lado, el alto grado de subversión moral (política) que representa Antígona; y, por otro, la feroz arbitrariedad de Creonte que aborta el diálogo con la eliminación de su interlocutora. Se nos descubre, entonces, que no estábamos, como creíamos, en un debate que se resolvería en virtud del mejor razonamiento; sino en un enfrentamiento donde, en último término, únicamente decide la fuerza. Tenemos en esa condena un ejemplo de la identificación que ha hecho Creonte entre moral y política: Antígona debe morir por ser su enemiga, y por lo tanto, malvada.
Terrible sarcasmo que, tras la sentencia de muerte, el juez aún siga razonando. Sin embargo, debemos atender a las palabras con las que el rey-tirano-juez afirma su autoridad: nos revelan no los últimos argumentos, sino la causa de su argumentación.
La moral de Creonte se justifica por la fuerza del “yo”; extiende su ámbito de validez al tiempo durante el cual conserva su fuerza; su ejercicio obedece a que es varón y no mujer. Creonte llega al refuerzo de su arbitrariedad por un encerramiento de carácter casi biológico: la moral nace de un yo, se dicta para una vida/un tiempo limitado, se ejerce por la masculinidad. Este triple cerrojo (personal, temporal, sexual) practica una triple exclusión: su moral (y, por tanto, su política) condena al que no soy yo/no es de los nuestros; al que existirá en un tiempo (futuro) que no viviré/viviremos; a las mujeres y los débiles cuya carencia de fuerza les impide contestar.
En el rapidísimo diálogo, casi sin darnos cuenta, Antígona ha ido asumiendo las opiniones de su interlocutor para argumentar desde ellas; se ha ido abriendo a su adversario incluso cuando la posición de este la colocaba en claro peligro. Creonte, en cambio, ha ido replegándose hasta dejar aparecer el fondo de sus ideas: la soledad egoísta de un viviente. El repliegue último ha consistido en ordenar la muerte del otro y liquidar bruscamente la conversación.
Si examinamos las actitudes de cada uno en esta escena; comprobaremos que Creonte sentencia, mientras Antígona indaga.
La lógica de Creonte recorre este proceso: los hombres y las sociedades establecen sus leyes conforme a su interés; la adecuación de los otros a ese interés los define como amigos o enemigos. Tal dicotomía se sanciona con un criterio moral (bueno-amigo frente a malvado-enemigo) que determina la conducta para con ellos (amor-aceptación frente a odio-exclusión). El juicio resultante es claro, inamovible, absoluto; y se atribuye a los dioses a los que ese hombre o esa sociedad reconocen. La secuencia: el interés político – la moral – la religión queda estructurada como una unidad al servicio del egoísmo privado o colectivo: la instancia decisiva.
La actitud de Antígona, en cambio, se vuelve progresivamente crítica, abierta y desinteresada. Ignoramos el designio de los dioses, acaso nos contradiga, acaso consista en el perdón; por la preeminencia de esa voluntad, o quizá de un saber que no hemos alcanzado, el ser humano no puede creerse en posesión de lo absoluto y arrogarse el derecho de juzgar. Esto resulta especialmente inadecuado cuando la moral se sostiene sobre la división egoísta de amigo y enemigo. Su renuncia al juicio es, efectivamente, un atentado contra el poder establecido. Ahora bien, no se trata de una defensa de la pasividad; Antígona replica a la escisión de los hombres en dos bandos con el decidido compromiso de superarla, convirtiendo a todos en amigos y, por lo tanto, en buenos. La dialéctica exclusión-condenación de Creonte queda subvertida por Antígona en la de inclusión-salvación universal.
Tiresias, el adivino ciego, reconvendrá al rey por su falta de visión. Con su adulteración artera del problema (la cuestión moral se resuelve en interés político), Creonte se ha colocado en un lugar desde el que ya no ve correctamente. Situado en el centro del poder y del razonamiento, es invisible para sí mismo y se instituye en juez último de todo, que pierde su autonomía: la moral se reduce a estrategia, la religión, a justificación, y al otro se le hace perecer a conveniencia.
Sin embargo, Antígona, mirando en atención al otro, ha comprendido que es posible superar la división entre los hombres y, por lo tanto, el mal. Ofrece una lección que el cristianismo proclamará cuatrocientos años más tarde: el mal nace del egoísmo, y solo se vence con amor. El hombre produce a su enemigo al condenarlo desde su encerramiento; se reconcilia con él cuando lo acepta. Hemos nacido para querernos, en eso consiste nuestra naturaleza; no para compartir el odio, por más que los dominadores refuercen esta tendencia; nos inciten y obliguen continuamente a ella.
He ahí el verdadero dilema: o actuar bajo el poder, emanación directa del egoísmo, que se aísla, juzga y produce división; o según el amor, que escucha las razones del otro, lo reconoce y busca su amistad. Pero es un dilema trágico: la muerte de Antígona revela la condición desesperada del amor: enfrentado al poder, casi nunca vence; su atrevimiento por hacer amigos a todos es continuamente obstaculizado e impedido por los fuertes, ya con razones, ya con crímenes.
Antígona es una tragedia; pero la desgracia no concluye con la desaparición de la heroína. Hemón, el hijo de Creonte y prometido de Antígona, se suicida, y, al saberlo, se suicida también Eurídice, su madre. Creonte quiere arrepentirse a último momento, cuando Tiresias le muestra que se equivoca y él, aterrado, lo admite. Pero su rectificación llega tarde: el desastre se ha consumado y todos están muertos.
La tragedia alcanza también al poderoso. El castigo a Creonte, seguro en su lógica, nos revela el error. Su terquedad en crear enemigos ha hecho que el pueblo calle de miedo, y que sus seres queridos lo abandonen. Vemos que la estrategia de la división resulta insoportable para los adversarios, que mueren, como para los cercanos, quienes en algún momento dejarán de sostenerla.
Aún hay más: la soledad final de Creonte nos descubre que su criterio moral es pernicioso también para sí mismo, pues su justificación última: yo-en mi vida-masculina se hunde al verse reducida a un hombre aislado, a una existencia que seguirá en soledad hasta su muerte y a una masculinidad sin compañía, estéril.
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