El sol arde a través de la lona bajo la que trabajan las temporeras. Para sobrellevar la dura jornada, Amal cierra los ojos y convoca a su sueño. La imagen acuosa, como a través de unas lentes miopes, gana en definición hasta que aparece la casa, la que va a construir para sus hijas.

Sus manos trabajan rápido. Siempre es de las que recoge más, aunque no le guste competir. Ella sólo quiere seguir trabajando y así poder ahorrar dinero. Es joven, viuda, y tiene dos niñas que ha dejado con la abuela. Su cuñado le prometió que la ayudaría a construir la casa, si ella pagaba los materiales.

En su sueño, Amal se dirige hacia la puerta, enmarcada por un jazmín en flor. Al abrirla, los goznes le dan la bienvenida. La casa huele bien, a ventilado, a jabón y a horno encendido. Oye a las niñas reír, como el gorgoteo del caño de la fuente. Sonríe en el sueño y aquí, debajo del sol abrasador.

Sus labios tiran y se agrietan, como la misma tierra seca, la aspereza desciende por su garganta, pero no puede beber, no les permiten llevar agua. Tendría que ir al servicio y perdería tiempo. Si no bebe, tiene menos necesidad de ir.

Su casa, sueña, tiene un baño blanco y añil. Suele pensar en el mar cuando se asea, y le gustaría adornarlo con unas conchas para las niñas. Ahora no está lejos de Algeciras, de donde se bajó del barco que la transportó, junto a las demás, para venir a la prosperidad europea. Quizás un día las lleven a la playa, quizás un día pueda descansar.

Absorta en sus pensamientos, sus manos recorren las matas con un vuelo de mariposa, tirando suavemente de las fresas hacia arriba, sin dañar los frutos, con un leve rumor de hojas frotando, buscando las más escondidas. Siente un pinchazo agudo, cree que es en el riñón. Hace días que orina oscuro, muy oscuro.

Tenaz, vuelve a su sueño. La cocina de su casa es bonita porque tiene una ventana encima de la pila y ha bordado unas cortinas con limones. Limones y no fresas, a las que ya aborrece, arrancadas de la tierra año tras año a fuerza de abonos y pesticidas. Cuando acabó la última temporada, de vuelta a Marruecos, se puso enferma y estuvo un mes en la cama. El médico le dijo que era a causa de los productos químicos, que le habían intoxicado la sangre. Le dijeron que era bueno beber mucha agua, pero no puede.

Busca la escalera para subir al dormitorio de su casa hecha de fresa, a las sábanas blancas, acogedoras, para descansar de ese dolor que le atenaza la cintura y el vientre. Pero su frente está empapada de sudor, debajo del toldo, siente náuseas, le caen las fresas de las manos, y esta vez el pinchazo la dobla.

Creía que estaba subiendo, pero no. Los peldaños se mueven difuminándose, como si una materia orgánica se agitara debajo. La escalera se convierte en una pendiente cada vez más acusada, por la que pronto se desliza y cae. Presiente el agua fría con terror. Se le olvidaba que, en las casas, y sobre todo en las de fresa, hay un pozo esperando en las entrañas.

 

 

 


 

Ascen Carrasco

 

Jurista de formación, Máster en Relaciones internacionales y Diplomacia, trabaja como funcionaria internacional en Naciones Unidas en la sede de Ginebra.

Su relación con la literatura viene por la vocación lectora y por el deseo de contar historias relacionadas con la identidad, la naturaleza, y la justicia social y ambiental.

Participa habitualmente en clubs de lectura, talleres de escritura creativa, y también los coordina en Ginebra, en apoyo de la comunidad hispanohablante. Escribe relato corto, poesía, y micro teatro. Ha sido publicada en relatos de agosto del Asombrario & Co., el libro colectivo Casa, del Taller de Clara Obligado, y ha resultado finalista y premiada en el certamen local de micro teatro de Calaf, su pueblo natal, en el que participa activamente en la vida cultural y es miembro de la junta directiva del Casino, ateneo de la comarca de la Alta Segarra.