Escribir es sumamente difícil. Es lo que pienso, una vez más, mientras intento juntar estas líneas. Soy traductora literaria y otras personas escriben por mí. Yo me acurruco entre masas de palabras ajenas, trabo amistad con ellas. Mi trabajo consiste en deformarlas y explorar cada uno de sus alvéolos. Luego las vuelvo a amasar para que quepan en un molde diferente al del horno de Proust. Deshornadas ya en otra lengua, las magdalenas del texto deben o deberían desencadenar en las papilas gustativas del lector las mismas sensaciones experimentadas por quienes probaron la receta original.
Durante muchísimos años me acosté
temprano e hice el pan en casa todos los días. Ahora asimilo esa larga práctica
al desarrollo de mi trabajo de traductora. Escribir es siempre un planteamiento
autobiográfico; traducir también lo es, creo. Por este motivo recuerdo con
ternura y horror mis primeros panes, fruto de un uso excesivo de levadura, de
harinas cualesquiera —harinas del costal del hipermercado de al lado— y de la
labor de una panificadora mecánica que amasaba, recreaba el ambiente cálido del
leudado mediante una resistencia eléctrica y, finalmente, cocía un pan serial,
mazacote, un killer de las entrañas que durante horas te revoloteaba por
el estómago en busca del tiempo perdido de la madurez. Fueron muchos los años
en los que estuve convencida de que el diccionario contenía todas las palabras,
y la gramática todas las formas. En los que pensé que tenía todas las
respuestas a las palabras ajenas con solo buscar en un repositorio compilado
por sabios indiscutibles, intocables. Hasta que un día se fue la luz en la
cocina. La panificadora eléctrica se quemó y yo, en un arrebato, mezcla de
desesperación, estupor y deseo de no desperdiciar, volqué de la cubeta a la
mesa ese magma básico y universal de harina, agua y levadura y hundí las manos
en él, en el intento de darle vida.
La escritura es agua, harina y
levadura. Los mismos democráticos ingredientes para todo el mundo, sin trampa
(o por lo menos así era en mi mundo analógico de aprendiz de traductora). Pero
cada panadero tiene sus proporciones —que nunca se repiten, ni queriendo: un
solo mililitro o gramo de más de cualquier ingrediente cambia la consistencia
del pan—; tiene sus tiempos y técnicas de leudado y, sobre todo, su
irremplazable mano al amasar. Por eso ahora, en la sazón, me ovillo dentro de
los alvéolos del texto y los escucho respirar. Ahora sé que hablan y guardan la
huella de la mano que los ha plasmado. Cuando salgo de allí, impregnada de
todos los humores, saberes y sabores de esa labor ajena, vuelvo a amasar por mi
cuenta, habiendo tomado nota escrupulosamente de las proporciones y del tipo de
harina, aunque yo sepa de antemano, por ejemplo, que el agua que sale del grifo
de mi ciudad no tiene la misma composición mineral que la del pan original, y
ese detalle, en apariencia nimio, variará su sabor. Que mis manos son enormes y
envolverán la harina con decisión, hasta la última partícula; pienso en las
manos menudas de Irene Vallejo, autora a la que traduzco, y sé que su presión
sobre la masa es distinta, y eso lleva a calibrar la mía. Que mis manos están
frías incluso en verano, y son nervudas. Que han tocado personas y animales y
objetos diferentes a los del mundo del maestro o maestra panadera cuyos gestos
imitan. Una masa a punto de ser traducida en pan percibe todo esto, y reacciona
(a veces para bien, otras para mal). Según algunos diccionarios etimológicos la
raíz de la palabra «pan» es la misma que la de la palabra «padre» e indica
«proteger» y «sustentar». La traducción, que no es nunca un tiempo acabado,
sustenta al infinito el texto inicial y así pasa de la raíz de «padre» al fermento
constante de una masa madre.
En Divagación. Las reglas de
la música, Federico García Lorca decía que «Si en arte las reglas son
necesarias para principiantes, después solo sirven para mediocres». Leí ese
texto de Lorca varios años después de mis panes mecánicos iniciales, justo en
los días en los que me llamaron para traducir al español las palabras que un
Papa recién elegido, hispanohablante, argentino, había pronunciado en italiano
en la primera entrevista que un pontífice concedía a un periódico: lo nunca
visto. Era el mes de octubre de 2013. En esa entrevista —en realidad un diálogo
entre el papa y el veterano periodista Eugenio Scalfari, director del periódico
La Repubblica, del que nació una sólida amistad entre los dos hombres—, Francisco
habla del ágape, la comida fraternal entre los primeros cristianos, destinada a
estrechar lazos entre ellos. Y habla de levadura, de la pequeñísima cantidad de
levadura necesaria y suficiente a insuflar amor, a través del verbo, en una gran
masa de personas. Al principio fue el verbo. Al final, estoy convencida de ello,
también será el verbo. De aquella situación tan asombrosa, probablemente irrepetible,
la traductora, miguita de pan caída del mostrador de una gran tahona, parecía
destinada a salir rallada. Recuerdo cómo le colgué el teléfono con un «anda ya,
no me jorobes» a uno de los subdirectores del periódico, cuando me llamó para
decirme: «El papa le ha concedido una entrevista al jefe. Queremos traducirla
al español y ponerla en línea para el mundo hispanohablante. ¿Te atreves a traducirla
para esta noche?». Tuvo que volver a llamarme: «Oye, que esto va en serio. Si
aceptas, no pierdas ni un segundo más. Queremos colgarla en la web para que la
lean en Latinoamérica cuando sea de día». Eugenio Scalfari era el dios del
periodismo. Entre el pánico y la risa pensé que el papa se había entrevistado
con Dios y que, para más inri, Dios era ateo. La traductora también lo era, y
precisamente eso garantizaba el equilibrio de la traducción. Un equilibrio de
funámbula, de mis piernas agarrotadas, aferradas a las patas delanteras de la
silla durante las ocho horas en las que me dediqué, casi alienada, a hacer el verbo.
Sin comer ni beber. Sin levantarme para hacer pis. Sin que pudiera ni quisiera
oír otra voz que no fuera la del texto. Siempre es así, y no se trata de una
cuestión divina, sino puramente humana: es aguantar con solvencia el peso de la
responsabilidad de la palabra.
La traducción de esa entrevista tuvo
nueve millones de lectores en una sola noche, la primera de numerosas otras
noches de récord. Es mi best-seller
hasta el momento. Después de enviarla al periódico me metí en la cama dos días.
Estaba para que su Santidad me diera la extremaunción.
Me da pavor traducir textos de
los que estoy enamorada o puedo enamorarme como lectora, porque se me hace
muchísimo más difícil medir la proporción de levadura, de amor. Temo que se me
vaya la mano. Es en lo opuesto a mí donde mantengo mejor la cordura, creo. Al
verbo ya no juro fidelidad ni obediencia: hacia él me guía exclusivamente la
lealtad. Supe que la masa madre de mis lenguas estaba madura cuando conseguí
aplicar ese principio incluso al papa y al dios que lo entrevistó.
Mi pasaporte dice que soy
italiana, que he nacido en Padua; la lengua de mis padres ha sido el italiano
de los años del boom económico, esa rígida construcción
burocrática que había que aprender para alcanzar el reconocimiento social
nacional y no pasar por provincianos. La lengua de mis abuelos, sin embargo, fue
casi exclusivamente el véneto, esa lengua curiosa, abierta y forjadora de
diplomacia mundial con la que Marco Polo llegó a la corte del gran khan̄
Qūbīlāy y que a lo largo de los siglos se ha alimentado indistintamente del
griego, del turco, del árabe o del francés y el alemán. En el imperio romano el
pasaporte se llamaba diploma, vocablo
que viene del griego y significa «doble», porque las señas de identidad del
viajero se grababan sobre placas de metal juntadas en un díptico. Del latín diploma nació el francés diplomatie, la palabra que define la
tarea de Marco Polo y de todos los dragomanes, la labor del entendimiento, la
voz que va hilando constantemente la paz, porque «nosotros somos las atalayas,
los fosos y los cortafuegos (…), los vigías, los centinelas que siempre estamos
de guardia (…) Alguien tiene que estar atento para que el resto respire y
descanse, alguien ha de detectar las amenazas y anticiparse», como intenta
explicar Tomás Nevinson —un trujamán, al fin y al cabo— a su esposa Berta Isla en
palabras de Javier Marías. De la misma forma, la lengua que considero mía y el
uso que hago de ella no tiene nacionalidad impresa en el pasaporte ni me la
confiere a mí; es una masa madre en imparable fermento, que se alimenta del
ágape fraternal de la diversidad y está a su entera disposición.
Desde 2020 el Consejo de Europa ha
extendido los descriptores del Marco común de referencia para la enseñanza,
aprendizaje y evaluación de las lenguas a la que hoy puede considerarse una
hiperdestreza: la traducción y la mediación, donde «el término
“mediación” se utiliza también para describir el proceso social y cultural que
consiste en crear las condiciones para la comunicación y la cooperación,
haciendo frente y, con suerte, desactivando cualquier situación delicada y
tensiones que pudieran surgir». Son las palabras de Tomás Nevinson traducidas a
un documento oficial destinado a los ciudadanos europeos del futuro.
Ese «proceso social y cultural» descrito por el Consejo de Europa se hace realidad cada día sobre mi mesa de trabajo donde, por ejemplo, en las últimas semanas se han gestado y han convivido las traducciones de unos poemas de Gioconda Belli sobre el exilio; la traducción del discurso de Pedro Sánchez de octubre de 2024 en el Congreso, cuando VOX y el Partido Popular le exigieron que explicara la política migratoria del Gobierno; el análisis de la traducción al español que Carmen Martín Gaite hizo de una novela muy aclamada de Natalia Ginzburg, Todos nuestros ayeres. Martín Gaite y Ginzburg no tuvieron ningún contacto personal; ambas, sin embargo, conocieron guerras, dictaduras —ser mujeres en dictadura—, censuras, y las pérdidas irreparables que todo esto provoca. Ambas fueron escritoras y traductoras. Estas actividades, las únicas realmente reparadoras para el ser humano, son también las únicas que estrechan lazos más allá del tiempo del reloj, del tiempo acabado, en un ágape fraternal sin fronteras que quizás estemos a punto de perder para siempre.
Monica Rita Bedana es
doctora en lenguas y literaturas extranjeras modernas por la Universidad de
Padua. Se ha especializado en la enseñanza del español como lengua adicional en
la Universidad de Salamanca y es máster en traducción literaria por la
Universidad de Urbino. Ha traducido al italiano, entre otros autores, a Héctor
Abad Faciolince, Antonio Muñoz Molina e Irene Vallejo. Desde 2017 dirige la
Escuela de Lengua Española la Universidad de Salamanca en Italia, en Turín.
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