FUNAMBULISTA

 

Hay un funambulista. Se dispone a cruzar entre dos rascacielos unidos por un grueso alambre. No es Nueva York, ni es Philippe Petit, ni es el 7 de agosto de 1974. Los dos edificios tienen una altura semejante a las Guiyang Twin Towers, no la alcanzan por escasos metros. El funambulista sabe que el viento sopla más fuerte de lo que debería esta mañana, pero aun así no quiere usar la red. Mira al frente, al horizonte, y respira en la azotea, tratando de llenarse con el aire que le sostendrá durante el trayecto.Vuelve a respirar, ralentizando el paso del viento en su pecho. Poco después, ya está listo. Y sale: primero da un paso, luego otro. Un paso más, y luego otro más, como en la vida. Es ahora o nunca, sabe que solo puede ser hoy, aquí y ahora. Camina hacia el segundo rascacielos y con cada paso pierde progresivamente la noción del tiempo, pero no la del cuerpo ni la del espacio. Sus pies, sus brazos casi en cruz y su respiración son el único reloj del mundo. Jamás existió otro. Avanza, continúa. Un pie, y después el otro. Todo paso es siempre un balanceo. Un pie, y después otro pie, y luego otro más. Lentamente, fuera del tiempo, pero en el espacio. Y así va llegando al segundo rascacielos hasta que finalmente lo consigue. El funambulista ignora cuánto tiempo ha pasado. Quizá unos minutos, o toda una vida. Pero sabe que ha cruzado, que está allí. Por eso se vuelve al pisar la azotea del segundo rascacielos, y mira hacia atrás buscando el primero. Y al hacerlo, al contemplarlo, al divisar la enorme masa desde la que partió, advierte que no hay ningún alambre. Que jamás existió un alambre. Ninguno, nunca, jamás.

 

 

 

 LOS NUEVOS BOSQUES

 

 Alguien escuchó en algún lugar de Dirmad que los árboles no dejaban ver el bosque. Así que los talaron. Los talaron todos. Todos.

 

 

 

 LOS PÁJAROS

  

Nadie sabe por qué grabaron el canto de los pájaros antes de exterminarlos. Unos dicen que fue solo para dar fe de su existencia. Otros afirman que, al ser las aves metáforas del alma humana, los pájaros debían desaparecer de manera física, pero permanecer de algún modo, como el espíritu. Los más suspicaces piensan –aunque no lo reconozcan en público– que su desaparición se relaciona con algún turbio asunto ligado a la lógica capitalista: los cantos grabados y su reproductibilidad resultarían más rentables que los propios pájaros. Fue esa, por tanto, la única forma en que dichas criaturas pudieron sobrevivir en este mundo: a través de pistas grabadas que poco a poco comenzaron a comercializarse. Los habitantes de Dirmad las escuchaban a diario y rememoraban con nostalgia tiempos mejores al oír aquellos gorjeos digitales. Y cuando el canto cesaba, o incluso durante el propio canto, se preguntaban de manera recurrente cuál o cuáles habían sido los motivos de susodicha desgracias, como sucede siempre con la fatalidad y el infortunio, muchas son las hipótesis y muy pocas las verdaderas razones.

            Pasaba el tiempo, y quienes se habían deleitado con la música y la visión de aquellas criaturas celestiales se sintieron incapaces de asumir el vacío dejado por ellas, y trataron de emular los sonidos que en su día escucharon de primera mano y también los que se encontraban en las grabaciones. Sin embargo, la frágil y saturada memoria de los habitantes de Dirmad ya no podía distinguir unos de otros. Por consiguiente, los nuevos cantos de los seres humanos se convirtieron en una vaga y penosa imitación de los originales: ya no tenían alma o espíritu. Eso hizo que los insectos y muchos diminutos roedores y reptiles se confiasen ante la ausencia de sus depredadores y que proliferasen llenando todos los rincones de Dirmad. Y aunque se pensó en que estos últimos seres corrieran idéntica suerte a la de los pájaros, se descartó tal posibilidad ya que podría ocurrir algo semejante a lo acaecido: que se les terminase echando en falta.

            Así, desde hace muchos, muchísimos años, se escucha en todos los lugares de Dirmad el canto de los pájaros en grabaciones o en las bocas de los nostálgicos, quienes, de vez en cuando, se asoman a los balcones y las ventanas, y observan el cielo desde el suelo, esperando el regreso de aquellos viejos compañeros alados, mientras espantan a las moscas, apartan a las ratas o huyen de las serpientes. Con todo, muchos habitantes de Dirmad han empezado a burlarse de quienes reproducen esos gorjeos, pues saben que los pájaros jamás existieron y que solo forman parte de un antiquísimo entramado mitológico.

 



 [Cuentos pertenecientes a Tengo la impresión de que el cielo se prepara para la lluvia (Espasa, 2024)].

     


 




 

 Óscar Curieses es un escritor nacido en Madrid en 1972. Lo de singular, por de pronto, lo digo por la amplitud de sus intereses creativos. Como poeta, cuenta con cinco obras: Sonetos del útero (2007), Dentro (2010), Hay una jaula en cada pájaro (2013), Constitución Española (2022) y Libro de los Icebergs (2023).​ Es autor de la original obra narrativa Hombre en azul (2014), un falso diario del pintor irlandés Francis Bacon, híbrido de ficción y ensayo. Ha publicado el ensayo titulado En el cine de Auster (2021), en que estudia la relación entre cine y la literatura de este autor, con quien mantiene una entrevista reproducida en el libro. Además ha realizado diversas obras cercanas a la performance con diferentes artistas y colectivos. Es profesor de talleres literarios y periodista en varios medios. Ha comisariado la exposición de pintura OPS, El Roto, Rábago: Una microhistoria del mundo. En relación con este artista ha publicado el libro de relatos: Tengo la impresión de que el cielo se prepara para la lluvia (2024).