El juicio sobre el abuso sexual que Dominique Pélicot ejerció sobre su esposa, Giséle, durante diez años ha sido público porque ella, valiente y con la cabeza alta, quiso que la vergüenza cambiara de bando, como todos sabemos. La condena de veinte años de cárcel impuesta a Dominique Pélicot, la pena máxima para la justicia francesa, es ejemplarizante. Por una vez, y aunque las penas de algunos de los otros cincuenta hombres que la violaron no han sido tan severas como se esperaba, ha habido unanimidad, y el apoyo de sus hijos, del feminismo y de gran parte de la sociedad civil, ha sido uno de los pilares de su fortaleza. Sin embargo, creemos que ha habido unanimidad porque las cosas estaban claras desde el principio y existían pruebas concluyentes de que, cuando fue violada por los acusados, Giséle Pelicot estaba sedada, tan sedada que sufrió las consecuencias de una medicación que ignoraba que se le estuviera administrando, y que nadie, médicos incluidos, pudo atribuir a las violaciones a las que se le sometía.
La fantasía de penetrar a una mujer dormida está muy presente en la literatura escrita por hombres, desde García Márquez hasta Yasunari Kawabata, como muestra su novela, La casa de las bellas durmientes. La indefensión de la mujer, su disponibilidad involuntaria, es algo que sigue excitando aún hoy a muchos hombres que acuden a la sumisión química, la famosa pastilla en la bebida, para agredir sexualmente a las mujeres sin su consentimiento.
Los hombres aprenden prácticas muy sofisticadas para seducir a las mujeres y abandonarlas después, como también nos advertían nuestras abuelas cuando nos instaban a llegar vírgenes al matrimonio. Nuevos Casanovas que suman conquistas aplicando técnicas que aprenden en la manosfera. Recientemente se ha detectado en Portugal un chat con setenta mil miembros que intercambiaban fotos íntimas de mujeres tomadas sin su consentimiento. Al parecer, existen otros chat con la misma práctica, que ni allí ni en nuestro país está penalizada. Algunos violaban a su hermana sedada, “Si ella no se entera no es violación”, escribían, animando a los otros. ¿Qué les pasa?
Escucho a mujeres jóvenes quejarse de encuentros con hombres que se muestran muy interesados en conocerlas, amables y entregados en las primeras citas hasta que se produce la primera relación sexual y desaparecen sin dejar rastro. Algunas de ellas se sienten tratadas “como cosas”. Estrictamente, son tratadas como cosas, como un producto, deshumanizadas, utilizadas y olvidadas a continuación. Cuando pregunto a algunas jóvenes feministas sobre esta práctica que todas conocen en carne propia, su respuesta es rotunda: los hombres han perdido poder en todos los frentes y se aferran al terreno afectivo sexual para conservarlo ahí, utilizando todo tipo de estrategias, sutiles o por la fuerza. El último bastión de una larguísima contienda que todavía no tenemos ganada, sino todo lo contrario.
Si Giséle hubiese estado despierta, si su peligroso consentimiento químico hubiese sido consentimiento viciado como el de Miren, una sumisión efecto del miedo, suprimiendo su rechazo hacia las prácticas del marido por obedecer al imperioso deber que siente una mujer de mantener la calma familiar y el bienestar de los hijos, amenazados por el padre si ella le contrariaba y no cedía a sus demandas sexuales cronometradas, dos por semana, viernes y sábado, sin importarle el malestar de la mujer, ni el dolor que pudiera ocasionarle tras el parto ni, por supuesto, su ausencia de deseo; si Giséle hubiese estado despierta, paralizada por el miedo, por ejemplo, como sucede en gran parte de las violaciones, su sentencia no hubiese sido tan ejemplarizante porque las dudas siempre se vierten sobre las mujeres; anónimas Casandras como Miren, que dicen la verdad sin que nadie las crea.
El caso Pélicot ha servido para preguntar abiertamente a los hombres sobre su sexualidad, sobre el carácter perverso y deshumanizante de su deseo, pero la mayoría de ellos, aunque no pasen la prueba del algodón, se hacen a un lado, guardando un silencio cómplice.
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