Los gringos de Marta Aponte Alsina
(Reseña de Sexto sueño, La muerte feliz de
William Carlos Williams, y PR3 Aguirre)
Uno de
los temas fundamentales de la literatura moderna del caribe hispano, además de
la fisionomía insular del archipiélago y el legado de sus economías de
plantación, ha sido su tormentosa relación política y cultural con Estados
Unidos. Este rasgo se destaca claramente en escritores canónicos que se han mudado
al coloso del norte, desde los clásicos ejemplos de José Martí, Pedro Henríquez
Ureña o Julia de Burgos hasta Reinaldo Arenas, Antonio Benítez Rojo, Manuel
Ramos Otero o Rosario Ferré. Pero también se observa en autores célebres que se
han quedado en el Caribe o que se han radicado en otros países del mundo. No
olvidemos que, a diferencia de la mayoría de los historiadores literarios de
Latinoamérica, José Lezama Lima incluye la tradición estadounidense en su
vertiginoso ensayo La expresión americana, y que los procesos de “americanización”
son ejes principales de obras tan claves como Tres tristes tigres de
Guillermo Cabrera Infante o La guaracha del Macho Camacho de Luis Rafael
Sánchez (agregando, si incorporamos la costa caribeña colombiana, la segunda
mitad de Cien años de soledad). Sin embargo, en el panorama actual de las
letras hispanas, tal vez la reflexión más rica y sorprendente sobre la proyección
americana en el Caribe ha surgido de una escritora que permanece casi
desconocida fuera de su país natal. Hablo de la novelista, cuentista, y
ensayista puertorriqueña Marta Aponte Alsina.
En los
últimos quince años, Aponte Alsina ha publicado tres “novelas documentales” sobre
la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos: Sexto sueño (2007), La
muerte feliz de William Carlos Williams (2014), y PR3 Aguirre (2017).
Cada una de esas novelas se inicia con un mismo procedimiento: una narradora puertorriqueña
(siempre es una mujer que narra) se fascina con un sujeto americano vinculado
con la isla, y usando todo tipo de documentación acerca de ese “gringo”(libros,
filmes, cartas, memorias), trama un relato que roza el límite entre historia y
ficción. Como bien señala Maribel Tamargo en su aportación a este dossier, una
de las preocupaciones más constantes de Aponte Alsina es la de “indagar en la
historia de Puerto Rico desde los bordes… como medio para enunciar y denunciar
la situación colonial de la Isla”. Y sin
duda, Sexto sueño, La muerte feliz, y PR3 Aguirre abundan en
reflexiones sobre los efectos del imperialismo norteamericano en la vida puertorriqueña
desde comienzos del siglo xx. Pero con esas tres novelas la autora también da
vuelta a la lente, mirando con ojos críticos la producción del sentido común en
los mismos Estados Unidos. En esta reseña, propongo trazar el movimiento entre
metrópoli y colonia que marca esta extraordinaria serie novelística de Aponte
Alsina, enfatizando cómo el lugar de enunciación de la autora –un territorio
americano en el mar caribe–le permite una visión sobre las relaciones
hemisféricas que pocas veces se ha alcanzado en la literatura contemporánea.
En la
primera novela de la serie, Sexto sueño, el gringo que dispara la trama
es Nathan Leopold, el famoso asesino de Chicago que llega a Puerto Rico en 1958
después de haber pasado más de treinta años en la prisión. Las primeras escenas
nos presentan a la narradora Violeta Cruz, una anatomista boricua que diseca el
cadáver de Leopold en San Juan en los años setenta y que ahora, en el tiempo
presente del texto, vive obsesionada con la historia de aquel hombre que a
principios del siglo xx había asesinado a un niño inocente “por razones del
arte”. El resto de la novela se conjuga entre la investigación que hace Cruz
sobre la vida real de Leopold y la invención de un encuentro rocambolesco entre
Leopold y el cantante afroamericano Sammy Davis Jr. en el Hotel San Juan el día
9 de enero de 1965. Si gran parte de Sexto sueño está dedicada a la
reconstrucción pormenorizada de ese día (atisbos del Ulises de Joyce y
de Mrs. Dalloway de Woolf), el encuentro también le sirve a Cruz –y a la
propia Aponte Alsina– para retratar a la sociedad estadounidense que dio origen
a aquellos personajes americanos. Siguiendo de cerca los documentos históricos,
Aponte Alsina recrea el ambiente del vodevil neoyorquino que rodeó a Davis Jr. y
el mundo de los judíos ricos en Chicago que forjó a Leopold (y a su cómplice
Richard Loeb), subrayando en particular la manera en que las grandes urbes estadounidenses
se ven teñidas por la colonia lejana. Sammy, por ejemplo, está perseguido por
la figura de su madre, Elvira Sánchez, una bailarina de ascendencia
puertorriqueña cuyos “oscuros” orígenes latinos despertaban recelos y
desconfianzas en el Harlem afroamericano. Y, según nos cuenta Cruz, la propia
estancia de Leopold en la isla deriva de una estipulación novelesca impuesta
por las autoridades americanas: lo dejaban libre a fines de los cincuenta solo a
condición “de que se domiciliara lo más lejos posible de Chicago sin cruzar las
fronteras de Estados Unidos”. Leopold termina en Puerto Rico, “un territorio de
los Estados Unidos en el mar Caribe”, no por su propia voluntad sino por la
arbitrariedad del estado, que procura desechar a sus ciudadanos más indeseados mandándolos
(literalmente) lo más lejos posible.
En este
sentido, además de plasmar una visión de los Estados Unidos de la primera mitad
del siglo xx, Sexto sueño también nos ofrece una reescritura del relato
arquetípico de su literatura y cine: el del gringo malo expulsado de la zona
“civilizada” del país que busca una vida nueva en sus territorios lejanos. Si en el siglo xix el lugar paradigmático para
esa segunda oportunidad fue el Salvaje Oeste, en el siglo xx, según nos enseña
Aponte Alsina, Puerto Rico empieza a cumplir esa función. Como los héroes de
los westerns, Leopoldo halla un secuaz, se mete en riñas, sufre desamores. Pero
aquí, al estilo de los llamados revisionist Westerns, los estereotipos
de Hollywood se encuentran trastornados por la parodia. El secuaz resulta ser una momia egipcia
robada de la Universidad de Puerto Rico, el duelo una breve competencia de
baile con Sammy, el amante una mujer joven salida de un leprocomio que no tiene
lepra. Si fuéramos a clasificar Sexto sueño por su modalidad novelística,
casi lo tendríamos que etiquetar como posmoderno, no solamente por su tono jocoso
y sus repetidos brotes de metaficción (hay un momento en que Leopold y Davis
Jr. proponen matar a la narradora), sino también por el grado en que el plano
imaginativo termina tragando el plano histórico en el último tramo de la novela.
Si la serie de Aponte Alsina sobre los gringos siempre oscila entre el
documento histórico y la elaboración ficticia como modos de medir la relación
entre Estados Unidos y Puerto Rico, aquí la ficción gana la partida.
A nivel de
la trama, la segunda novela de la serie, La muerte feliz de William Carlos
Williams, se asemeja mucho a la primera. La muerte feliz gira
alrededor del gran poeta americano William Carlos Williams y su madre
puertorriqueña Raquel Hobeb, una pintora que desarrolla su carrera de artista
en París a fines del siglo xix antes de volverse al Caribe y mudarse definitivamente
a Estados Unidos. Como en la novela anterior, aquí también aparece la prehistoria
puertorriqueña de un ícono de la cultura americana; como en la novela anterior,
el desenlace se produce en el contexto de un viaje a Puerto Rico que el sujeto
americano (en aquél, Leopold; aquí William Carlos) hace en la etapa final de su
vida. Sin embargo, en La muerte feliz se percibe un cambio de modalidad,
un giro, diría yo, de la novela posmoderna hacia la novela poscolonial. En un
ensayo de 2002 sobre Ancho mar de los sargazos, la célebre novela histórica
de la escritora dominica Jean Rhys, Aponte Alsina señala el modo en que Rhys se
apropia de la trama de Jane Eyre de Charlotte Brontë para desplegar una
visión “radical[mente] honesta” de la historia caribeña. Según Aponte Alsina, en
el acto de reescribir el clásico texto británico desde la “prehistoria” de uno
de sus personajes, Rhys utiliza una técnica literaria para producir un efecto ideológico:
“Al denunciar la solidez de las coordenadas sobre las que se sostiene el
universo narrativo de Jane Eyre, aprovechando a la vez sus personajes,
revelando la estrechez y mezquindad del proyecto colonial en su lado íntimo… la
hija amplía los horizontes de su madre, como si la respuesta se hubiera escrito
antes que su modelo, desde el fin hacia atrás y para siempre”. Un propósito análogo
parece animar la estructura de La muerte feliz. Al apropiarse de la vida
y obra de un símbolo de la literatura modernista estadounidense, al desplazar
el foco de atención del poeta gringo a la madre pintora boricua, Aponte Alsina
también pretende darnos una “secuela” que se lee como si se hubiera escrito
antes que su modelo. De hecho, al terminar el ensayo sobre Ancho mar de los
sargazos, la autora establece un fuerte paralelo entre la novela de Rhys,
escrita a lo largo del proceso de descolonización de las Antillas británicas, y
su propio proyecto novelístico: “la historia de los puertorriqueños es tan
dolorosa que no sorprenden los intentos de hacer borrón y cuenta nueva. Para no
perpetuar el engaño, conviene descifrar lo que esconden las tachaduras”. La
muerte feliz es el intento de Aponte Alsina de seguir ese programa, descifrando
en las “tachaduras” de la obra de William Carlos tanto los dejos de la
puertorriqueñidad del poeta americano como la historia opacada de la madre
puertorriqueña que emigra a Estados Unidos.
La
reescritura de las vidas de los Williams que encontramos en La muerte feliz
se basa principalmente en Yes Mrs. Williams, a Personal Record of My Mother,
un texto tardío de Williams sobre Raquel publicado diez años después de la
muerte de aquella. Según la narradora de La muerte feliz, ese “volumen
de testimonios hilvanados con bochinches… no forma parte de canon alguno,
aunque en alguna de sus cartas que escribió el poeta comenta que la biografía
de su madre sería su libro más importante”. Hasta cierto punto lo que Aponte
Alsina propone en la novela es llevar a sus últimas consecuencias esa
afirmación de Williams. A pesar de los múltiples saltos en el tiempo en La
muerte feliz, en líneas generales la novela procede por una reconstrucción
cronológica de la vida de Raquel, desde su niñez en la ciudad puertorriqueña de
Mayagüez hasta sus últimos días en Rutherford, Nueva Jersey. Pero al mismo
tiempo, hay un cuestionamiento de lo que podríamos llamar el marco
interpretativo que utiliza Williams para trazar la trayectoria de su madre. En
un pasaje significativo de Yes, Mrs. Williams, Williams insiste en que su
madre “vive como un puente entre dos culturas y tres regiones del mundo, casi
sin poder hablar –ha pasado su vida en un lugar… tan pesado, tan extraño, y tan
temible a su espíritu, que ni se ha sometido ni ha conquistado, dejándola en una
nada de sonidos y sentidos” –. En La muerte feliz, Aponte Alsina altera
el sentido de esas palabras, leyendo la mudez y supuesta abulia de Raquel no
como signos de resignación, sino como estrategias para salir a flote después de
haber dejado atrás la carrera artística, las islas, y la primera lengua
(también la segunda). Aunque la novela encara el doble despojo que sufren las
mujeres de la diáspora en esa época –la pérdida de la identidad de soltera,
además de la tierra natal– también intenta recuperar el pulso vital de Raquel
bajo todas las formas aparentes de su opresión. La muerte feliz sugiere
en varios momentos que la vocación estética de la madre, desarrollada a través
de una vida llena de peripecias, es más pura (y quizás más sabia) que la de su
hijo: “No quisiera saberlo [William Carlos], pero sabe que Raquel, la madre,
ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto
poético”. En los últimos capítulos de la novela, hasta se insinúa que Raquel
logra una especie de alegría –“la muerte feliz” del título– que William Carlos
nunca podrá alcanzar.
La sección
final de La muerte feliz guarda otra sorpresa para el lector. Al
principio del capítulo veintidós, la narradora, que hasta ese momento se ha
limitado a un par de comentarios sobre los documentos analizados, toma posesión
de la narración. “Fermina Díaz López se llamaba mi abuela materna. Hace poco
desperté sabiendo que le debo un recuerdo”. En el resto del capítulo, la
narradora –que aquí, a diferencia de Sexto sueño, está plenamente
identificada con Aponte Alsina– busca los rastros de la abuela entre los
escombros de la memoria familiar. En las
primeras líneas del próximo capítulo, la función de esta digresión narrativa se
tematiza explícitamente:
“Mi abuela
pilaba café en la isla cuando [William Carlos] visitaba, del brazo de Ezra Pound
y Marianne Moore, el observatorio astronómico que tenía a su cargo el padre de
Hilda Doolittle. Mi abuela desgranaba gandules el día que Marcel Duchamp y Man Ray
visitaron a los Williams en Rutherford. James Joyce y Nora Barnacle cenaron con
los Williams en el parisino Trianon la noche que mi abuela sintió en sueños el
bamboleo del barco donde su hijo mayor emigraba a Nueva York.
¿Servirán para algo estas conexiones? ¿Son reales? ¿Importan?
En su reseña
de La muerte feliz, Carlos Fonseca afirma que este contraste entre el
“archivo biográfico” de Aponte Alsina y los “grandes nombres” de la vanguardia
occidental le sirve a la autora para desviarse de la línea de Williams, Pound,
Moore, y Joyce hacia “una tradición olvidada” del Caribe. Sin quitar razón a la
lectura de Fonseca, yo agregaría que esta escena también implica un desvío en la
práctica literaria de la propia Aponte Alsina. Hasta ahora la narración del
relato de Raquel ha consistido en un trabajo cuasi borgeano de lectura, cotejo,
y manipulación de documentos –un ejercicio parecido al que caracteriza Sexto
sueño–. Pero aquí la irrupción de la historia familiar rompe esa máquina
palimpséstica, astillando con sus breves anécdotas cualquier noción de que Yes,
Mrs. Williams sea material suficiente para la recuperación de la vida
puertorriqueña de Raquel. Si bien no hay una comparación directa entre Fermina
y la madre de William Carlos, se sobreentiende que las memorias de Aponte
Alsina resultan ser su único recurso para capturar los excesos pueblerinos que
no entran en la documentación existente. Así, por ejemplo, nos enteramos de que
la abuela distingue las mariposas “por la forma de quebrar la luz con sus alas
rojas y negras” y que el abuelo usa velas de cera aun en la época en que ha
llegado la electricidad. Por lo tanto, cuando Aponte Alsina nos indica que “esta
novela ajena es el lugar donde descansarán lo que me toca de los restos de
Fermina” (215-6), es difícil no leer esa oración como una alusión al famoso
prólogo a La historia universal de la infamia, en donde Borges explica y
justifica su afán por “falsear y tergiversar… ajenas historias”. Al final de La
muerte feliz Aponte Alsina parece cuestionar ese modelo, sembrando la duda
de quela resemantización del documento americano sea el método adecuado para las
historias hemisféricas que la autora procura narrar. Visto de ese modo, La
muerte feliz sería algo así como un largo adiós a la novela
de vanguardia. Sus últimos capítulos preparan el terreno para otro tipo de literatura.
PR3 Aguirre es la novela
que culmina la serie de Aponte Alsina sobre los gringos a la vez que la desborda.
Otra vez Aponte Alsina lleva a cabo una indagación histórica sobre los vínculos
americanos con la isla, pero en este caso la reconstrucción de las vidas
íntimas de los gringos abre paso a un vasto sondeo de las estructuras de
dependencia económica que entrelaza la metrópoli y la periferia. El “Aguirre”
del título se refiere a un “companytown” al lado de una central azucarera en el
sur de Puerto Rico fundado por cuatro comerciantes bostonianos en los primeros
años de la ocupación americana. La novela está dividida en una primera parte
(“Boston”) que retrata el mundo de esos bostonianos decimonónicos y una segunda
parte (“Las islas”) que investiga los orígenes y el legado de Aguirre en la
isla. A nivel simbólico, el poblado también funciona en la novela como una
suerte de bisagra en el tiempo, en cuanto su auge y decadencia siguen el curso
general de la industria fuerte americana en Puerto Rico a lo largo del siglo xx.
El contexto de la escritura es igualmente importante aquí. Como indica Aponte
Alsina en el prefacio a PR3, empezó a escribir el libro el año 2014 y
terminó de revisarlo justo después del paso del huracán María en 2017 –por
ende, el tiempo de la escritura de la novela no sólo abarca el desastre natural
más grande en la historia reciente de Puerto Rico, sino también la profunda
recesión económica que azota la isla desde el 2007 y la draconiana Ley Promesa impuesta
en el 2016–. Como señala Luis Othoniel Rosa en su reseña de PR3, si bien
la novela se empeña en recuperar los matices históricos de este companytownen
particular, apunta también a la situación económica actual de la isla, en que
“unos bancos en Wall Street que nada saben sobre los habitantes de la colonia,
hacen billones de dólares especulando con sus vidas y robándose lo que queda de
las instituciones sociales”. Sin perder de vista las idiosincrasias de los
individuos que condicionan la trayectoria de Aguirre, Aponte Alsina agudiza con
esta novela su análisis económico de la historia entre Estados Unidos y el
Caribe.
Esa profundización
de las relaciones económicas en PR3 conlleva una nueva meditación sobre
lo que podríamos llamar las condiciones materiales de la producción y
conservación de documentos históricos. En la introducción, Aponte Alsina nos
relata que, mientras finalizaba las correcciones del libro, se acentuaba “un gran
contraste: la abundante documentación de los hechos de las familias
relacionadas con Boston, a diferencia de la ausencia relativa de escritura
(crónicas, biografías, memorias familiares) acerca de los señores criollos,
pero, sobre todo de los trabajadores y trabajadoras. Quién sabe si el deseo de
escribir brotó de esa desigualdad” (15). Ya en las partes “autobiográficas” de La
muerte feliz, Aponte Alsina había señalado la insuficiencia del trabajo
sobre los documentos americanos como procedimiento para llegar a la historia de
Raquel Hobeb. En PR3 Aguirre, estas inquietudes llevan a una nueva
estrategia narrativa en la cual la dramatización de la búsqueda de la
documentación histórica por parte de la narradora –aquí otra vez identificada
con la autora– resulta tan imperante como la lectura de esa documentación. Esta
estrategia se manifiesta más visiblemente en la parte sobre “Las Islas”, en
donde la narradora/autora recurre a largas entrevistas personales sobre el
legado de Aguirre. Pero sus efectos son igualmente reveladores en la parte sobre
“Boston”. Al asistir a las pesquisas que hace Aponte Alsina en esa ciudad
marítima estadounidense, nos convertimos en testigos de los obstáculos que
enfrenta simplemente para acceder a los archivos: hombres que le gritan,
guardias que piden papeles que no tiene, su escasez de dinero y tiempo para
ejecutar su investigación.
Todas estas
consideraciones sobre la materialidad de (y acceso a) los documentos están presentes en
una poderosa escena temprana de PR3 Aguirre. Aponte Alsina ha concertado
una cita para consultar información sobre las familias de los comerciantes en
el Boston Athenaeum, una biblioteca lujosa que alberga archivos importantes
sobre la historia de la ciudad. Pero al principio le niegan la entrada:
“Cuando llegué
tras un viaje larguísimo y una caminata larga, con zapatos incómodos, al tope
de Beacon Hill, la archivera de turno no recordaba mi nombre y yo no recordaba
el nombre de la bibliotecaria con quien, meses atrás, había coordinado la
visita. ‘This woman does not know who made the appointment’, comentó el
mayordomo, haciendo suya la ponderosa calidad del racismo que alude a la
criatura despreciable en su presencia sin dirigirse a ella.
Por fin la
dejan pasar. Sin embargo:
“El
cálculo errado de las distancias sumado al episodio del mayordomo feroz acortó
tanto el tiempo de la visita que una mujer más sensata le hubiera pegado fuego
al Ateneo de Boston. No soy esa mujer
sensata. Subí, me dejé seducir por el espacio, las hileras de lomos de libros,
los estantes de madera oscura, la otoñal luz espléndida. Solo pude ver algunas
cartas, fotografías, álbumes.
Esta escena
es como el Aleph de la obra de Aponte Alsina. Primero, a tono con la
preocupación general de PR3, está el énfasis en las trabas que encuentra
la narradora frente al sistema gringo –por forastera, por hispanohablante, por
mujer, por no ser ni blanca ni rica–. Segundo,
está la reescritura de la propia literatura estadounidense, en cuyos inicios proliferaban
escenas parecidas en donde un americano se inmiscuye en algún museo o
biblioteca europea (pienso en The Sketch Book de Washington Irving o The
Innocents Abroad de Mark Twain) y reflexiona desde ahí sobre la hegemonía
cultural. Tercero, está la vuelta de tuerca con el sentido común: una mujer
“normal” prendería fuego al hogar de los archivos, pero Aponte Alsina los leerá
y los subvertirá con calma y sutileza. Por último, está la ambivalencia que
experimenta Aponte Alsina hacia la cultura americana, que por momentos le
“seduce” con su pintoresquismo y por momentos –como cuando los guardias del
Ateneo la otean como si fuera “un ejemplar bárbaro de especie aborrecida”– le
repele profundamente. Son los avatares de esta narradora/personaje los que hacen
que PR3 Aguirre sea un texto singular y –por lo menos según mi juicio– la
obra maestra de Aponte Alsina.
¿Cómo ubicar
la serie compuesta por Sexto sueño, La muerte feliz, y PR3
Aguirre en el cuadro más amplio de la literatura hispanoamericana contemporánea?
En mi libro Anxieties of Experience: The Literatures of the Americas from Whitman
to Bolaño, publicado en 2018, hice una genealogía de la tradición
“lectoril” en Latinoamérica, centrándome en el modo en que la figura del
lector-devenido-escritor evolucionó y se popularizó en la segunda mitad del
siglo xx a partir de la canonización de Borges. Uno de los argumentos
fundamentales de ese libro es que la figura del lector, tan en boga en la
literatura actual latinoamericana, no se puede explicar sin el análisis de la
cuidadosa lectura/reescritura de la literatura americana que han hecho una gran
variedad de escritores y escritoras desde Borges hasta Bolaño, Ricardo Piglia, y
Cristina Rivera Garza… y aún más acá. No incluí a Aponte Alsina en ese libro
porque por entonces desconocía la mayoría de su producción literaria. Sin
embargo, en los últimos dos años, el estudio de su obra me ha obligado a volver
a pensar la trayectoria de esa tradición lectoril en las primeras décadas del
siglo xxi. Hoy me atrevería a afirmar que lo que Aponte Alsina ha alcanzado en
las páginas de PR3 Aguirre es nada menos que la creación de una nueva
estirpe de lector o, mejor dicho, de lectora.
Una lectora que se obsesiona con los libros pero que también entiende
sus límites. Una lectora que no vacila en exponer ni la vulnerabilidad del
cuerpo que investiga ni la materialidad de los documentos que persigue. Una
lectora que se siente tentada por el gesto violento (quemar la biblioteca
gringa) pero que encuentra estrategias más sigilosas y sutiles para practicar
la resistencia. Una lectora que lee y experimenta y describe a los Estados
Unidos por lo que es: un poder imperial que al mismo tiempo niega y necesita a
su colonia más grande. En diálogo con Borges y Bolaño, pero también con Rhys y Rivera
Garza y su querido Palés Matos, Aponte Alsina ha escrito una obra que sin duda
perdurará en Puerto Rico, y también –esperemos, aseguremos– en Estados
Unidos.
Jeffrey Lawrence (Salt Lake
City, 1983) es escritor, traductor, y docente universitario. Obtuvo su
doctorado en literatura comparada en Princeton University y actualmente es
profesor asociado en Rutgers University-New Brunswick. Es autor del libro Anxieties
of Experience: The Literatures of the Americas from Whitman to Bolaño (Oxford,
2018) y traductor al inglés de las obras Últimas noticias de la
escritura de Sergio Chejfec (Charco, 2023) y Cómo viajar sin
ver: (Latinoamérica en tránsito) de Andrés Neuman (Restless,
2017). Forma parte del equipo fundador del Grupo de Estudios Sobre Editoriales
Independientes (GESEI) y colabora con la revista virtual El Roommate:
Colectivo de Lectores. Su primera novela, El americano, salió
con Chatos Inhumanos en 2024.
0 Comentarios
Comentarios con educación y libertad