El cazador

Tan lejos. Nunca antes. Nadie. Solo.

En el momento preciso –¡Ahora!– el cazador coge su enorme lanza: una rama mate del grosor de un brazo, dos veces más alta que el hombre más alto de la tribu, salpicada de sangre hasta la empuñadura; abandona el asiento junto al río y desciende con la primera luz del alba por la cañada que separa las dos grandes praderas.

Camina sin soltar nunca su arma, saltando de una roca a otra, con amplias zancadas, envuelto en olor a excremento seco y a hierba machacada, siguiendo trabajosamente el curso de la cañada por el flanco oriental. Un saliente. Este no. Otro. Más abajo. Aquí. El cazador detiene la marcha cerca del término de la hondonada, en el punto más estrecho de la garganta, y se oculta tras las hojas de un angosto matorral, exactamente encima del paso. Agachado, los largos brazos arrumbados sobre las rodillas, se dispone a esperar; sus sucios y densos cabellos mecidos por el viento, confundidos con las ramas, los espinos.

Inmóvil como una roca, encorvado como el nudo de una raíz, el cazador cierra los ojos y aguarda al acecho. El ceño fruncido, la boca entreabierta. Atento a los sonidos que llegan desde el fondo del valle: primero, el silencio; luego, al fin, un débil rumor, un rugido creciente en dirección al desfiladero. Abre los ojos y mira la espesa nube, como una señal de humo en el borde del horizonte, acercándose a toda velocidad por la llanura. El fragor de la cabalgata furiosa. Menos lejana a cada trote. Ahí vienen. Tensa los músculos, afila los sentidos. Y se aferra con fuerza a la madera.

 

La carrera

Oculto y en tensión, el cazador se inclina hacia la roca mientras, escasos metros más abajo, los animales embravecidos corren en poderosa turba. El rugido es ahora un estruendo, y la señal de humo, una niebla tupida y áspera, de tierra e insectos volando para resguardarse del tropel. A veces, las piedras despedidas y las afiladas langostas chocan contra el pellejo del cazador, pero este, lejos de inmutarse, continúa encogido. Esperando, esperando.

Y entonces el rugido acaba, y el cazador por fin se endereza.

Bajo el saliente, ante sí, quedan los últimos animales, los más débiles, lentos y tiernos, enfermos o heridos. Y entre ellos, un imponente ejemplar que cojea de manera ostensible. Tiene los cuernos astillados. Sangra de una pata. Tal vez tropezara durante el galope y haya sido atropellado por la manada. Se mueve en círculos, aturdido, los sentidos disminuidos, forzándose sin éxito a seguir el rastro cada vez más tenue de sus compañeros. Alrededor, otras fieras en similares condiciones: un grupo torpe, doliente, compuesto por las reses más viejas, las menos válidas, las que a menudo forman parte del trofeo del cazador.

Nunca antes ha tenido a su alcance una pieza como esta, joven, robusta, una vez y media el tamaño habitual de la caza del más hábil lancero. La bestia resopla penosamente. Se agita, tratando de conjurar el dolor de su pata rota, o tal vez procurando intimidar a los otros, los peores, clamando que sigan su camino, que no se detengan a mirarlo en esta humillación.

Sin tiempo que perder, el cazador arroja con fuerza el arma y lo ensarta. La punzada aguda de la lanza recorre el costado del animal, que dobla las patas y agacha los ojos llenos de lágrimas. Luego se estremece, se menea violentamente tratando de sacudirse la madera, sin conseguirlo. Se arrastra y busca refugio, un lugar húmedo donde mojar por última vez su lengua reseca. Apenas le quedan bríos para levantar el hocico, para mirar fijamente la simiesca figura de su asesino.

Por último, gime y cae de bruces a los pies del cazador.

 

La presa

El cazador tiembla como un chiquillo asustado. Tiene el corazón en la boca.

Desde su rictus sin vida, el animal continúa mirándolo, las oscuras esferas clavadas en sus ojos, como si quisiera retarle desde el más allá. Entretanto, el cazador salta y baila, se sienta a admirar a su presa y vuelve a empezar. Camina en círculos, rodeando a la bestia, contemplándola desde todos los ángulos.

A esta distancia es aún más majestuosa. Casi dos veces mayor que cualquier pieza que nunca haya empalado. Será un esfuerzo sobrehumano cargar toda la carne. Harían falta varios hombres. Y la osamenta, aunque astillada, es tan gruesa como su brazo. El cazador gruñe. Se golpea el pecho. Más listo que tú. Te he matado. Voy a arrancarte la piel. Voy a comerte. Tu fuerza. Formará parte de mi fuerza. Juntos. No tendremos rival.

El cielo se ha oscurecido por el este. Hay sombras de pájaros dando vueltas en torno al cazador y su captura. Debe darse prisa si no quiere pelear con ellos. El cazador empuña el sílex, se acerca a la carroña por el costado herido y, embriagado por la hazaña, comete su peor descuido: en lugar de hincar la lanza para rematar al animal, la arranca, la arroja hacia atrás despreocupadamente. Luego, clava el cuchillo de piedra cerca de la herida, dispuesto a iniciar la labor.

Y de pronto, sin previo aviso, la bestia gira la cabeza, lanza un golpe desesperado. Su cornamenta se clava en el interior del muslo del cazador, sobre la rodilla, y se parte. Empujado por la astada, gritando de dolor y de miedo, el cazador sale despedido, el trozo de hueso alojado en su cuerpo. Mientras, el animal vuelve a agitarse, más débilmente, y de su herida abierta brota sangre espesa, casi negra. Después, muere.

Revolviéndose de dolor, enceguecido y sin comprender qué sucede, el cazador se lleva las manos a la pierna, mete los dedos en la brecha y toca la astilla, la atrapa y tira con todas sus fuerzas hasta extraerla. Luego se desploma junto a la lanza antes de desmayarse.

Las sombras crecen. El cielo amenaza tormenta.

 

La grieta

Cuando el cazador despierta, el cielo está negro como una piedra, el viento mueve con furia la hierba del valle.

Trata de levantarse, pero una punzada de dolor en la ingle le obliga a girarse sobre sí mismo, a morder el suelo para calmarse. Se da cuenta de que aún guarda en la palma de su mano la astilla extraída. El cazador la suelta espantado, temeroso. Se vuelve hacia las nubes y palpa la herida con los dedos: es honda, pero no ha llegado al hueso. Está muy débil, mareado. ¿Cuánta sangre ha perdido? Se arrastra hasta la lanza y la usa como bastón para ponerse en pie. Se bambolea. Una y otra vez está a punto de volver a caer.

El cazador se apoya contra la bestia muerta y toma fuerzas. ¿Y las aves? Seguramente han huido por la amenaza de tormenta. Por eso no ha sido devorado. Un rayo cruza el cielo oscuro. El trueno mueve la tierra bajo sus pies. Deprisa. Deprisa. El cazador se aleja a través del valle, necesita ayuda y cobijo. Tiene sed. Camina con fatiga, sostenido por la lanza, cubriendo con la otra mano la herida de la pierna. No tiene energía para iniciar el ascenso, así que se encamina hacia el manantial que hay detrás de la colina, rezando al dios de la tormenta para que no descargue su cólera sobre él.

El suelo vuelve a temblar. Y el cazador gime y llora, horrorizado por pesadillas que le atraviesan el pensamiento, suplicando clemencia. Le asalta la imagen de los ojos de la presa, clavados en su mente, oscuros como el cielo sobre su cabeza. De nuevo se maldice, trata de apretar el paso. Es en ese momento cuando comienza el diluvio. Rayos y truenos ahogan sus gritos sordos. Presa del dolor, desorientado por la viscosa cortina de agua, el cazador da un traspiés, se escurre, y rueda por la suave y pedregosa ladera de la colina dando tumbos hasta que, al fin, se detiene. Los ojos cerrados, la cabeza cubierta por los brazos.

Tan de repente como empezó, la lluvia termina y el cielo se abre, desplomándose en dos trozos oscuros hacia cada lado del horizonte. El cazador trata de incorporarse, pero no puede. Pierde el equilibro, se balancea de un lado para otro. Luego, por un instante, sus pies se asoman al vacío. Después, cae hacia las profundidades de la tierra por una estrecha grieta del terreno.

Las manos arañan el suelo, pero no impiden la caída. A cada movimiento, el cuerpo va hundiéndose más y más en la tierra mojada. Cada desesperado intento de ascender lo empuja hacia abajo. El barro le enturbia los ojos, se introduce en su boca y en su nariz. No cesa de manar sangre de la herida.

Dentro de la grieta, las paredes se estrechan y, finalmente, el cazador deja de caer. Desde aquí ya no puede ver el cielo.

Sus gritos apenas alcanzan la superficie.

 

El refugio

Al terminar la tormenta, un hombre sale de la cueva. Lleva a cuestas una oveja descarriada. Partió en su busca la noche anterior y la encontró poco después del amanecer, atrapada entre unas zarzas cerca del desfiladero. Magullada pero viva. Es una buena pieza, una de las mejores del rebaño. No quiere dejarla morir.

La tormenta los ha alcanzado a ambos cerca del manantial, pero el hombre ha tenido tiempo de conducir al animal hasta el barranco y buscar refugio en este hueco de las paredes de roca donde, alguna vez, se ha resguardado de los depredadores. Allí han permanecido apostados, temerosos los dos, mientras el cielo descargaba agua y fuego.

El hombre piensa que ahora es más peligroso escalar los bloques mojados y decide rodear la colina, probar suerte por la cañada aunque eso le lleve media jornada más. El animal está cansado después del largo extravío. De modo que el hombre lo carga a sus espaldas sin dificultad. El sol se asoma entre jirones de nubes que se disuelven llenando el aire de humedad. Cuidado. Por aquí. No te muevas. La colina es menos empinada por este lado, los terrones están blandos, y, a cada paso, al hombre se le hunden los tobillos en el barro.

Con esfuerzo alcanzan la cima y bajan por la cara más inclinada. Procurando no escurrirse. Así. Muy bien. Se detienen a beber en el venero y continúan bordeando la ladera hasta llegar a una grieta del suelo, desnuda y estrecha.

El hombre se acerca al filo de la grieta. Y de pronto –¿Qué es eso?– le parece escuchar un ruido, como un quejido, procedente de la tierra.

 

EL ALARIDO

Ahí está el hombre. Petrificado. De pie junto a la grieta. Contemplando el lamento de la tierra. Sin atreverse a avanzar y sin atreverse a dar marcha atrás.

Es un gimoteo constante, a veces un grito de dolor; otras, un llanto. Silencio. Y vuelta a empezar.

El hombre suelta a la oveja y se agacha junto a la grieta. Se frota la cara con las manos. Mira a izquierda y derecha. Se asoma con miedo. Retrocede. Un chillido. Otro. Le tiemblan las piernas. La grieta no tiene fondo. Está oscura y su ancho no es mayor que la distancia de la mano al codo. Tierra húmeda, removida, roja. Ahora el aullido es más estridente. El hombre se seca las lágrimas y se arrodilla. Mira al cielo y suplica indulgencia. Pero la voz no cesa.


La sangre

¿Qué? No sé. Estoy maldito. El fin del mundo. Arrodillado junto a la cortadura. El tiempo detenido. La fatalidad le ha alcanzado. Permanece inmóvil mientras el sol avanza en lo alto. No hay nada más. Ningún sonido. Sólo el alarido. El llanto de la tierra y el del hombre confundidos. Son uno. Calla. Dime. ¿Qué? El hombre coge un puñado de arena y lo deja caer en la grieta. Silencio. Luego el grito. Otra vez. Sin descanso. Pavoroso. El grito de la agonía. De la locura. De la condena. ¿Durante cuánto tiempo? El sol ha llegado a lo más alto. Y el horror no termina. Vuelve a empezar. El hombre se golpea la cabeza, agita los brazos. Grita tan fuerte como puede. Calla. Calla. Se tapa los oídos. Se muerde los dedos. Llora. Pero no sirve de nada. Calla. Se incorpora y agarra a la oveja. Tiembla. Y la degüella. Vierte la sangre del animal sobre la falla. La sangre caliente. Manando a borbotones desde el cuello hasta lo más profundo de la superficie. Manchando su cara y sus brazos. Exprime hasta la última gota. Tira el cuerpo sin vida dentro de la boca negra. Y espera. Espera. Espera.

 

El fin del mundo

De pronto, la tierra emite un último estertor. Está al fin satisfecha. Silencio. Silencio. Aún hay tiempo de volver atrás. Silencio. Escalar la montaña. Silencio. Regresar a casa. Silencio. Antes de que anochezca.





Primera edición en Cero absoluto (Berenice, 2005).

Segunda edición corregida en La grieta (Berenice, 2007).






JAVIER FERNÁNDEZ (Córdoba, 1971). Escritor, traductor y editor. Ha vivido en Córdoba, Madrid, Oxford, Guadalajara (México) y, actualmente, reside en Zúrich. Autor de la novela Cero absoluto (2005), del volumen de relatos La grieta (2007) y del poemario Canal (2016, XXIII Premio Ricardo Molina; nueva edición ilustrada por Aitor Saraiba en prensa; traducción al griego en 2021). Con el heterónimo El ursa publicó el libro objeto Casa abierta (2000, segunda edición en 2010) y ha realizado performances e instalaciones artísticas en España y en el extranjero. Está incluido en numerosas antologías, entre las que destacan Mutantes: Narrativa española de última generación (2007) y Edad presente. Poesía cordobesa para el siglo XXI (2003). Creó y dirige la colección Letras Populares de Ediciones Cátedra. Fundó y dirigió las editoriales Berenice y Plurabelle. Es responsable de la antología de relatos de Guillermo Samperio Maravillas malabares (2015) y ha traducido a J. G. Ballard, J. M. Barrie, William Golding, Robert E. Howard y H. G. Wells, entre otros. Es un experimentado tallerista de poesía y prosa, dirige el Laboratorio Cultural Ucopoética de la Universidad, coordina las jornadas y exposiciones de historieta de la Universidad de Córdoba y ha comisariado una decena de exposiciones sobre el medio. Desde la década de 1990, escribe en medios impresos y digitales y lleva más de veinte años firmando una página semanal de reseñas en los principales diarios andaluces del Grupo Joly.