Dedicado a Jorge y
a Guadalupe quienes, ante lo peor, supieron sacar lo mejor.
(Basado
en hechos reales).
Sacó el coche del garaje a toda
velocidad. Dejó la rampa atrás y giró a la derecha. De inmediato, notó que,
aunque no llovía, conducía sobre una corriente de agua que alcanzaba dos palmos
de altura por encima del asfalto. No vio sitio para aparcar en la calle, pero
se fijó en un hueco entre un escuálido árbol y la terraza del bar de Manolo.
Maniobró con agilidad y colocó el coche de culo, en batería, subido a la acera,
por si tenía que salir pitando.
Por delante de sus ojos
desfilaron varios conductores que avanzaban con dificultad, provocando grandes
olas en el agua que golpeaban el morro de su automóvil y le obligaban a
accionar el limpiaparabrisas para poder ver lo que ocurría fuera.
Lo puso en modo rápido ya que, de
repente, había empezado a llover a cántaros. Pensó que sacar el coche del
garaje había sido la decisión correcta; a este ritmo, el agua pronto inundaría
el garaje. Entre pase y pase del limpiaparabrisas, vio que el agua ya cubría
las ruedas de los coches frente a él.
De pronto, notó cómo su coche se
agitaba ligeramente, como si alguien pesado se hubiera sentado en él. Levantó
la vista y vio que otros vehículos habían quedado puestos de lado y se agitaban
levemente. La corriente era muy fuerte, el agua marrón arrastraba cañas y
maleza que, amontonadas igual que islotes, golpeaban los automóviles y el
mobiliario urbano como en una máquina de bolas. Vio pasar sillas del bar y
cajas flotando. De repente, sintió humedad en los pies; miró hacia abajo y se
dio cuenta de que el suelo del habitáculo estaba inundado. Miró a su izquierda
por la ventanilla y comprobó que el nivel del agua subía por segundos. Aquello
ya no era una inundación corriente. Tenía que salir del coche.
Instintivamente, accionó la
manecilla de la puerta y la empujó para abrirla, pero la presión del agua era
muy fuerte y no se movió un ápice. Bajo la ventanilla y salgo por ahí, pensó.
Empujó el botón para bajarla, pero, casi al mismo tiempo, un chispazo estalló
en el capó y el limpiaparabrisas se detuvo a mitad de camino. El coche estaba
muerto; no podía bajar la ventanilla.
El agua seguía entrando
irremisiblemente y ya había más de un palmo de agua en los bajos. Tenía que
salir de aquella trampa. Golpeó el cristal de la ventanilla con el hombro para
romperlo, sin embargo, solo consiguió lastimarse; el cristal no iba a ceder.
Necesitaba un objeto punzante. Sacó la llave de arranque y empezó a golpear la
ventanilla, pero aquello era inútil, y el nivel del agua seguía creciendo el
interior.
De repente, un fuerte golpe
sacudió todo el coche y lo hizo girar un cuarto de vuelta sobre sí mismo. Otro vehículo
había impactado contra el suyo como un obús. Notó cómo su automóvil comenzaba a
desplazarse; flotaban calle abajo.
Pensó en esos martillos que había
visto en algunos autobuses, los que sirven para romper ventanas en caso de
accidente. No tenía ninguno. Decidió abandonar la idea de romper la ventanilla
y se centró en intentar abrir la puerta. El coche ya navegaba calle abajo y el
agua seguía entrando, alcanzando la altura del asiento.
Se sentó de lado y empujó con
fuerza con las piernas contra la puerta sin éxito, ya que necesitaba mantener
la manecilla abierta a la vez. De nuevo intentó la maniobra: de lado, accionando
la manecilla con la mano derecha y tratando de empujar; sin embargo, su inmensa
barriga le impedía flexionar las piernas lo suficiente, y, al aplicar fuerza,
rodó sobre sí mismo, se golpeó la cabeza con el volante y soltó la manecilla.
Su coche era parte de un río de
objetos y automóviles que viajaban calle abajo golpeando todo a su paso. Un
fuerte choque detuvo su vehículo. Se había topado contra una pila de coches que
taponaba la calle. Al menos, lo habían parado. El agua ya sobrepasaba los
asientos, que ni siquiera se veían. Pensó en dejar que el agua entrara
completamente y, en el último momento, abrir la puerta; lo había visto en las
películas. Seguro que funciona... o no, se dijo. Tenía que hacer algo.
Sacó de su chaqueta la cartera,
un amasijo de tarjetas de supermercado y de crédito, entre ellas la misma con
la que había pagado el coche. Insertó todo ello entre la puerta y la manecilla
para mantenerla abierta. Aparentemente, esta quedó accionada. Solo tenía que
empujar con todas sus fuerzas. Se acostó en los dos asientos, apoyó los pies
contra la puerta, pero su altura no era suficiente, le faltaban unos
centímetros para alcanzar la otra puerta y hacer fuerza.
El coche osciló y empezó a
desplazarse calle abajo de nuevo. Miró por encima del hombro y,
paradójicamente, vio que estaba volviendo hacia la boca del garaje de donde
había salido. Observó cómo el agua entraba a borbotones en el garaje. Si no
salía del coche, el garaje lo engulliría a él también.
Finalmente, su automóvil llegó a
las puertas del garaje y quedó atascado sobre otro que se encontraba completamente
hundido y que lo detenía contra la corriente que lo empujaba hacia adentro, al
menos momentáneamente. Era su última oportunidad para escapar.
De repente, algo le tocó el
hombro; era el bolso del portátil que flotaba en el coche. Lo cogió y lo colocó
entre su espalda y la puerta para hacer tope y ganar unos centímetros. Se
acostó de nuevo y notó que ya alcanzaba la otra puerta con los pies. Comprobó
que la cartera aún accionaba la manecilla y empujó con todas sus fuerzas. El
portátil dentro de la bolsa crujió, con todo, pudo presionar la puerta, lo que
le dio esperanzas. Sin embargo, al mismo tiempo que empujaba, vio como a cámara
lenta la cartera caía, devolviendo la manecilla a su posición cerrada.
Gritó de rabia y maldijo su
suerte. Con desesperación, empezó a golpear la puerta con los pies, y uno de
los golpes impactó contra la ventanilla. Siguió un crujido, y el cristal
estalló en añicos. Se quedó paralizado; tras unos segundos de incredulidad, se
incorporó y salió por la ventana, como si se lanzara por el tobogán de un
parque acuático.
Empezó a nadar con fuerza; al mirar hacia atrás, vio cómo su coche era engullido por la boca del garaje. Se agarró a una farola y, agotado, se dejó mecer por la corriente de agua.
[La fotografía superior fue tomada en Catarroja -Valencia- el día 29 de octubre a las 20.13 por Jorge, a quien se dedica este relato, y cuyo vehículo aparece en primer plano]
Vifra Ferrer (Castellón, 1970). Ingeniero y empresario. Apasionado por la escritura y la lectura.
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