El pasado 25 de noviembre volvió a celebrarse el día de la Eliminación de la violencia hacia la mujer y, el anterior, una joven de 15 años fue apuñalada en el cuello por su novio de diecisiete en Orihuela. La joven murió a causa de las heridas y el joven ha sido detenido. Quince años.

No voy a detenerme sobre cómo hemos llegado hasta aquí, es decir, hasta que un joven de diecisiete mate a su novia de quince; a que, según la encuesta sobre Percepción social de la violencia de género entre los jóvenes, “uno de cada tres considera inevitable o aceptable en algunas circunstancias ‘controlar los horarios de la pareja’, ‘impedir a la pareja que vea a su familia o amistades’, ‘no permitir que la pareja trabaje o estudie’ o ‘decirle las cosas que puede o no puede hacer’”.

Hasta que, siguiendo la misma encuesta, leamos: “todas las investi­gaciones indican que las personas jóvenes son algo más tolerantes que el conjunto de la población con las conductas relativas a la violencia de con­trol”.

Hasta que, de acuerdo con otra investigación, el porcentaje de mujeres de entre dieciséis a diecinueve años que han tenido pareja en alguna ocasión y que han sufrido violencia de control en los últimos 12 me­ses asciende al 25%.

Hasta que: “… se mantiene la trasmisión intergeneracional de mensajes como que “los celos son una expresión del amor”. El porcentaje de chicas que han escuchado este consejo a menudo o muchas veces es del 35,8% y el de chicos del 36,8%. Casi tres de cada cuatro (73,3%) adolescentes, independientemente de su sexo, lo han escuchado de una persona adulta en alguna ocasión.

Observemos este último dato: los jóvenes han oído que los celos son una expresión de amor de boca de los adultos. Los adultos que llevan el patriarcado inscrito en el ADN, que corre por sus venas como sus glóbulos rojos, afirman que tener celos no es un problema del celoso, un indeseable signo de posesión, un sentimiento a corregir en uno mismo, sino una muestra de amor que ha de ser tolerada y valorada como tal. Porque somos los adultos quienes transmitimos de forma consciente e inconsciente el patriarcado y la violencia de género que este trae de la mano.

Aunque las conquistas feministas identifiquen y denuncien las conductas machistas y violentas, aún hoy son pocos los hombres que están dispuestos a reflexionar sobre sus comportamientos. Urge un movimiento de hombres que denuncien el machismo de la sociedad y de ellos mismos y no dejen en manos exclusivas de las mujeres esta tarea. En un acertado artículo al respecto, titulado Las trazas de Errejón que hay en mí, el jurista Octavio Salazar afirmaba que en todos nosotros habita Errejón o trazas de él, siguiendo la estela de la respuesta que Juan José Millás dio a la ya clásica pregunta de La Revuelta: «Si me tuvieran que vender como producto envasado, me conformaría con que pusiera que podría contener trazas de machismo y de racismo», contestó Millás.

¿Por qué a los hombres no les interesa salir de ese silencio cómplice con el que asisten a los crímenes contra las mujeres? ¿Consideran traidores a quienes denuncian, como afirma Miguel Lorente que lo consideraron a él mismo cuando comenzó a trabajar sobre violencia de género? Se trata de la presión de la fratría masculina, la homosociabilidad que describía Eve Kosofsky como la preferencia personal por socializar con personas del mismo sexo, en la amistad, en los clubes, en los casinos; como hacen los hinchas de fútbol, o se fomenta en las visitas al prostíbulo para cerrar un negocio, tan denunciadas por las mujeres que llegan a cargos ejecutivos y que se ven excluidas de las últimas y definitivas decisiones empresariales al no participar en ellas. Una homosociabilidad que sirve a los hombres para mantener una posición de dominio en la sociedad, para identificarse como hombres y separarse de las mujeres. Porque ser hombre es no tener nada de mujer, de ahí la homofobia internalizada que crece con la incertidumbre identitaria, de ahí el temor a sensibilizarse sobre las violencias que sufren las mujeres, no sea que se conviertan en traidores a la masculinidad al acercarse a ellas; de ahí la adscripción de los jóvenes desorientados a populismos hipermachistas.

Los hombres son cómplices al permanecer callados. Como señalaba Lionel S. Delgado en otro artículo: “Cada diez propuestas que hizo Dominique Pélicot sólo 3 eran rechazadas. Al margen del horror de que 7 de cada diez estuvieran dispuestos a violar (presupongamos que tiene que ver con que buscase a sus cómplices en foros específicos y que por lo tanto ya hubiera cierta predisposición), lo que más indignación produce es el caso de esos 3 que rechazaban pero que no denunciaron la propuesta. Indigna que su silencio fuese tan escandaloso. ¿Cómo somos capaces de practicar una pasividad tan bochornosa? ¿Cómo podemos desentendernos los hombres de casos de violencia tan claros?”

Hemos llegado a un punto en que los hombres responden de inmediato ante la observación de que quienes violaron a Giséle Pélicot fueran hombres corrientes, lo que virtualmente les convierte a todos en potenciales violadores, con un hastag #NotallMen, defendiéndose así de lo que consideran una generalización injusta, pero no salen en tropel a pedir perdón por seguir defendiendo posiciones de poder que les permiten cosificar a las mujeres, usarlas como muñecas sexuales, agredirlas o matarlas; no buscan reflexionar, denunciar la conducta machista de otros hombres, defender públicamente el respeto a las mujeres.

El mismo 25 de noviembre un hombre puso en su muro de facebook un  largo comentario en el que pedía perdón por su machismo juvenil, que pudo herir a las mujeres que se relacionaron con él en plena Transición, cuando la revolución sexual fue androcéntrica y les benefició sobre todo a ellos; el 90% de los comentarios elogiosos y admirativos que aplaudieron su valentía eran de mujeres, pocos hombres se unieron a su invitación a reflexionar, a reconocer los errores cometidos.

Son esos hombres silenciosos quienes educan a los jóvenes como aquel de diecisiete años que, por amor, mató con un cuchillo a su novia de quince. Quince.