LOS
HUMILDES
para Maria Isabel
El sauce de la
orilla del río los cobija en su gruta de púas vegetales. El niño había nacido
hacía apenas unos minutos y Rosa conserva el pavor afincado en los ojos claros,
sin motivo. La madre había actuado sola (tal vez habría ayudado el padre, al
menos la navaja era suya). Ella mira la hierba, de un verde y aspecto
desvaídos, el cuerpo de su hermano aún íntimo como un vientre, la madre con el
pecho tapado por la manta, las ropas empapadas de pringue y las manchas de
sangre, llenando poco a poco la tierra y el cielo.
No estaba muy
lejos, detrás de unas matas. No veía casi nada porque la madre dijo: “Si
espías, el niño muere”. Se quedó en cuclillas escuchando el movimiento del río,
tan brillante que parecía haber agotado la luz. Hasta que del sauce salió un
grito, más hondo que un terremoto, y ella empezó a temblar por temor a que la
madre hubiera muerto.
La madre
(Roberta) le manda poner agua en una cacerola, a pleno sol. Ella la llena
sumergiéndola en la corriente, arrastrándola sobre las arenas que chirrían,
enseñando las rodillas, floreciendo en las piedras frescas. Otros sauces
maduran su verde en la solana resplandeciente, pletórica de aristas, círculos y
vértices. Se moja el delantal y lo dobla, remete una punta en la cinturilla de
la falda, coge la cacerola por las asas y la expone en lo alto de una roca al
calor balsámico del día. Tiene un agujero. Las gotas rezuman y se cuelan a cada
poco por las oquedades polvorientas de la piedra.
-Pierde agua
-dice a la madre desde arriba.
-Ve echándole
agua con el cuenco.
Va y viene entre
la orilla y la mata, observa el agua en la cacerola, la mantiene casi hasta el
borde. Despierta un vagido en la boca del recién nacido, nuevo y por pulir como
una piedra del campo. Clara y fina porque el río corre muy limpio, es un
maravilloso paño fluido para purificarle el cuerpo gelatinoso. Ella misma lo
lava, junto a su madre que observa sus hábiles movimientos. Hay ropas de
colores (hacen cabriolas con ellas en las vacaciones y en las plazas) más allá,
en el tronco de otro sauce. El niño está echado ahora y su llanto potente se
prolonga por la fila de árboles de ramas colgantes.
-Tu padre no ha
traído la leche -murmura la madre-. También estaba seca cuando tú naciste.
Rosa va a lavar
las ropas del parto. Le parecen naturales las costras coaguladas, la baba
sanguinolenta que se deshace en el río, traspasado por el sol. La sábana
ensopada adquiere un peso añadido para sus tiernos brazos. Una vibración le
eriza los cabellos y le trae la voz aguda de la madre: “No te retrases, Rosa”.
Enciende la
lumbre: dos trozos de leña cruzados en cuyo centro atiza el fuego. Pela y pica
una cebolla. La ve crepitar en la sartén, vítrea, laminada, empapada de aceite.
-Bendito sauce
-dice la madre. (¿No es la llanura una casa magnífica, de santos y guerreros,
viajeros y saltimbanquis?)
El padre no ha
traído la leche. Tiene esperanza en los senos de la mujer y aclara que en las
inmediaciones no hay más que avaros que se refugian en casa en cuanto sospechan
de la mirada de un pobre.
-Pero yo quiero
leche -insiste la madre-. Rosa, lleva una taza para la leche.
Rosa cruza el
vado del río, por encima de las piedras que se entierran en el fondo y se
alisan en las ondas del agua. Toma la carretera alquitranada cuyo negro se
pierde en los reflejos del sol. Lleva un dedo metido por el asa de la taza, a
la manera de un anillo grande. Un mosquito zigzaguea, difunde sobre su hombro
un sonido acechante que se funde con el calor de las hojas pobladas de
mariposas, libélulas, langostas y santateresas. Se pierde en el tiempo y el
espacio alargado de la carretera, a la espera de que surja una vivienda, una
taberna, una choza. Ve una casa de campo con un muro, rodeada de espesos
zarzales. Tira de la cadena de la campanilla, que hace sonar una ristra de
cascabeles, desenfadada y alegre. El penacho de una palmera se abre, blando,
encima del tronco verrugoso.
¿Qué quieres?
-pregunta una mujer. El cinturón del delantal le da dos vueltas a la cintura y
se le achata en un lazo caído y unilateral al principio del vientre.
-Una taza de
leche.
-¿Para qué?
¿Para algún gato?
-No. Es para mi
hermano.
-¿Cómo te
llamas? Te la bebes tú.
-No, yo no.
-Entra. Tienes
suerte. Todavía queda un poco.
Hay un terreno.
La palmera lo hiere en la mitad con su cuerpo torneado y atigrado. Rosa sube
las escaleras y entra en la casa detrás de la mujer. Topa con una cocina
imprevista, desprovista de leña apilada (pero con un fogón), de piedras que
sirvan de asientos (pero con bancos), de vasares para dejar los platos (pero
con una mesa). Un gato sale maullando debajo de la chimenea. Tiene los ojos
marítimamente verdes, con barcos delgados en el centro.
-¿Has traído
algo para llevarla? -la mujer no se había fijado en la taza.
-Sí.
La mujer se dirige al balconcillo. Echa
leche de un vaso en la taza, lunar y nevada. Rosa lo apoya en el reborde.
Admira la dulzura suave y cremosa.
-Solo tengo un
vaso.
El gato salta. La taza se desequilibra.
La mujer exclama: “¡Oh!”. Y Rosa tiene la impresión de que la leche que se
extiende desperdiciada por el suelo es un cementerio.
Cuando paran el
niño toma la leche de la madre, un hilillo, esta vez, infalible. Cortan por un
atajo al encuentro de la villa, un estorbo en lo alto de la montaña. Rosa va en
cabeza, vuelta hacia el río, que interpone una distancia vítrea en la llanura,
por entre los sauces desgreñados, de modo que su cinta cadenciosa casi le corre
por dentro de los ojos.
El padre
transporta la tienda y los utensilios, la madre el vestuario de trabajo y las
mantas y ella a Julio, el hermano. Por su causa no puede quitarse la cuna de
los brazos y le sobreviene al nivel de los hombros una lastimosa opresión de
yugo.
-¿Cómo hacemos
la torre? -pregunta el padre-. ¿Quién se queda con el niño?
El día cae, la
noche se extiende. Rumorea un viento fuerte.
-Montamos la
tienda en la plaza -dice la madre.
Recibe a Julio
en la blusa, lo sostiene contra el pecho con un antebrazo. Rosa sonríe y corre.
¿Qué hay mejor que una ladera de la montaña donde explota a los cuatro vientos
la tensión perfumada de los pinos, los eucaliptos y las retamas?
Montan la tienda
en la plaza, por detrás de la capilla. En aquel sitio la plaza se asoma al
precipicio verdoso. Pero el color se difumina, se rompe en las sombras que
despuntan y acaba por quedar concentrado solo alrededor de la pequeña linterna
colgada a la entrada de la tienda.
-El niño está
meado -comprueba Rosa.
-Cámbiale -responde
la madre.
El padre llega con un grupo compuesto de
un hombre, una mujer y un chico. Emana de ellos una pobreza extraña, también de
saltimbanquis. Los presenta a la luz recogida de la lámpara. Tienen los ojos
distantes, después amigos.
Los hombres hablan:
-Ha sido mala
suerte.
-Dos compañías
es mucho.
-La tierra es
pequeña.
-Mañana hay una
procesión.
-Por la tarde.
Damos el espectáculo por la mañana.
-Entonces ¿nos
juntamos?
-Es lo mejor.
Mezclamos los números. Rosa da buenas volteretas. Después repartimos lo que
toque.
-Yo soy
equilibrista. El chico tiene un lagarto que es un éxito. Le anda por el cuello,
se le mete por la camisa.
Los chicos
hablan:
-Tengo un
basilisco.
-¿Qué? -pregunta
Rosa.
-Un basilisco.
Un lagarto que mata con la vista. Si me mira cuando trabajo, muero.
-¡Mentira!
-Ya se ve. Pero
el público se lo cree. Me pica cuando repta por mi cuerpo.
Las mujeres
encienden la lumbre y hablan:
-Ha nacido hace
días -dice Roberta-. Se llama Julio.
-Yo solo tengo a
João. Acampamos al pie.
Pero no tienen
tienda. Forman un reducto con los sacos y las cajas. Desdoblan dos colchones en
la oscuridad apenas golpeada por la débil llama de la linterna.
Después de cenar
juntos, Rosa va a tocar la pandereta a la plaza, en medio de la chiquillería,
mientras João grita: “Mañana hay espectáculo, mañana hay espectáculo”. Se
mueven por la sombra que sonajea y toca en simultaneidad con el instrumento.
Rosa ríe, excéntrica con su falda de tarlatán que le descubre los astiles puros
de las piernas y el vivo común de las bragas. Los chicos le pellizcan en los
costados y gritan: “Saltimbanquis, saltimbanquis”. Se sientan en las gradas de
la picota. “Enséñame el lagarto”, pide Rosa. “¿El basilisco?”. “Sí, el
basilisco”, confirma.
Antes de
acostarse João cae sobre las brasas mal apagadas y casi se quema el culo. Julio
sorbe la leche del seno derecho de Roberta, con la boca torcida, como otro
pezón. Al fondo del mirador los campos se enturbian durante horas a la media
luz del cuarto creciente.
Rosa tiene el
sueño ligero. Despierta con el evanescente azul matinal y los trinos leves de
las campanas, oliendo los campos de satisfacción desde las gargantas de los
carneros. Disfruta de estar en la cama (un pobre colchón, una sábana y un
manta). Se siente como una castaña dorándose en el horno. En el rincón opuesto
de la tienda los padres duermen. Julio está echado en una almohada. Su rostro
flácido es el de un vejo pequeño, en espera de adquirir juventud. Llora con
ganas y la madre también se despierta. Se ponen las ropas chillonas, la de los
saltos y las contorsiones, una fantasía que afronta humildemente el perfil
natural de los árboles, los arbustos y las hierbas. Los pantalones del padre,
rojos y brillantes, se ensanchan en los pies. Se pone unos zapatos de lona con
suela de caucho. El blusón, rojo también, le rodea la cintura y, cuando da
volteretas o se mantiene erguido al viento sobre los hombros de Roberta,
recuerda una estera. La madre viste de amarillo, una flor de girasol alrededor
del cuello. Lleva las piernas depiladas, sin ningún pelo, pero blancas, tan
blancas que por la blancura parecen más delgadas. Los otros esperan. Observan
sus trajes, que son los del día anterior, apenas alterados por pormenores
burlescos. La capilla está abierta. Pasan mujeres con los sudarios de sus
chales y pañuelos. Miran el cuello amarillo y floral de Roberta, sus piernas
desnudas. Balan las ovejas, reunidas en un rebaño.
João lleva un
lagarto en una caja. Rosa se coloca bajo el brazo la alfombrilla de los
espectáculos. La tapa es transparente, con agujeros. El lagarto está, por
tanto, en una vitrina, reptando por el fondo y buscando otro verde fuera de su
cuerpo.
Rosa va a
comprar pan. No lleva bolsa. Lo recoge con las manos, enharinado y familiar.
-Pobres. Mala
vida llevan.
La tienda huele bien. Dan ganas de comer
su olor, alargado de igual modo en las ventanas de las narices de la vieja,
apenas dos trazos en un rostro consumido
Al mediodía dan
su espectáculo enfrente de la picota. El sol perpendicular cae sobre las
cabezas de los asistentes, cubiertas por pañuelos o boinas. Crea un lago de luz
(chop, chop) en la alfombra roja. La madre afirma los pies, en cuclillas, en
espera de que el padre se le suba a los hombros, Se levanta despacio, se queda
inmóvil, petrificada, ignorante de la fragilidad de su vientre. A su alrededor
ríen. Roberta se alegra íntimamente de su risa, que después caerá en monedas en
el sombrero pasado por Rosa o por João. Rosa trepa por sus cuerpos. Se alza,
haciendo equilibrios, con la cabeza del padre entre las piernas. Abre los
brazos una vez arriba. Tiene a un lado, por detrás de las casas, la montaña
donde anclan las peñas y los árboles, se enraízan las piedras y las plantas
agrestes, con su color y su aroma lejanos. Del otro lado se precipita la
pendiente espesa de los ramajes donde se anuncian las pausas duras de las rocas
o suaves de las casas de campo. Las rozan el pelaje lacio de las cabras y la
lana perdida de inmundicias de las ovejas. Los rayos de luz casi silban. Rosa
asiste ingenuamente desde lo alto de su pináculo humano a la cópula del sol.
Salta al suelo, un salto arriesgado para sus piernas de niña y el público dice:
“¡Oh!” “Parecen cañas”, dice un chico, “las de la madre, sí”. Da varias vueltas a la alfombra, las manos en
el suelo, los pies en alto, las manos en el suelo, los pies en alto, las manos
en el suelo, los pies en alto.
La torre se
deshace por completo. João ocupa ahora el centro de la mancha roja. Saca al
lagarto de la caja. Lo pone en la cara de alguien, junto a la nariz. El lagarto
repta, el cuerpo escamoso y las patas recortadas en el impresionante verde
animal. “El pequeño es bonito”, comenta una mujer. Porque el lagarto les
incomoda poco, acostumbrados como están al contacto de bichos y plantas en las
palmas de las manos. Sin embargo, una niña murmura: “Qué asco”. Aplauden otra
vez cuando João lo guarda en la caja para dar paso a la madre en la alfombra
que quema. Es más guapa que Roberta. Lleva un vestido corto e insólito, una
extravagancia tan pobre que, para que su belleza se mostrase por entero,
tendría que quedarse desnuda. Canta una canción deprimente que gotea
cadenciosamente en los oídos, en contraste con -en los ojos- la playa-mar del
sol.
Una mujer toca a
Julio. Rosa cuenta cómo su madre lo parió prácticamente sola debajo de un
sauce. Contemplan admiradas al extraño niño que nació al aire libre. Se ponen a
hablar, desentendiéndose de la canción. Roberta las manda callar: “Sshh”, lleva
a Julio a su cajón de madera, lo echa en el pequeño colchón que es la almohada
grande. Sigue el padre de João. Se ha pintado una cara de payaso en los
mofletes y en la punta de la nariz con un tapón tiznado. Afirma los pies en los
estribos de unos zancos de medio metro de largo. Parece un cojo con muletas o
un ave patilarga. Hay más risas. Pone muecas. Hasta que cae a la alfombra, ya
oculto por los aplausos. (Entrada la tarde muchos niños andarán sobre los
talones para imitarle).
Rosa, en
apoteosis, hace cabriolas. Las mujeres tocan las panderetas, la imagen de sus
piernas penetra (para la noche) en las pupilas de los hombres, además de las de
sus cuerpos que se agitan y se contorsionan. João pasa el sombrero, caen las
monedas, sacadas de pañuelos desanudados. El grupo de campesinos se dispersa.
Enrollan la alfombra roja y se quedan mirándose en mitad de la plaza con las
barreras refulgentes del sol entre ellos.
Comen pan con
aceitunas a la sombra callada de la capilla. Julio mama la leche de Roberta que
no deja de manar. Cuentan el dinero, lo dividen a partes iguales.
-Tu compañía es
mejor -dice el padre de João-. Quédate con cinco escudos más.
-No, no
-responde el otro. Pero acepta.
Cuando baja el
calor se separan. Rosa y sus padres (aquí se incluye naturalmente al hermano)
siguen por los caminos que han de guiarles al nuevo pueblo. Es una tierra de
verde y rocas sueltas en el lado más bárbaro de la montaña. Beben agua en una
fuente que, como participa de la naturaleza de la grieta por donde gotea, cae
con sonido de piedra.
El día se va, la
noche viene. Cuecen patatas sobre un montón llameante de maleza. Las saborean
peladas, con lonchas de chorizo. Julio toma su leche (“Es capaz de secarme,
solo del miedo a que se me acabe”) que a veces se desperdicia en la cara que ha
de florecer, en la cabeza que ha de cubrirse de cabellos, en el cuerpo que ha
de crecer y defenderse de adulto. La madre empuja el cajón hacia Rosa. Ella
retira la almohada y lo acuesta en su mismo colchón y lo rodea con la curva de
su brazo. Su boca le busca los pezones. Ella presiente que si los padres se han
acostado, tapados con las mantas hasta el cuello y respirando fuerte, tal vez
vuelva a poner agua a calentar en la cacerola en lo alto de una roca chispeante
o a lavar ropada manchada de sangre o pringada de babas. Julio le chupa los
dedos. Babea. Y, de hecho, ellos se aman al nivel de las piedras y la hierba,
de las hormigas y las cucarachas, las arañas y los topos -e incluso de los
reptiles.
Traducción de Mario Grande
Neorrealismo y textualidad en los primeros textos de Maria Gabriela Llansol,
por ESTHER PEÑAS.
Maria Gabriela Llansol (Lisboa, 931-2008) es una autora de culto en el ámbito de la literatura en lengua portuguesa. Irrumpió con el libro de relatos Os pregos na erva (1961), dentro de la estética neorrealista imperante en aquellos años, al que siguió otro, Depois dos pregos na erva, escrito entre 1961 y 1963. Pasó años sin publicar, pero sin dejar de escribir y afirmar su particular visión de la escritura, hasta que apareció O Livro das Comunidades, escrito durante su exilio en Bélgica en 1974 y comienzo de una de las aventuras literarias más portentosas del siglo XX en la lengua de Camoens y Pessoa.
Llansol evolucionó de la preocupación social y la estética del neorrealismo hacia una escritura en busca de leyentes (no meros lectores) con los que compartir su deseo de ese “más real” que emerge y se revela en el texto progresivamente desnudado de artificios literarios como las referencias espacio-temporales, la trama e incluso los personajes.
Los dos relatos aquí publicados, en traducción del portugués de Mario Grande, pertenecen al volumen O estorvo, escrito entre 1961 y 1963, y compilados junto con otros textos de la autora en Cantileno (2000). Su interés radica en que en ambos relatos pueden reconocerse los primeros atisbos de la transición de Llansol del neorrealismo a una escritura marcada por la redefinición de lo humano en la naturaleza. Con su incipiente sintaxis desarticulada y una semántica aparentemente inconexa. Donde animales, árboles, plantas, piedras, objetos adquieren la importancia de los humanos con los que conviven y apenas se nombran ni definen, prefigurando la textualidad y el nuevo concierto de los seres que constituirán la médula de la obra de Llansol en adelante.
Para esta traducción se ha utilizado la edición de Cantileno, Relógio d’Água, Lisboa, 2000
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