El recepcionista del hotel, con patillas, sin aspiraciones, asmático, soltero, que a los doce años tuvo peces que se le murieron inexplicablemente, encara uno de los altos riesgos de su intrépido oficio.

Siento despertarle a estas horas, señor director. Es una emergencia.

(Obviemos la doma telefónica del jefe embravecido.)

El director del hotel, con barriga, sin gafas, lúgubre, cincuentón, que sabe que es alérgico al marisco y lo acredita al menos tres fechas al año, se avergüenza de su bata y sus zapatillas al encontrarse la recepción llena de gente, si bien esta circunstancia le aplaca, porque sólo un personaje cómico haría pública ostentación de cólera con un atuendo semejante, y el director del hotel no es un personaje cómico, no señor.

¿Qué es este circo?

(Obviemos el talento narrativo del recepcionista del hotel, que ganó un concurso literario en el colegio y aún se lo hace saber a todo el mundo. Dicho con la debida economía: a las 00:37h de esta noche, un varón, alrededor de los 40 años, se ha presentado en la recepción del hotel solicitando habitación para una noche, no, mejor para dos noches, porque estaba muy, muy cansado. A las 00:51h, el mismo sujeto, de apariencia realmente fatigada, ha registrado un cambio de habitación porque en la primera no cabía su cansancio.

¡Pero todas las habitaciones son del mismo tamaño!

¡Pero yo pensé que podría tratarse de una extravagancia pasajera!

Pero ha vuelto a personarse en recepción el dicho sujeto, a la 01:02h, alegando que tampoco en la nueva habitación cabía su cansancio, el cual –vaga amenaza en el tono– sigue en aumento mientras me pasea usted inútilmente por todo el hotel. A la 01:05h ha sido realojado en la suite 506.

¡Pero si la suite 506 está reservada para mañana!

¡Pero yo pensé que mañana habría menguado su cansancio!)

Pero a la 01:17h el dicho sujeto ha efectuado demanda de nueva habitación, explicando que le había cansado inconmensurablemente retirar los bombones de la almohada y que ahora su cansancio era demasiado grande para la suite 506.

¡Pero si la suite 506 es la habitación más grande que tenemos!

¡Pero él insiste en que usted personalmente le ofrezca una solución!

Y señala con la barbilla a un hombre cabizbajo, incierto, sentado en uno de los sofás, apenas visible en la multitud de clientes que, según indica el recepcionista, hace un rato ha empezado a congregarse misteriosamente en la recepción.

El director del hotel sondea a la concurrencia. Unos dicen haber sentido un “peso” en la cabeza; otros, una “presión” en el pecho”; hay quien habla de un “silbido” penetrante. Pero todos coinciden en que una especie de claustrofobia les ha sacado de sus habitaciones. A las 02:43h, como refiere el recepcionista al reportero de un periódico local, todos empezamos con tremendos dolores de cabeza, nos faltaba el aire, nos pitaban los oídos, y tuvimos que salir inmediatamente del hotel.

El doctor en Física Teórica, con pesadillas, sin pecas, enérgico, blanquecino, que casi se ahogó a los doce años en la piscina de su primo y no ha dejado de estudiar desde entonces, irrumpe en el despacho de su jefe de departamento y le abre el periódico en las narices.

¡Aquí! ¡Esto! ¡Lea!

El jefe de departamento de Física Teórica, orondo, con tics, severo, saturnino, que nunca ha hecho grandes descubrimientos en el ámbito de lo físico, lee que parece que se le hinchan los ojos de lo que lee.

Debemos avisar a las Autoridades.

(Obviemos la serie de infructuosas reuniones con las Autoridades: las calvicies depositando sus estratos en las frentes, las banderas como viento escurrido, la napoleónica luz de los flexos, los botones de tantas chaquetas abrochándose y desabrochándose. Las risitas.

Estos científicos, con sus locas teorías…)

Porque las Autoridades tienen su propia ciencia, que, lejos de ser teórica, es decididamente empírica y a posteriori. Cuando se informó de bajas laborales en masa, hospitales colapsados, un cuadro generalizado de neuralgia, insomnio, dificultad respiratoria, ataques de claustrofobia; cuando se noticiaron inusitados atascos en todas las salidas de la ciudad, entonces sí, entonces sí.

En la orden, cursada a todos los agentes de la ley, se describía a un hombre de unos cuarenta años con visibles señales de cansancio. Vivo o muerto. Pero si está dormido, no lo despierten.

Fue hallado en un banco del parque. Tenía las ojeras engordando hacia abajo como goterones de tinta.

  Por favor, ya he probado en todos los hoteles, ¿dónde me llevan?

¡A los laboratorios de la Universidad! –había ordenado el jefe de departamento.

(Obviemos las mediciones, los análisis, el vocabulario alfanumérico.)

¡Déjense de monsergas científicas! Quiero los resultados –espetó el Alcalde al equipo de científicos que había acudido a la comparecencia informativa.

Un caso inaudito.

Puede que estemos ante el hombre más cansado de la Historia. 

El cansancio se rige por leyes físicas similares a las de los gases: tiende a expandirse.

Pero no se puede comprimir.

Y su cansancio ha adquirido unas dimensiones monstruosas.

Y no deja de aumentar, cada vez más rápido

A media atmósfera diaria, según las últimas mediciones.

Pero a él no le afecta su propio cansancio como a nosotros.

No. Él sólo se siente muy, muy cansado.

¡De un bostezo podría tragarse el mundo! –dice uno que leyó a Baudelaire en su juventud.

¿Qué ha podido cansarle tanto? –pregunta el Alcalde.

Lo ignoramos. No hay señales físicas de esfuerzos excesivos.

A nuestras preguntas sólo responde que está muy, muy cansado.

Su cansancio atraviesa incluso el cubo de metacrilato en el que lo tenemos aislado.

Y aunque muriese ahora, su cansancio seguiría expandiéndose durante años.

Y terminará por hacer imposible la vida humana en toda la ciudad, y luego en todo el país; y luego…

¿Cómo? ¿Insinúan ustedes que se trata de un problema nacional?

Tratarse de un problema nacional le produjo al individuo mucho cansancio de interrogatorios policiales y exámenes psicológicos de los Servicios de Inteligencia. Él respondía a todo que estaba muy, muy cansado.

El Presidente convocó finalmente al equipo de científicos para exigirles una solución.

(No es necesario obviar esta entrevista, que fue concisa y de rápido entendimiento bilateral.)

Tenemos que lanzarlo al Espacio Exterior.

¿No será muy caro?

Mucho menos que embarcar a toda la humanidad y colonizar un nuevo planeta.

Adelante, pues.

(Pero sí obviaremos la campaña mundial para recaudar fondos: galas, merchandising, camisetas con el lema “Better Him than Us”, la inevitable contracultura, jóvenes postureando cansancio, tribus urbanas de cansados, pintadas de “Je suis l’homme fatigué” en la carne viva de las ciudades, el hombre cansado en portada de The Rolling Stone… Mientras, la labor inescrutable de los ingenieros aeroespaciales. Un operario, imberbe, inquilino, risueño, de provincias, que tuvo una novia en el instituto que le deja pensativo a veces, le pregunta al hombre cansado que qué se siente a punto de viajar al Espacio Exterior.

Cansancio. Mucho cansancio.)

El lanzamiento de la nave Tiredness fue acogido con internacional esperanza y ocasión de barbacoas al aire libre. Hizo en el cielo una parábola incandescente, como un raudo escupitajo de fuego blanco.

Allá va un hombre arrojado del mundo –le dice un intelectual a otro, bebiendo vino en una terraza.

La vida en la Tierra recuperó una absoluta, extraordinaria normalidad.

La Tiredness salió de órbita. El único tripulante, confinado en la cabina, envuelto en el aparatoso traje de astronauta, sintió que su cansancio era ya infinito.

Finalmente decidió eyectar. Entró en la ingravidez como dentro de un agua sin peso, dando volteretas, y de pronto:

el vacío cósmico, a cientos de miles de kilómetros justo delante de la Tierra –que ya no es tierra donde pisar y ser pisado. Ahora es un rostro desamparado en una noche sin límites, igual que él. La soledad los iguala, al hombre y a la Tierra, contemplándose mutuamente en ese intersticio inabarcable entre la purpurina láctea de la galaxia, y el hombre se maravilla de qué azul es la Tierra, qué simplemente piedra preciosa prendida ahí, como un zafiro redondo del Universo. Si guiña un ojo, puede contenerla entre sus dedos. Repite el experimento y se le escapa una risa que nunca había oído. Es la Tierra a tamaño natural. Una esfera más en la lentísima fiesta de las esferas. Y se le ve entonces la genuina tristeza de su baile que no cesa alrededor del sol. También la Tierra está cansada, pero sigue bailando su blues eterno, despeñado, y es por esto que se la conoce como Planeta Azul. Es bella mejor así, lejana, la madre noctámbula tan vieja ya por dentro. El hombre cansado exhala como un desaliento de hoguera fría que le hace entornar los párpados. Un ensueño satisfecho le embarga. Quién iba a pensar que el Espacio fuera tan cómodo, piensa, y le recorre el cuerpo una cosquilla dulce. Uno, dos, tres vastos bostezos repletan su casco de astronauta; y acurrucándose entonces como un niño feliz en medio de las estrellas, el hombre cansado, plácidamente al fin, se duerme.   






RUBÉN BLEDA (Murcia, 1984) Es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Murcia, con Máster en Literatura Comparada Europea por la misma Universidad, y pertenece al Cuerpo de Ayudantes de Archivos del Estado desde 2018. Es autor de dos novelas y un número indefinido de relatos; también ha cultivado la narrativa de no ficción y la prosa poética. Colabora con reseñas y entrevistas en El coloquio de los perros y Pliego Suelto. Quiere vivir en la literatura, consciente de que vivir de ella es una utopía.