Parece noche cerrada. El monte balbucea sus artilugios de voz, los chillidos de incontables pájaros. Hay un sopor caliente, húmedo, que atenaza los pulmones.
Hasta
hace pocos días se oían descargas aisladas, inconexas. Interrumpían levemente
el silencio, como si yo estuviera en una caja de cristal a muchos metros bajo
el agua. Después, nos alcanzaban aquí hilachas de pólvora que concentran el
olfato, le dan una finalidad. Luego, se disgregaban entre rastros felinos, la
herrumbre de las hojas muertas que se pudren empapadas en rocío al pie de los
árboles.
Hoy
han cesado los disparos. Y empiezo a moverme sigilosamente, tengo los miembros
rígidos, parezco una marioneta de pocos hilos, doy vueltas como una peonza en
torno a los claros que entreveo, señalo los troncos con mi machete. Hay un
silabario estéril entre mis marcas y las de los recolectores y los furtivos.
Hay
tanta maleza que se atenaza el oído.
Norberto nos dejó
la guitarra. Alrededor del fogón, en los primeros tiempos, se arrancaba por
valsecitos, una zamba, el arriero, cuando era noche tranquila, en la lejanía de
las patrullas militares. Decía que lo único que le preocupaba era que se había
transformado en un guitarrón seco, que dónde estaba el vino. Al principio nos hacía
reír, pensábamos en las grandes cosechas venideras, brindábamos con agua tibia
y metálica, levantando cantimploras como si se tratara de altas copas. Luego ya
ladeábamos el gesto, simulando sonreír, una mueca sombría a palo seco.
[Fragmentos de La espesura del cielo, Los Libros De La Mujer Rota, Madrid, 2024 (distribuida por Traficantes de Sueños)]
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