Una lectura actual de El caso Sankara, novela de Antonio Lozano editada por la editorial Almuzara en el año 2006, va a agrietar uno de los muros de silencio que cercan la vida cotidiana del lector al menos por tres lugares. Por el primero se colará la figura de Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso, militar socialista que en un corto periodo de cuatro años intentó transformar la sociedad y la economía de su país a fin de dar una vida mejor a sus compatriotas; empresa similar a la que también emprendieron otros uniformados marxistas en diversos puntos del planeta en aquella coyuntura histórica que vio la agonía de la Guerra Fría, como por ejemplo en Afganistán, donde un puñado de oficiales socialistas y comunistas luchaban denodadamente contra los fundamentalistas islámicos financiados por el gobierno de EE. UU. por evitar lo que por desgracia actualmente acontece en aquellas latitudes. Por la segunda grieta aparecerán ante el lector las redes del imperialismo, o neocolonialismo, como se decía por entonces, de Francia, la cual tras la Segunda Guerra Mundial desmanteló a la manera gatopardiana la envoltura política de parte de su imperio africano, para en realidad preservar su efectivo dominio, el cual era garantizado por la coacción militar y por un buen engrasado mecanismo de soborno a diferentes cabecillas políticos y militares, entre los que estaba Blaise Compaoré, la marioneta que urdió el complot que llevó al derrocamiento y asesinato de Sankara en octubre de 1987. Y por la tercera fisura se atisba la complicidad de los medios de control social (comúnmente conocidos como medios de comunicación) con el poder imperial, de forma por supuesto absolutamente oculta tras las máscaras de la libertad de expresión de los periodistas y de la independencia de los medios en los que trabajan, dos particularidades absolutamente inexistentes en cualquier redacción prestigiosa.
Algún avezado lector y no pocos comentaristas literarios de exquisita sensibilidad podrían estimar que “El caso Sankara” no reúne méritos suficientes como para ser mencionada siquiera brevemente en los manuales de Historia de la Literatura española. Puede que tengan razón. Lo mismo se puede decir de las toneladas de desperdicios en prosa y verso impregnadas en los millones de resmas deyectadas por los grandes grupos editoriales que inundan encuadernadas las estanterías de algunas renombradas librerías y de los ubicuos grandes almacenes, que devora ansiosa sin apenas una reflexión digna de tal nombre la mayoría de esos zarandeados lectores, y que ocupan la atención de algunos de esos sensibles plumillas que ejercen su bien o mal pagado oficio en los suplementos literarios de los diarios de gran tirada o en los escasos programas de radio o televisión dedicados al mundo del “arte” . Lo que sí se puede afirmar, o al menos lo afirmo yo, es que esta novela de Lozano no pertenece a esa viruta impresa. El caso Sankara no muestra el esplendor de la prosa de un Goytisolo ni el barroquismo lírico de un Vázquez Montalbán o siquiera la triste belleza de un Alberto Méndez, pero con ellos comparte la claridad de expresión y una rauda viveza en la exposición de la trama, producto ambas cualidades de un indiscutible oficio narrador, y que provocan el deseo de proseguir la lectura de manera ininterrumpida cuando llega la hora de cerrar momentáneamente el libro. Lo cual no es poco en los tiempos que corren. El caso Sankara esgrime un estilo lacónico pero efectivo, de ágil lectura, que no cansa ni aburre ni enfada; y en ocasiones llega a rozar una lírica turbadora, no quizá por una belleza en sus palabras ni por giros asombrosos en la sintaxis, ni por destellos de imágenes audaces, sino por el modo de presentar los hechos y la calidez en desvestir a los personajes, cosas difíciles de encontrar en la novela actual. Cierto es, dada la perspectiva en la que se sitúa la narración, que es necesario un mínimo de complicidad del lector o al menos una ausencia de hostilidad. Absténganse por tanto de leerla los anticomunistas montaraces o los hiperliberales de motosierra engrasada y estridente. En cualquiera de los casos, y más allá de la postura ideológica de Lozano y su relato, no merece esta obra desde luego el olvido en el que está sepultada; no en vano recibió en su momento el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona.
Como el relato enfoca tan solo (y no es poca cosa) la trama que llevó al asesinato de Sankara y sus seguidores, describiendo eso sí, como no podía ser de otra manera, las redes del poder imperial francés en el África Occidental de los años que van desde el final de la Guerra Mundial a la presidencia de Mitterrand, no está de más que se recuerde siquiera brevemente su aportación a la Historia de Burkina Faso, que se resume en el cumplimiento de parte del programa político que esgrimieron algunos regímenes socialistas del mal llamado Tercer Mundo durante el siglo XX: alfabetización de la población, reforma agraria, nacionalización de los recursos naturales, reducción de la deuda del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial (instrumentos de dominación de las democracias imperialistas), extensión de la sanidad pública, vacunación masiva de la población contra enfermedades infecciosas, lucha contra la desertificación, consecución de la autosuficiencia alimentaria, desarrollo de vías de comunicación, quiebra del poder de los jefes tribales, fin del trabajo forzoso, igualdad legal entre los sexos, prohibición de la poligamia (la Francia democrática, por cierto, autorizó la bigamia para los franceses varones en África) proscripción de la ablación femenina, etc., etc., etc. Es decir, que se abolieron muchos de los mecanismos de dominación y atraso que la democracia francesa preservó y defendió durante su sometimiento directo o indirecto en el continente negro.
Este libro ya sería recomendable simplemente por eso, porque nos recuerda algunas de las cosas que hemos olvidado y que de forma aparentemente enigmática retornan a nosotros hoy día arrojadas a nuestra cara en forma de mantas extendidas sobre las aceras de nuestras ciudades, manos que reclaman limosnas en las puertas de los supermercados, cadáveres acunados por las impetuosas olas del océano, jóvenes que escalan las verjas fronterizas y cuerpos apaleados y asesinados en las fronteras de nuestro país y que de manera aviesa se han convertido en uno de los principales asuntos políticos de los dirigentes de las sociedades del centro del sistema capitalista mundial, de las democracias asesinas.
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