A la hermosa Filomena su cuñado, Tereo, le cortó la lengua para que no lo delatase ante su esposa, Procne, y le contase el crimen que él había cometido: violarla, mutilarla, encerrarla en el bosque y mentirle a Procne después, diciéndole que su hermana había muerto. Privada de su voz, en su encierro, Filomena tejió una tela donde contó lo que le había sucedido y logró enviársela a su hermana, que la rescató, y entre ambas fraguaron una cruel venganza. La lengua cortada de Filomena.

En su novela, La casa de las bellas durmientes, Kawabata fabula un exclusivo burdel donde se ofrecen vírgenes desnudas y a disposición de los ancianos que las alquilan y se recrean en sus cuerpos para recuperar emociones de su juventud; vírgenes que el escritor inventa no solo mudas, sino narcotizadas, sin voluntad para oponerse a nada. Cuando la joven virgen, también narcotizada, que se regala en su cumpleaños el protagonista nonagenario de Memoria de mis putas tristes, la novela de García Márquez -un autor que repite en otras obras las escenas de adultos abusando de niñas-, emite en sueños su voz, él se queja de que le resulta plebeya. Una voz plebeya, ordinaria, basta.

Durante diez años, Gisele P. sufrió episodios de inconsciencia, inducida por su marido, Dominique Pelicot, para someterla hasta a setenta violaciones de parte de desconocidos, mientras él grababa las agresiones. Gisele ha querido mostrar su cara durante el juicio, para que “la vergüenza cambie de campo”.

También a Pablo Neruda las mujeres le gustaban más cuando callaban, porque están como ausentes, y no dudó en violar a su sirvienta tamir, que no pronunció ni una sola palabra cuando el famoso diplomático poseyó su hermoso cuerpo y lo contó después sin pudor en Confieso que he vivido. Uso ese término arcaico, poseer, por lo descriptivo que resulta en este contexto. De nuevo el placer del hombre al secuestrar la voluntad de las mujeres, el poder como el afrodisíaco más potente. Que la vergüenza cambie de campo.

A las mujeres que hablan se nos ha llamado peyorativamente cotorras, es decir, hablamos sin saber lo que decimos, sin ton ni son, sin que el contenido de nuestras charlas importe, pues se trata de conversaciones insignificantes, “de porteras”, de “patio de vecinas”; también nos acusan de, ”parlanchinas”, “charlatanas” o “chismosas”, todo completamente despreciable para unos señores que, al parecer, no hablan de fútbol sino de asuntos trascendentales.

Hace un par de semanas, los talibanes, no contentos con prohibir que las mujeres asistan a la escuela, con obligarlas a contraer matrimonio contra su voluntad, con limitar su libertad de movimientos y su posibilidad de conseguir un empleo, con restringir para ellas casi todos los derechos humanos que consideramos fundamentales; además de estas y otras atrocidades, han prohibido el sonido de la voz de las mujeres en los espacios públicos, lo que incluye cantar, recitar o hablar frente a un micrófono. Se trata de la primera declaración formal de leyes “sobre el vicio y la virtud” desde que los fundamentalistas tomasen el poder en agosto de 2021.

En sus casi cien páginas, la ley establece como necesario que cubran su rostro y su cuerpo al completo, para evitar “causar tentación”, por lo que “no deben llevar ropa atractiva, ajustada o que revele la forma de su cuerpo”. También se les prohíbe que usen cosméticos o perfume, con objeto de que no imiten “los estilos de vestir de las mujeres no musulmanas”.


Después de años de lucha feminista, todavía rige el principio por el cual la tentación es atribuida a las mujeres, y no a un deseo ingobernable de los hombres, cuyo gobierno colocan, precisamente, en el sometimiento y el ocultamiento del cuerpo de aquellas y no en la gestión de las  pulsiones propias, tan propensas, a juzgar por la severidad de sus leyes, a descontrolarse.


La ONU considera que desde 2021, cuando los talibanes subieron al poder tras la retirada del ejército de EEUU y sus aliados y suspendieron la Constitución, la situación de las mujeres en Afganistán podía considerarse, en palabras de su relator especial Richard Bennett, un “apartheid de género” .


Soledad Gallego Díaz opinó en un artículo muy difundido que la respuesta que hace falta ante esta inaceptable supresión de derechos humanos es que el Tribunal Penal Internacional (TPI) declare de una vez que las leyes y normas que se han aprobado en Afganistán contra los derechos de mujeres y niñas afganas constituyen un crimen contra la humanidad y que, como tal, sus redactores y responsables sean perseguidos en todo el mundo civilizado, capturados cuando sea posible, juzgados y enviados a la cárcel. Declarar como crimen contra la humanidad la situación de las mujeres afganas facilitaría, además, que ellas fueran consideradas refugiadas políticas, en caso de poder escapar, lo cual hoy por hoy no sucede.


La petición está siendo compartida por miles de mujeres de todo el mundo que hemos firmado para que así se haga. ¿Por qué no se ha reconocido como un crimen contra la humanidad este apartheid progresivo que los talibanes han cometido contra las mujeres, cuando otros semejantes, como el de Sudáfrica sí lo fueron? Porque son ciudadanas de segunda clase, no solo para los fundamentalistas islámicos que las someten, sino para el mundo occidental que las ignora.


Si estás de acuerdo, puedes firmar la petición aquí.

https://docs.google.com/forms/d/e/1FAIpQLSeKdlyP2LUu2G0TAzB2B45agtDnNrJWJ1nnCF-EmjG-MV46bw/viewform?pli=1