Fotografía de Andrés Carnalla


Estuario

 

A las niñas nos mandan a dormir a la isla del fondo, como si fuera tan fácil llegar. Todas nosotras sabemos que es el lugar más peligroso de la casa, pero los adultos no están para creer en ello. Y no les importa que, cuando nos montamos en nuestras barcas, no queramos soltarnos de sus manos, que rememos pasillo adelante sin querer hacerlo, mientras ellos nos dicen que sigamos, que miremos al frente, no nos vayamos a caer al mar. Nunca sabemos si será esta la última vez que los veamos ni si lograremos regresar al día siguiente.

En el inicio de la travesía por el mar encontramos peces pequeños y les damos de comer. Nos sacudimos los restos de la merienda de los bolsillos y ellos vienen a nuestras manos y parece que las besan y a nosotras nos divierten sus cosquillas. Pero a medida que nos vamos alejando de los adultos y acercándonos a la habitación, los peces se van haciendo más grandes y ya no se acercan a nuestras manos, ni siquiera se las enseñamos, primero porque ya no nos quedan migas y, segundo, porque estos peces sí tienen dientes y nos los enseñan. Es aquí cuando la barca más se tambalea, tanto por el oleaje como por nosotras, que estamos temblando y queremos abrazarnos. Casi siempre creemos que nos vamos a caer y que los peces nos devorarán, que seremos sus migas.

Cuando al final logramos llegar a la habitación, el océano parece que termina a los pies de nuestra cama, pero no es del todo cierto. El océano no es como un vaso, que contiene el agua. El agua no tiene límites si los peces la empujan. Y a menudo los peces están tan hambrientos que logran que el agua alcance nuestra cama. Por eso el sueño es intranquilo, podríamos ser el alimento de un tiburón.

Cuando se hace de día, todo vuelve a empezar. Las barcas, amarradas a los barrotes de la cama, nos recuerdan que hay que regresar. Y al abrir la puerta para salir al pasillo, otra vez el océano.

 

 

La vía láctea

 

Y la fisura que esperaba llega un día cualquiera, siempre pendiente de ella. Su hija llora porque se ha caído del columpio, se ha soltado uno de los eslabones de la cadena y se ha caído. Quiere que su madre arregle el columpio. Pero no es a ella a quien la niña le cuenta cómo se siente, sino a su amiga. Y entonces la madre, que mide todo en fracturas, se pregunta si esta es la primera. Si la primera fractura entre una madre y su hija se produce en ese instante, ¿en cuál de ellos? ¿En el que la hija le cuenta un secreto a su amiga y le pide: no se lo digas a mi madre? ¿O cuando la madre lo escucha?

Lleva años invocando las grietas y escondiéndose en ellas. Pero nada podía evitar la caída, la fisura, esas palabras que susurran: no se lo digas a mi madre.

            Y ahora ha pasado. Su columpio se ha caído, un eslabón de la cadena se ha roto. La hija le pide a la madre que lo recoloque. Y también le pide que no escuche, que hay algo que no quiere contarle. Y entiende que la maternidad es un columpio, una grieta necesaria, una hendidura en la que abrir hueco a los secretos.

 

 

Encrucijada

 

La niña que está tumbada en el suelo termina su dibujo y se lo regala a su madre. La madre lo mira un rato y después, con cierto cuidado, dobla la parte en la que está

dibujado el padre y la corta. Con sus manos todavía temblorosas le enseña a la niña el

dibujo en el que ahora quedan solo ellas dos.

La niña sostiene en una mano el dibujo del padre y en la otra, el de ellas dos. Después de mirarlos un rato, la hoja con la silueta del padre cae al suelo. Luego dobla por la mitad el dibujo que le queda en la mano, hace un pliegue que queda justo a la altura de sus cinturas y, como le ha visto a hacer a su madre, lo corta con sus manos. La silueta de la madre y la de la niña quedan entonces partidas por la mitad: por un lado, la cabeza y el tronco, por el otro sus piernas. El dibujo de la familia son ahora tres pedazos de papel tirados en el suelo.

 

 

Nada

 

Las niñas buenas juegan con otras niñas a las muñecas o saltan a la comba. Las niñas buenas huelen a flores y recogen ramos para sus madres. Las niñas buenas están quietas, se portan bien y no dicen nada. Nada.

 


 


Lo que crece en las grietas, Virginia Ruiz. Los aciertos & Pepitas. Mayo, 2024



                                                                                                                               Fotografía de Isabel Wageman


Virginia Ruiz Fernández nació en Logroño durante los sanmateos de 1976. Al ginecólogo que la trajo al mundo lo sacaron de una fiesta de disfraces y lo primero que vio fue a un tío disfrazado de rumbero, así que desde el principio comprendió que la vida es una ficción. Aún así, estudió Ciencias de la Información, siguió con un Máster en Comunicación, continuó con un curso de Técnicas Narrativas y terminó viviendo al otro lado de la escritura, como profesora en la Escuela de Escritores, en la UPL y en Semilla Negra. Con el tiempo escribió un par de hijos y ahora da a la luz un libro de relatos que esconde un libro de poesía y que no disfraza ninguna herida. Dice que está feliz de nacer de nuevo en Pepitas.