Una tarde de otoño de 1957 un hombre se sentó en la
cocina de Grace Paley. Era el padre de unos amigos de sus hijos. Sacó unos
papeles con tres cuentos que se había llevado un par de semanas antes y dijo:
‹‹Si escribes siete más como estos, los publicaré››. Ese día los lectores
ganamos una gran escritora. Cuando Ken McCormick, así se llamaba el editor,
llegó la primera noche con los niños y los papeles a su casa, es posible que
llamara a su exmujer, con la que había convivido más de una década, y dijera: ‹‹Ya
he recogido los cuentos de tu amiga››. Quizás ella le respondió: ‹‹Oh, qué
bien. Gracias, mi vida››. ‹‹¿Mi vida?››, diría él, ‹‹desde luego tú no la
mía››. Y así, sin saberlo, se convirtió en protagonista de uno de los siguientes
cuentos de Grace.
Paley (1922-2007) fue una activista de la vida cotidiana.
Su forma de narrar era, según Susan Sontag, genuina, ‹‹distinta de cualquier
otra: divertida, triste, escueta, sencilla, enérgica, sutil››. Sus cuentos
están poblados por mujeres, como ella, ‹‹sumergidas en la marea de la vida››, para
las que, a pesar de los niños, la casa, los maridos transeúntes que van y que
vienen, ‹‹todos los días eran agitados y llenos de novedades››. Aunque, a veces,
ni recuerdan las medias horas agradables que han vivido.
En el cuento Dos historias cortas y tristes de una
vida larga y feliz, Fe, su alter ego en muchas historias, cuenta que ha
‹‹tenido que educar a estos niños con una sola mano mientras con la otra tenía
que darle a la máquina de escribir para ganarme la vida››. Y todo sin perder
los nervios. Apenas una vez le dijo a su hijo: ‹‹Necesito estar sola diez
minutos. Anthony, si te quedas podría asesinarte››. Aunque al final, después de
una discusión y de una escena de amor con su hijo de cinco años, no puede
evitarlo: ‹‹Me puse a acunarle. Cerré los ojos y apoyé la cara en su cabeza
morena. Pero el sol, siguiendo su curso, se asomó por entre las torres de los
edificios de oficinas de la parte baja de la ciudad y, de repente, me iluminó
con toda su fuerza. Y luego, a través de los gordos dedos de mi hijo, enterrado
para siempre, como un rey tras las rejas de Alcatraz, mi corazón se iluminó a
listas››.
Los cuentos
de Paley hay que leerlos como poemas. De hecho, fue primero poeta y cuando empezó
a escribir relatos no pudo dejar de exclamar: ‹‹!Oh, cuánta prosa!››. Ella
misma nos sirve de guía para entrar en esas narraciones deslavazadas, pero con
todo el sentido, que nunca siguen la trillada línea recta.
Es un lugar común decir que Edgar Allan Poe es el
fundador del cuento moderno. Aunque antes de él hubo excelentes cuentistas
modernos como E.T.A. Hoffman. Los cuentos de Poe crean una tensión literaria y
un suspense que se resuelve al final. Todo el cuento se orienta a eso. Ese tronco
lo sigue Guy de Maupassant, luego O´Henry, y lo seguirán más y más escritores
hasta nuestros días. Pero, en cierto momento, surge Chéjov y con él una rama
que adquiere tanta importancia como el tronco en sí. En los cuentos de Chéjov
el final no tiene importancia. Es más, muchos no tienen final. En ellos se da
una expectativa de cambio, una ilusión que, normalmente, se desvanece y deja el sabor
dulce o amargo de lo que pudo ser. En esas narraciones parece que no pasa nada,
sin embargo, la vida transcurre por debajo de forma atropellada. Este método lo
explota al máximo Hemingway en El río de los dos corazones, Los
asesinos o Colinas como elefantes blancos. Paley, que no admira a
Hemingway, trepa por esa rama como trepa Fe, su protagonista, en uno de sus cuentos.
Cuando se escribe así, se basa todo en la precisión. La célebre sentencia de
Isaak Babel lo resume: ‹‹Ningún hierro puede penetrar el corazón humano de
forma tan heladora como un punto puesto a tiempo››.
Si no estuviéramos hablando de alguien tan antidogmática,
podríamos decir que el cuento Conversación con mi padre contiene el
credo estético de Grace Paley. Como ella
se encarga de aclarar, se trata de una discusión con su verdadero padre:
‹‹Todos los personajes de este libro son imaginados de la vida real, excepto el
padre. Sea cual sea el relato en el que le ha tocado vivir, es mi padre. I.
Goodside, médico , artista y narrador de cuentos››. Muchos críticos han
analizado este cuento. No pretendo aportar nada nuevo. Lo que sigue solo es de
utilidad para quien no lo conozca. Esta es la historia:
El padre, de ochenta y seis años, le pide que escriba un
relato como los de antes: ‹‹Solo gente identificable y explicar lo que les
pasa››.
‹‹¿Por qué no?››, dice ella, ‹‹Eso puede hacerse››. ‹‹”Erase
una vez una mujer…”, seguido de una trama››.
El problema es que ‹‹siempre he despreciado esa línea
recta irremediable entre dos puntos […] Todo el mundo, sean seres reales o
inventados, merecen el destino abierto de la vida››.
Lo intenta. Escribe una historia, breve y desnuda, sobre
lo que le ocurrió a una vecina. El padre le recrimina: ‹‹Dejaste fuera del
relato casi todo››. Se refiere a los detalles. El aspecto que tiene la
protagonista; cómo eran sus padres. ‹‹¿Y qué me dices del padre del chico?››. Ella
lo vuelve a intentar. Escribe una nueva versión con detalles, pero a su modo,
con digresiones esclarecedoras: ‹‹Tenía un hijo al que amaba porque le conocía
desde el día de su nacimiento (en la desvalida infancia gordinflona y a la edad
de abrazar y luchar, de los siete a los diez, así como antes y después)››. El
padre se lo toma a broma. ‹‹Primero. Tienes un sentido del humor excelente.
Segundo. Veo que eres incapaz de contar una historia sencilla››.
Por último, inician una discusión sobre el destino de
aquella mujer. ‹‹Pobre mujer. Pobre chica. […] El final. Tenías mucha razón al
decirlo. Fin››, dice el padre.
‹‹Bueno, eso no es necesariamente el final, papá››.
‹‹Haces chistes. No quieres admitirlo. Tragedia. […] No
hay ninguna esperanza››.
Pero ella se niega a que el final del relato sea el final
de todo: ‹‹Yo la he inventado. Lo siento por ella. No voy a dejarla en aquella
casa llorando›› […] Ha conseguido un trabajo. […] Está trabajando en esa
clínica››.
‹‹¿Cuánto tiempo crees que va a durar? —preguntó él— Es
una tragedia! ¡Tú también! ¿Cuándo mirarás las cosas cara a cara?››.
Así acaba. Con dos obstinados seres discutiendo
entrañablemente.
Sobre el relato planea otro final cercano: el del padre. Que
en Enormes cambios en el último minuto hace una reflexión serena y
escalofriante sobre la muerte: “Pero si
no hay que tener miedo, hija querida, dijo su padre. Cuando llegues ahí, ya no
tendrás un ansia tan terrible de vivir. No tienes por qué tener ningún miedo.
Estarás cansada. Serás como una brasa, como un rescoldo. Luego ya no quedara
nada que pueda arder. Se acabará, créeme, le dijo, aunque tampoco él hubiera
llegado aún allí. Entonces, no te importará”.
Así suenan las historias de Paley, tan densas y chocantes
como cuando las escribió. Y, quizás ahora, más inteligibles.
Una de sus habilidades es el arte de comenzar relatos. En
el parque del Noroeste empieza así: ‹‹Cuando fui al parque por la tarde me
encontré a once jóvenes solteras que viven de la asistencia social. Solo cuatro
eran putas››. Pero hay más ejemplos: ‹‹Seguro que te encantará conocerme. Yo
soy la señora que supo aprovechar la juventud›› (Un corto trayecto).
‹‹Un joven dijo que quería irse a la cama con Alexandra porque ella tenía una
mentalidad interesante›› (Enormes cambios en el último minuto). ‹‹Una
Navidad mi marido me regaló un plumero. No estuvo nada bien. Por mucho que me
digan, nadie me convencerá de que trataba solo de ser amable›› (Un motivo
para vivir).
Las protagonistas de su primer libro: Batallas de amor
(1959) son ingenuas y procaces a la vez. Reflejan la vida de mujeres
sacando adelante lo cotidiano frente a la grandilocuencia masculina: ‹‹Para una
mujer la felicidad es una buena meta. […] Pero los hombres son diferentes,
tienen que ganar mucho dinero, o tienen que ser famosos, o conseguir que todos
los vecinos los miren desde abajo››. Las del segundo, Enormes cambios en el
último minuto (1974), se muestran más maduras e independientes. Tienen
‹‹dinero escaso, demasiados hijos y maridos que desaparecen hacia quién sabe
dónde››. En el tercero, Más tarde el mismo día (1985), ya se han
desentendido de los hombres, pero están
inquietas por sus hijos y sus nietos. Sus preocupaciones son, ante todo, políticas.
Paley es grande porque incumple todas las normas y sale
victoriosa del empeño. Aprendió de las vanguardias (de Woolf, de Joyce) a
escribir con libertad. A no plegarse a las concesiones, aunque eso signifique perder
lectores. A Paley, repito, hay que aprender a leerla. No porque sea difícil,
sino porque ‹‹utiliza un vocabulario y una sintaxis que le pertenecen en
propiedad, y sus textos, aunque siempre muy legibles, no se parecen en nada a
lo que se lee en otros textos››, dice Patrick Thévenon. Es una escritora divertida,
y hay quien asegura que es hija de Groucho Marx y la madre de Woody Allen.
Se emparenta con otras escritoras, como Tillie Olsen,
como Vivian Gornick, nacidas en hogares socialistas o comunistas de europeos
emigrados, sobre todo judíos, sobre todo del este, cuando las palabras
socialista y comunista daban mucho miedo y más en Estados Unidos.
Nació en el Bronx, pero la mayor parte de su vida la pasó
en el Greenwich Village, en la calle 11 y el Washington Square Park, junto a
otras mujeres con las que ‹‹selló un pacto al menos tan útil como el voto que
todas juramos a maridos con los que ya no estamos casadas››. En 1952 tuvo un
aborto, porque ya no podía permitirse más hijos. Dos años más tarde tuvo otro,
espontáneo, mientras buscaba quién le hiciera la intervención. La
convalecencia, en la que primero se sintió morir como cuenta en Viviendo,
le permitió dedicar tres semanas enteras a escribir. De ahí salieron los
cuentos que leyó McCormick. Después de muchos rechazos, consiguió que un par de
ellos se publicaran en la revista Accent.
Desde el primero, Adiós y buena suerte, hasta el
último, en 1985, pasan algo más de treinta años en los que Grace escribe cuarenta
y cinco relatos. Son suficientes para convertirla en una de las cuentistas más brillantes
y apreciadas de los Estados Unidos.‹‹En mi caso››, dijo ‹‹ha de transcurrir
mucho tiempo entre el saber y el contar››.Cuando alguien le preguntaba por qué
no había escrito nunca una novela, ella respondía ‹‹Ars longa, vita brevis››.
La sentencia de Hipócrates le sirve para explicar sus múltiples intereses: ‹‹No
puedo vivir sin escribir, pero no puedo vivir sin mis hijos. Ay, no soporto no
responder a las cosas espantosas que pasan››. Ahí están los tres ejes de su vida:
hijos, escritura y política.
En cualquier caso, según Angela Carter: ‹‹Grace Paley
logra que la novela como forma literaria parezca virtualmente redundante. Cada
uno de sus relatos tienen una vida interna más rica que la mayoría de las
novelas››. El cuento Fe en un árbol es la historia de una epifanía. Fe
descubre, gracias a la precoz inteligencia de su hijo de nueve años,
acontecimientos que le hacen dar un giro entero a su vida: cambiar de trabajo,
de peinado y de modo de hablar. Pero antes, durante veinte dislocadas páginas,
y subida en la gruesa rama de un árbol nos ha presentado a muchas de ‹‹sus
colegas en el negocio maternal››.
Grace no tuvo necesidad de esa epifanía. Desde joven tuvo
clara ‹‹no tanto la necesidad de la desobediencia civil como la importancia de
no pedir permiso››. En la introducción de su libro de ensayos y memorias La
importancia de no entenderlo todo escribe: ‹‹[Durante cuarenta años] no he
alterado mis opiniones sobre la guerra de EEUU en Vietnam, sobre la guerra en
general ni sobre el racismo en particular y, conforme más rápido pasa el
tiempo, más feminista soy››. Su manera de intervenir en política era práctica.
Consistía en asistir a actos de desobediencia civil, ‹‹sentarse en el suelo y
quedarse ahí abajo››. Por hacerlo delante de un desfile militar pasó seis días
en una cárcel de su mismo barrio. ‹‹Aprendí mucho [de las mujeres], esas presas
pueden educarte››.
En Deseos la protagonista hace una declaración de
intenciones: ‹‹Quiero ser la ciudadana eficaz que cambia el sistema escolar […]
Había prometido a mis hijos poner fin a la guerra antes de que fueran
mayores››. ¿Qué decir ante esas expectativas? La activista Grace Paley tenía como
objetivo extender los límites de la acción no violenta. Empezó defendiendo un
parque en su barrio (Washington Square Park) y fue ampliando su actividad al
pacifismo (viajó a Vietnam, a China, se opuso a la guerra del Golfo y a la
invasión de Irak), la lucha de las mujeres, la antinuclear, contra la
segregación racial y la homofobia. Y lo hizo integrando todas esas luchas, sin
que supusieran identidades separadas ni enfrentadas.
Aun así nunca olvidó ‹‹que la amistad va antes que la
rivalidad››. Incluso con los policías se mostraba condescendiente. Tras
encontrarse con uno al que conoce desde hace tiempo, le dice: ‹‹Finegan, todos
estos años has trabajado en una cosa y yo en la contraria, pero fíjate: ni tú
ni yo hemos podido evitar que nos salgan canas››.
Respecto al judaísmo, Grace opinaba: ‹‹Me ha gustado ser
judía››. Pero Fe, su personaje, parece más de acuerdo con George Steiner. Lo
único con lo que está conforme es con la diáspora. El estado de Israel le
parece un error. Piensa que los judíos deberían ‹‹seguir siendo una astilla
clavada en el dedo gordo del pie de las civilizaciones››. Los judíos ‹‹no
deberían ocupar un espacio, sino perpetuarse en el tiempo››.
La escritura y la acción política fueron los dos tipos de
trabajos, tan a menudo entrelazados, que practicó en su vida. ‹‹El escritor no
es más que alguien que cuestiona las cosas››, afirma.‹‹La literatura procede no de saber mucho, sino de no saber››. ‹‹Cuando
yo empecé a escribir fue porque había empezado a vivir entre mujeres›› y ‹‹hay
cosas de los hombres y de las mujeres, de la relación entre ambos […] que no
soy capaz de comprender››. Así que se dijo: ‹‹Tendré que dar sentido a los
hechos››.
En sus talleres de escritura recomendaba escribir sobre
cosas de las que no se sepa en absoluto. ‹‹Si antes de escribir sobre algola
respuesta te viene con claridad [...], cambia de asunto››. La imaginación es
importante, pero no por lo que creemos (ser capaces de inventar historias),
sino ‹‹para intentar comprender lo que les ocurre a las personas que nos
rodean, para intentar comprender la vida de los demás››.
Cuando oigo la palabra sororidad pienso en ella. Para mí,
encarna mejor que nadie ese sentimiento tejido de experiencias compartidas,
cuidados mutuos e irreprimibles rechazos. Lo expresó en sus cuentos y eso no le
impidió extender su solidaridad también a los hombres. La vida, a pesar de las
injusticias, las desigualdades y los desconsuelos, no es nada espantosa. Como
dice la agonizante Selena en Amigas: ‹‹Os aseguro que he disfrutado unos
maravillosos años con ella››.
El pasado 11 de diciembre se cumplieron ciento un años
del nacimiento de Grace Paley. El país de origen de sus padres, Ucrania, lleva más
de dos años siendo portada de los periódicos. La cuarta ola feminista busca
referentes en generaciones anteriores. Son motivos suficientes para celebrar, pero
lo que celebramos hoy es su escritura.
Celebro a ese McCormick, el editor, que le dio la
oportunidad. Le tengo en mi panteón de ilustres rescatadores literarios. Junto a Max Brod que desoyó a Kafka o E. M. Foster
divulgador de Kavafis.Gracias a él
conocemos la chocante visión de mundo de Faith Darwin Asbury, el desparpajo de
Dotty Wasserman o la resistencia de la atribulada Ginnie. Es decir, momentos
impagables de la íntima rebelión de mujeres, listas, duras y alegres: ‹‹las
almas candorosamente tenaces de la anarquía››.
0 Comentarios
Comentarios con educación y libertad