Resulta extraña
una merienda en un lugar acostumbrado al silencio, silencio de cementerio, de
museo o biblioteca. Quizá este lugar los reúna todos, tan extraño como el
propio acto de celebrar. Es una reunión mínima, la gala será una cena la semana
que viene en el palacio de congresos. Allí sentiré de nuevo estos zapatos martirizarme
los pies y el mismo empuje por marcharme. La prisa se ha ido apoderando de mí
en estos meses hasta haber perdido la paciencia por completo. Cuanto más triste
estoy antes busco deprenderme de cualquier sensación, regresar al sofá y
tumbarme para que el tiempo me evite o continúe. La tristeza me hace querer
plegar el tiempo como una guillotina. Pero aquí no hay guillotinas, ni tampoco
tristeza.
«En Italia no
los llaman cruasanes, los llaman cornettos, o sea cornetti. Y no
son lo mismo». Añade esto último pensando en que lo iban a corregir. Me ofrece uno
a mí, niego con la cabeza. «Es interesante cómo funcionan las palabras, ¿no?
Para que algo sea propio basta con darle un nombre. Se lo queda quien le pone
uno». «Pero los cornetti no estaban de antes, los italianos los
inventaron y los franceses lo mismo con los cruasanes. No sé, no tengo ni idea
de estas cosas». «Pero la idea ya estaba, alguien lo hubiera acabado haciendo.
Todo está antes de alguna forma». «Te estás poniendo muy filosófica me da la
impresión, para lo que es un bollo».
Aparece mi hija
con un cruasán o cornetto a medio comer, yo no los distingo, y me lo
ofrece con insistencia por querer regresar a algún juego con los otros niños.
Se llama Ifigenia, se lo pusimos por su abuela, aunque nunca la llamamos así,
sino Ifi. La miro con unos ojos que por un momento la sorprenden.
Aquí todos somos
buenas personas, es así como celebramos la bondad. A Ifi le gusta mi trabajo
por este tipo de celebraciones, pero debería igualmente agradecerlo porque no
tiene que ir a bañarse a la piscina pública. Por eso o porque irá a la
universidad y podrá elegir una carrera que le exija estudiar mucho, tendrá el tiempo
y la comodidad para hacerlo. Así evitará la imposición de trabajar en algo que
deteste.
Mis dedos andan
manchados de la pátina de almíbar que recubría el cruasán. Agradezco esta
necesidad de ir al baño. Al lavarme las manos inconscientemente y por costumbre
acciono el agua caliente, como hago antes de tocar los cuerpos de los internos.
A todos les sorprendió que calentase mis manos antes de acceder. Mis compañeros
lo juzgan como una pérdida de tiempo. Yo soy intérprete, no debería ocupar este
trabajo, aunque se creara para los intérpretes. Cuando me preguntaron por mi
incorporación al centro contesté, «me degradaron, es por eso». Pero mi
supervisora me aconsejó que dejara de dar esa respuesta si quería granjearme
alguna confianza aquí. Antes, quienes ahora son mis jefes, sentados a escasa
distancia y que gastan bromas a los hijos ajenos, compartían el mismo rango que
yo, tan sólo que en proyectos diferentes. Yo nunca había estado en este centro
antes.
«El guapo
me recuerda a un gato gris que tuve antes de Salero, sabes que te odia por cómo
te mira». «Yo creo que por eso lo llamamos así».
El procedimiento
es algo doloroso. Llegan mudos para que los exploremos y hagamos un orden de
primer grado. En los centros de recepción nos los dejan así, «como hace la mala
de La sirenita», lo explica así mi supervisora. También me advirtió de
que con los internos no se pueden crean vínculos. ¿Cuánta gente se habrá
encaprichado de alguno?
La única vía
para acceder a ellos es mediante el cuerpo y aunque aquí nadie es intérprete,
el que yo lo sea destaca como algo negativo. No me envidian. Es peor, entienden
que mi profesión es inútil. Si se quisiera comprender a los internos no nos los
traerían ya sin voz. Por eso se me degradó, aunque la razón principal que
alegaron fue por «un liderazgo demasiado maternal». Esas fueron las palabras
del chaval que se presentó en la reunión en lugar de mi jefa y en su nombre. Mi
hermana me comentó que eso era ilegal, pero que no mordiese la mano que me da
de comer.
Le limpio las
comisuras con dificultad porque gira constantemente la cabeza para ver a los
otros niños. Hoy hace casi un mes desde la última vez que la vi despierta.
Tengo turno de tarde y cuando llego yo, ella duerme. Así que la miro, ni
siquiera la acaricio por miedo a acceder a ella. Cuando accedemos a los
internos es para buscar datos con los que identificarlos, detectar el oficio
para el que pueden ser útiles o, si no lo encontramos, regresarlos al primer
nivel. Para extraer esta información no hace falta ser intérprete, es una
técnica superficial que termina por automatizarse. De este modo rellenamos las
fichas y les asignamos un documento de identificación con su número, aunque
luego todos acaban siendo moteados. Es difícil encontrar el nombre en sus
cuerpos. Somos nosotros quienes les ponemos un mote, parecido a los italianos
con los cornetti. Les hacemos a cada uno su cartilla rellenando algunos
parámetros biométricos y las observaciones después de explorarlos. Recuerdo un
chaval que había matado a su padre al confundirlo con su torturador. No fue
cosa nuestra, nada institucional, simplemente un sádico. Tenía diecisiete años.
Lo recuerdo porque pensé en lo joven –el que más hasta entonces– que era para
soportar la muerte. Lo anoté en la ficha: «Asesinato involuntario de su padre.
Susceptible de enajenación, peligrosidad potencial». Los casos que me
impresionan los escribo además en una libreta que escondo en el bolsillo
interno de mi abrigo, como el hacha de Raskolnikov.
Ifi ha comido
suficiente esta tarde, no debería preocuparme por la cena. Aunque yo tendría que
tomarme un café. Es tarde, así que descarto el impulso. Desde que llegó
Ifigenia no duermo bien. El sueño no se interrumpe, pero llega débil y pasadas
las dos. En la universidad también dormía mal durante la época de exámenes, una
estrategia obsoleta del cuerpo. Son cerca de las siete, eran de la mañana la
primera vez que vi a esa niña. Lo veo en el reloj de la pared del pasillo que
se trasparenta por las cristaleras, el mismo que miro por las mañanas para
comprobar que no llego tarde. Las agujas están iguales que cuando me dirigía a
la consulta donde me esperaba ella.
Nunca había
tocado un cuerpo tan pequeño, no para interpretarlo. No suelen traer a los
menores. Ellos sí que se llevan dinero público y permanecen en otros centros
con más comodidades. Igualmente venía
sin voz. Un pequeño hueco sin huésped, como la ropa que uno tira al suelo
cuando se desviste. Logré que me sonriera. Siempre he sido muy cariñoso con los
niños. Por eso decidimos tener a Ifi. Por eso me he comportado lo mejor que he
podido con esta interna de su misma edad, la interna de la que más he apuntado.
El resto de trabajadores no prestan atención a los testimonios. Así llamo yo a
las anotaciones que traen los internos consigo que yo tomo en mi libreta. Buscan
los datos necesarios para rellenar las cartillas. Es porque no son intérpretes,
sino burócratas. Les cuesta mucho descifrar los cuerpos, para ellos es
fatigante. Cuando construyes un discurso eres tú quien habla, no quien escucha.
Si uno se confunde el proceso se dificulta. Aquí no se necesitan intérpretes,
sino trabajadores que conozcan bien el procedimiento.
No recuerdo cuándo
enfermó, ella no termina de comprenderlo. Sabía que si le decía algo a mi jefa
la trasladarían y es tan parecida a Ifi que hubiera sido como volver a
renunciar a ella. La enfermedad es difícil de interpretar cuando está por
aparecer, yo puedo llegar a ella, para el resto de mis compañeros es
indetectable. Su nombre es Ifigenia, como el de mi hija. Los demás la conocen
como la troyana, antes como la cría. Cuando muera envolverán su
cuerpo en un sudario y lo quemarán. Saldrá humo blanco, otras niñas lo verán y
pensarán que están quemando rastrojos a lo lejos. Este centro se preocupa por
la salud de los internos, al llegar se les atiende y se les vacuna, a pesar de
que algunos se resisten. Esta niña estaba sana cuando llegó. En cambio, al
enfermar tan gravemente, no podemos hacerla pasar al nivel C. Allí se curaría,
pero en su estado trasladarla es inviable. ¿Cómo iba a imaginarme que la
enfermedad llegaría con tanta fuerza? Mientras no se supiera permanecería aquí.
Ahora permanecerá el tiempo que resista, porque resistir sólo le dará tiempo.
Trataba de ayudarla, ella también necesitaba de mi compañía.
Apenas han
pasado siete años desde que nació Ifi y hasta ahora la he querido. Conocí esta
institución siendo poco mayor que ella y a los quince o dieciséis años mi
familia me dejó inscribirme como voluntario. Iba a dar clase de escritura a una
de las asambleas del pueblo vecino. Se les llama asambleas a los centros a
partir del nivel D. «Tengo en mi casa al corazón más grande de este mundo»,
decía mi madre. Quizá comentarios como este fueron los que me impulsaron a
trabajar aquí, pensar en «transformar el mundo», como dice en un imán que me
regaló Ifi en mi cumpleaños con parte del dinero que le dieron por el suyo.
Reaparece para darme otro dulce a medio comer, me mira con sus ojos de afecto
tan extensos que parecen descubrir algo. «No cojas nada si no te lo vas a acabar.
¡Ifigenia!», se detiene. «¿Me has escuchado?», asiente, sus ojos siguen
abiertos. Mi supervisora y otros compañeros de mi alrededor me observan.
¿Estarán pensando que soy demasiado paternal y por eso me degradaron?, ¿en que
mi hija no me respeta? «Se ve a kilómetros que te adora. No sólo tiene tus
ojos, también tiene tu bondad». ¿Mis ojos? Hay sinceridad en su tono, pero ¿la
hay en sus palabras? «Bueno, trato de hacerlo lo mejor posible, como aquí».
Olvidamos que somos
a partir del cuerpo. Supe de inmediato que la interna es tan inteligente como
aparenta su expresión. También es bondadosa, aunque quizá hablar de ella en
presente sea un error. No sé si Ifi, al contar con tantos privilegios, podría
llegar a ser así, para ello tendría que comprender cuál es su deuda y todavía
es joven. Yo era consciente a su edad, pero ella no parece serlo. La veo tan
indiferente, tan despreocupada de lo que pasa alrededor, que a veces creo que
es estúpida. ¿Por qué Ifi no puede ser como era yo, como es Ifigenia?
La enfermedad
era incipiente. Me hice el sorprendido, aunque perjudicase aún más la imagen de
mi profesión. Era lo que deseaban creer, en la ineptitud de mis estudios. Sigo
sin creer que la alcanzara con tanta intensidad, que no haya dejado oportunidad
para ningún remedio. Mis horas libres las he pasado junto a ella, para leerle
cuentos o, simplemente, acompañarla. Luego la exploraba para apuntar sus
pensamientos. La mayoría de internos se rigen por la apatía, para ella, por su
niñez, todo conocimiento es un posibilidad viva, incluso en el tramo de la
enfermedad. Han restringido el contacto solamente a los médicos. Hace tres días
que no la veo y no puedo expresarle este dolor a nadie. Aquí la bondad se
rentabiliza, Ifigenia es bondadosa como si no tuviera la posibilidad de ser de
otro modo.
Mi supervisora
se levanta. «Quiero proponer un brindis, aunque quizá un zumo de melocotón no
sea lo más indicado –se ríen– por la nueva incorporación de este año –me miran
y lo hacen todos, no hace falta decir mi nombre–. Estos meses has hecho un gran
trabajo, sabemos que este sitio puede ser duro y a veces desagradecido. Por
eso, como estamos de celebración, porque aquí una no descansa, aprovecho,
aunque ocho, ¿nueve? –regresa su mirada, asiente– meses tarde para darte la bienvenida
y decirte que mis impresiones son que te estás adaptando bien». Aplauden e Ifi
regresa para abrazarme. Todos miran y no puedo apartarla.
Mis compañeros
no se imaginan que bajo la celebración estoy atravesando un luto, pero mi
afecto sería entendido como una irresponsabilidad. Quiero ir y cuidarla o velar
por ella, hacerle la compañía que me hizo a mí durante estos meses. Las
personas que estén con ella, si es que no está sola, mostrarán esa bondad fría
que proviene del deber. No debería permitirlo y aun así me queda esperar hasta desacostumbrarme
a pensar en ella. Porque no me enteraré de su muerte, aquí nunca muere nadie.
La bondad es algo tan insignificante. Miro a Ifi, corriendo y riéndose, no la
reconozco. No puedo liberarme de la imagen de Ifigenia pálida, como el cuadro
de Gabriël Metsu. Las tres miran hacia mí.
Ya duerme. Hemos
llegado antes de las diez, no quedan alternativas. Enciendo la hoguera, me
quito los zapatos y los arrojo al interior. Quedan envueltos por el plasma.
Siento que alguien tira de los nervios de mis ojos como si fueran las cuerdas
de un titiritero. Me acurruco en el sofá. He olvidado el libro que estoy
leyendo en la mesita de noche. Sacó mi libreta y la ojeo. Pero estoy cansado,
así que renuncio a la lectura, cojo una manta y me cubro con ella. Son ya más
de las dos. Cuando mi padre estaba vivo solía advertirme de lo peligroso que es
dormirse con el fuego encendido. Qué cansados son siempre los funerales.
Jesús Santander
Martínez
(Almería, España: 1999). Graduado en Literaturas Comparadas por la Universidad
de Granada y con un máster en Estudios Literarios y Teatrales por la misma
universidad. Actualmente realiza el doctorado en Lenguas, Textos y Contextos de
la Universidad de Granada al mismo tiempo que cursa el Grado en Filosofía en la
Universidad Nacional de Educación a Distancia. Sus investigaciones se centran
en la relación imagen-palabra y en otras diferentes manifestaciones de la
intermedialidad, así como en la política de la literatura y su relación con el
lenguaje. Colabora como crítico literario en Revistas como Casapaís y Zenda. Ha
participado en El taller del poeta (2021) organizado por Cursiva, Instituto
Cervantes y Penguin Random House Grupo Editorial. Además, codirige Dmientras,
un proyecto de divulgación literaria y club de lectura en Almería.
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