EL LECTOR DE SPINOZA

                       

Para Carlos Serrano Vallejo.

 

            1. El lector de Spinoza vive en esta ciudad desde hace años. Proviene, al parecer, de un país del Sur en donde la pasión intolerante de sus gentes obstaculiza la razón y niega los frutos del pensamiento libre; recibido con hospitalidad entre nosotros, en cambio, encuentra la discreción y la calma que necesitan sus trabajos. La vecindad está orgullosa de contar con él; imparte clases en el instituto y, a menudo, sus compañeros y alumnos lo buscan para conversar y consultarle acerca de todo un universo de cuestiones. Hasta los que discrepan reconocen el poder de su inteligencia y la claridad de sus argumentos. Por las tardes, se le puede encontrar en su casa a las afueras, solo -salvo que atienda a una visita-, aplicado al estudio o trabajando en el taller del ático. Es un consumado artífice de maquetas: construye barcos y aviones idénticos hasta el detalle a los reales; busca la perfección y, aunque dedica años a cada modelo -como si el tiempo no contase para él- cuando termina, los regala a sus amigos y vecinos. Está soltero, según se comenta, por deseo propio; en realidad, se ignora si hay alguna mujer en su vida, y él mismo no es dado a esta clase de confidencias. Quienes lo conocen bien dicen que es algo tímido aunque estimulante conversador; prefiere los pequeños grupos, y los fines de semana suele reunirse con sus amistades con los que organiza animadas tertulias. Su talento y sus suaves maneras le han granjeado relaciones incluso de lugares lejanos -a las que atiende por correspondencia- y, en esta localidad, ejerce sobre algunas personas una singular fascinación.

            2. Entre éstas, sobresale el caso de una anciana que regenta una panadería junto a su domicilio. Cuando a mediodía va a comprar su pan, la mujer siempre lo espera con su sonrisa desdentada y la mejor barra de todas: bien cocida y crujiente, como a él le gusta, que le escoge de la última hornada. Apenas llega a la tienda, lo saluda con alegría, lo llama junto a sí y lo abraza; cuando puede, le da conversación para ponerle al corriente del vecindario y preguntarle alguna minucia, o se lamenta con él de sus desgracias; a veces, le toma de las manos; sin pudor alguno, se las acaricia, y siempre se despide con un beso, como hacen algunas ancianas con los niños. A él, más bien lo incomodan esas deferencias; no falta a la cortesía, pero apenas responde a las palabras de la vieja y, si puede, evita su contacto. La mayoría comprende esa actitud, porque la señora tiene un trato excesivo y molesto para quien nunca le da pie y cuyo único propósito es comprar pan. Algunos achacan el celo de la mujer a la ausencia de su hijo, que la deja sola al cargo del negocio para ocuparse de sus asuntos y pasa mucho tiempo sin ir a verla. (En realidad, resulta extraño que no esté jubilada, cuestión sobre la que abundan las especulaciones).

            3. Pues bien, parece que esa extraña relación, cuyo origen es imposible precisar, llega a su término; desde hace poco, hay abierta una tahona junto al instituto y él ya no acude como antes a la tienda de la anciana; compra el pan en el tiempo de recreo y lo guarda en su taquilla hasta el momento de salir; de esta forma, se ahorra unos minutos y, sobre todo, se libra de sus zalamerías y sus quejas.

            4. La vida de una persona sola no tiene por qué ser aburrida si se organiza bien; si se encuentra el aliciente de los pequeños placeres y se deja espacio para el cultivo de la amistad y de las aficiones. La felicidad, suele decir él, es posible en nuestro mundo; pero sólo para quien se empeña en su deseo y pone los medios a su alcance en función de ese objetivo. Parando mientes, se entiende por qué tantas personas, que se ignoran a sí mismas y son devoradas por múltiples afanes, padecen la desorientación y la desgracia; mientras que envidian cómo él se libra de los vaivenes del tiempo, dichoso en su camino firmemente trazado. Fiel a su costumbre, cada día se dirige a la tahona; pide el pan, paga y se va. No hay por qué hacer complicado lo sencillo, dice, el mundo está bien hecho.

            5. Una mañana se demora con los exámenes -tarea que siempre le desagrada- y no encuentra ocasión para comprar el pan; de manera que esta vez acude a la vieja panadería poco antes del cierre. Ya en la entrada, se le aparecen, como en una imagen, la presencia y los modos de la mujer; sacudido por cierto malestar, piensa en volverse cuando sus piernas, como por sí mismas, lo introducen. Lo recibe un hombretón de unos cuarenta años, calvo, con una gruesa cadena que asoma en su camisa abierta, quien lo observa un momento antes de ofrecerle sus servicios. Después de despacharlo, mientras recoge el dinero, le pregunta si conoce a la dueña de la tienda. Su mirada lo retiene y, al asegurarse de que es él a quien busca, le declara sin la menor afectación que la anciana es su madre y que se encuentra muy enferma; también, le hace saber que ella le pide por favor que vaya a visitarla. El hombre le dice que entiende su extrañeza y que rechace el ruego: no existen lazos de familia, no los une la amistad...; así y todo, apela a su comprensión. La entrevista concluye de manera abrupta y sin acuerdo. Fuera, en la plaza, unos niños se divierten con sus juegos antes de comer. De camino, el pan que acaricia le sugiere un trofeo ganado al enemigo; fantasía que desecha en cuanto llega a su hogar y se acomoda.

            6. Los días siguientes transcurren anodinos, y sólo por un comentario de pasada en la tertulia se recuerda el incidente; uno menciona lo insólito del caso: una mujer que ofrece a un extraño el cariño que no quiere su hijo; otro, en cambio, considera que la situación no es nueva, y refiere algunos ejemplos; alguien piensa que si acude, entonces, de hecho, reconoce un vínculo con ella; se suscita una ligera controversia que termina diluyéndose, como es costumbre, en otras consideraciones de índole política. De vuelta a casa, y aunque no es de su agrado, resuelve ir a la panadería al día siguiente a interesarse por la mujer.

            7. En cuanto el hijo de la panadera lo ve entrar, distrae la atención de una clienta y le indica que necesita hablarle. Cuando la tienda queda vacía, sale del mostrador, se aproxima hasta él y utiliza sólo un susurro de voz para decirle que ella se muere. Tiene que ir, debe ir, le suplica que vaya a verla porque su madre no cesa de recriminarle, pensando que no le insiste lo suficiente. Cree que es su último deseo y teme que se muera sin verlo satisfecho. La llegada de clientes interrumpe la conversación. Él se retira a una esquina, en tanto el vendedor no deja de mirarlo escrutando en su rostro qué va a suceder. Al encontrarse de nuevo los dos solos, vuelve con su petición: tan fácil de cumplir, es la última voluntad de una moribunda y puede darle a la mujer algún consuelo; ya sabe que ella lo adora, lo tiene siempre presente y no deja pasar la ocasión de hablar bien de él. El hombre parece empequeñecerse tras el mostrador, como abochornado por la necesidad de pedir y su remordimiento. Entre excusas, confiesa su culpabilidad por haberla abandonado, se ruboriza, se pone al borde del llanto; la escena se vuelve íntima y desagradable. Al final, por qué, acepta ir. El hijo, reanimado de pronto, responde deshaciéndose en elogios y prometiendo no sé qué satisfacciones; le entrega los datos del hospital y le obsequia con la mayor hogaza que hay en los estantes.

            8. El hospital es una construcción antigua y sobria, adonde no acude bajo ningún concepto: se afirma que nada le disgusta tanto como la enfermedad y que jamás ocupa su pensamiento con la muerte, porque sólo las personas morbosas y las débiles se solazan en la constatación de esas miserias. Accede al edificio, quizá por vez primera, a través de un vestíbulo atestado en el que se habla a voces; entre el gentío, berrean varios niños, maldice un anciano, un matrimonio discute con gestos y unas señoras vigilan. El ascensor en que sube es amplio, pero se ocupa por completo; las gentes en él padecen por falta de aire y por la dificultad de organizar la salida en cada piso. Contrariado y confuso, llega, por fin, hasta su planta; sale a un recibidor que lo aboca a un largo pasillo; todo parece limpio y despejado; recorre un buen trecho, siguiendo la dirección que juzga conveniente y llega hasta una puerta; la franquea y avanza todavía varios metros sin la ayuda de indicaciones. Finalmente, un letrero le descubre su error. Retrocede unos pasos y toma el camino de un pasadizo curvo que lo conduce hasta un laboratorio, entonces reconoce que está desorientado. Vuelve sobre sus pasos en busca del pasillo del principio, desde el que poder recomenzar; pero sólo consigue dar algunas vueltas y termina siempre en el mismo sitio; las galerías son idénticas y todas huelen igual: imagina el aire retenido en ellas por millones de gérmenes que se aferran con sus manos diminutas. Hace calor, se marea, transpira, no encuentra un solo banco donde descansar; imposible acordarse del camino de vuelta. Por fortuna, pasa un enfermero que lo auxilia; hay una salida por otro lado del corredor; pero también puede acceder a esa habitación a través de pasadizos interiores. El mismo enfermero lo anima a continuar y lo acompaña un trecho. En seguida toma la dirección correcta, un pasillo con numerosos recodos que da a varias salas, en las que se escucha un murmullo ininteligible y continuo. Más adelante, sigue un pasillo que se bifurca y desemboca en una escalera especialmente estrecha, muy larga, sin curvas, que puede apreciarse en toda su longitud y termina en lo alto justo con una puerta. Ésta, debido a una pequeña claraboya curva colocada sobre ella, está relativamente más iluminada, al contrario que el resto de la escalera. Antes de llegar, la puerta se abre y se asoma un hombre, sin duda otro enfermero, que lo invita a entrar. Está en la habitación de la anciana. El enfermero, un hombre joven y triste, expone la situación sin rodeos: la mujer agoniza, en cualquier momento puede sobrevenir el desenlace. Sin embargo, le permite quedarse si no es más que unos minutos; se retira, hasta ese momento, a una dependencia contigua.

            9. Las paredes, el techo y las puertas de la habitación son de un blanco increíble; el suelo cuadriculado como un tablero de ajedrez y la única ventana, pequeña, cubierta con una cortina negra, les dan un contrapunto inverosímil; no hay adornos y el lecho, en el centro, parece colocado ahí para atraer todas las miradas. La mujer yace rígida, con la cabeza en alto y los ojos cerrados; lleva el cabello recogido y a él le parece, de pronto, que es hermosa. Sus brazos se distienden sobre la cama, libres al fin de las agujas; su pecho apenas se levanta y no se escucha el aliento, el profano puede pensar que es ya un cadáver, si confunde esa calma con el rigor de la muerte. Resulta difícil acercarse en esas circunstancias, y está a punto de irse; sin embargo esa opción le parece la más absurda de todas, una vez que está ahí, y porque siente como un obstáculo la escalera de desmesurados peldaños por la que acaba de ascender. Aún junto a la cama, deliberando en silencio, la mujer abre los ojos, y las miradas se cruzan. Él mira esos ojos por primera vez. En la oquedad rasgada, un brillo apagándose semeja las pupilas de un pez muerto; esos ojos, le parece a él, no corresponden a las de aquella anciana cuyo servicio esmerado y prolijo casi no recuerda; pertenecen a una mujer extraña de la que nada sabe, ante la que ahora comparece como asistente a su muerte. Ella, en cambio, algo dice con su mirar detenido, obstinado, exasperante; adelanta su mirada a las palabras de blando reproche con que se dirige a él y lo señala. Que lo espera desde hace mucho tiempo, le dice, mientras se agarra a la colcha como a la última tierra; que no se explica su tardanza ni el olvido con que paga sus atenciones; le pregunta si no quedan en su memoria sus miradas y caricias, si el gesto cotidiano de escogerle el pan no merece su piedad; le confiesa que aún guarda los panes en su casa, aquellos panes únicos, apartados sólo para él. Y él los imagina apilados hasta el techo de una habitación, putrefactos por el moho y los gusanos que los van descomponiendo, ajenos al valor de símbolo que custodian (aunque el hedor que emanan no es espantoso para ella, sino perfume que le trae un recuerdo de alegrías, aroma que imagina cuando ya no puede sentirlo desde su cama de hospital); él piensa en la acidez de la putrefacción, en el viejo axioma de la caducidad de la materia. De pronto, la anciana se incorpora con un interminable esfuerzo, no quiere dejar la vida sin más palabras; lo reclama cabe sí, rostro con rostro, y su boca fláccida con regusto a final le recuerda la constancia de su amor, y la traición a cambio; toma una bocanada de aire y lo repite, como queriendo hacer eterna su demanda, tú me traicionas. Todavía un ademán por retenerlo entre sus manos, pero éstas no alcanzan y caen; un golpe de tos y su cuerpo entero se resume en un dolor que escapa al tiempo. El enfermero aparece entonces, se aproxima para comprobar el pulso, observa sus pupilas, palpa la carótida, por toda sentencia le cierra los ojos con delicadeza. Después lo mira sin decir nada, lo acompaña hasta la puerta, él se va, y la cierra.

            10. El edificio es una construcción sin alma que alberga un universo opaco; fuera, su misterio se distorsiona y se pierde como una voz a medida que se aleja.

            11. Él se dirige a su casa de inmediato. Allí se desnuda, toma un baño, luego intenta comer incitando a su apetito, coge una revista y lee en páginas salteadas, se pone de pie, se dirige a la ventana, mira por ella hacia lo lejos, retrocede, contempla la habitación, se entretiene en colocar objetos desubicados, se atusa el cabello, observa el teléfono, se divierte con el cable enrollado, luego se perfuma, coge su chaqueta, se la coloca sobre el antebrazo, camina hacia el vestíbulo, lo examina y sale. En su automóvil, la ciudad que recorre le parece más grande y enigmática, acrecentada por calles que ignora y lugares inhóspitos que nunca visita; en su intención por encontrar los límites, se aventura hasta los barrios extremos, donde las gentes ocupan la calle e intimidan a los forasteros con su mirada inmóvil. Más allá, sólo despoblados hasta la frontera única del campo. En ella se detiene unos minutos, sin parar el motor, como queriendo saborear ese final antes de que otro camino lo devuelva a su mundo y lo salve. Reposta en un gasolinera donde lo atienden con hostilidad: la ciudad siempre está al borde de la sorpresa, suele decir, fruto del choque de sus gentes y el mare mágnum de sus deseos, insufrible intercambio del que abstenerse. No hay, pese a todo, más caminos que los de asfalto, dispuestos en una red de direcciones sobre un plano abstruso donde los no enterados se extravían. Nada más.

            12. Cuando llega a su piso y abre al encuentro de la penumbra y del silencio circundantes, rompe de improviso la calma el motor de un automóvil frente al portal. Se acerca a la ventana y ve salir del vehículo al hijo de la panadera. Éste mira hacia lo alto, y él se esconde, con tiempo de observar que hace un gesto para ocultar las manos y se dirige aprisa hacia la entrada. Un largo silencio. Él corre por su casa, de habitación a habitación, roza una maqueta que no cae, y al fin se detiene al resguardo de un lugar desde donde escucha a ese hombre que asciende, muy ruidoso, la escalera. Imagina el trabajo de mover noventa kilos, su masa de carne impredecible y sudorosa; lo oye detenerse en el rellano a coger aire -unos instantes infinitos-; pero no hay tregua, otra vez el escándalo de sus zapatazos acercándose. Su mano asoma, por momentos, en la barandilla (como la de un niño que empieza a caminar); desde arriba se escucha, en la cautelosa noche, el estertor de su esfuerzo. Cuando alcanza el penúltimo piso, vuelve a descansar; lo detiene la fatiga, o delibera qué hacer, o quizás prepara algo que cabe en un bolsillo. Con lentitud, sube los últimos peldaños y, cuando descubre que la puerta está entornada, lo inmoviliza el asombro: no sabe cómo interpretar esa señal, su intuición no le vale, siente miedo. Aún la confianza en su fuerza lo impulsa a seguir; se planta, solemne, en el umbral y pronuncia su nombre, le pide que salga. No se oye a nadie. Insiste en reclamarlo, ahora impaciente; al no obtener contestación, empuja la puerta y entra; su cuerpo obeso, su torpeza, el sonido de su voz que lo delata; en el vestíbulo, lo hechiza la figura de un navío que zarpa con su tripulación a bordo, el velamen desplegado, su banderín rojiverde que parece ondear al viento; no bien dirige su vista al interior y se desploma, empujado por un golpe de metal a la espalda. En el suelo, imagina la sangre que brota lentamente; pero no puede volver el rostro ni contemplar siquiera

            13. la mano que lo hizo.

 




¿Sabías que…? 13 Curiosidades de «El lector de Spinoza»

 

-       La primera versión fue escrita en un hotel de Altea una tarde de agosto de 1978. Su título: “La panadera”. El autor tenía 17 años. El manuscrito se perdió. Se trata del primer cuento que escribió en su vida.

-        La segunda versión fue escrita a fines del siglo XX de nuevas. La referencia a Spinoza se debió a los estudios de Filosofía que el autor hizo con el excelente profesor Eugenio Fernández.

-      El cuento está dedicado a un amigo del autor, fallecido, a quien prometió dedicarle un cuento cuando lo publicase algún día (día que el autor  pensaba que no llegaría nunca).

-     La cubierta fue una acuarela de su gran amigo el artista plástico Jorge Cano, quien es también el autor de las ilustraciones que se cuelan en el libro y lo enriquecen. ¡Gracias desde aquí!

-       Hay semejanzas del protagonista con Spinoza: es profesor de Filosofía, soltero, amable, se reúne para conversar con amigos, mantiene correspondencia con muchos otros, realiza un trabajo manual (maquetas en vez de pulir lentes), odia la enfermedad, la muerte, la dependencia, los lazos que obstaculicen la libertad y lleven a pasiones tristes, en su casa el banderín rojiverde del barquito recuerda a sus antepasados portugueses. El crimen alude al ataque que sufrió el filósofo por parte de un fanático religioso judío.

-     El texto se organiza con párrafos numerados, evocan el carácter de la obra de Spinoza: Ética demostrada al modo geométrico. Son 12 números (simbólico de perfección) al que se añade uno que la desbarata.

-      Todos los verbos están en presente o infinitivo. Aluden a la reflexión de Spinoza que pretende realizarse sub especie eternitatis, esto es, desde la perspectiva de la verdad inconmovible. Todos, excepto el último en pretérito perfecto simple, que inevitablemente alude a lo sucedido y acabado.

-       Hay una cita oculta de El proceso de Kafka, las escaleras que llevan a la habitación donde está la mujer. Además, la expresión de cerrar la puerta remite a Ante la ley.  

-       El cuento obtuvo el Premio Ciudad de Teruel en 2001. (Fue el primer premio conseguido por el autor).

-      La publicación de la noticia en los periódicos locales de Aragón, cuando casualmente los editores de Páginas de Espuma se encontraban en Zaragoza, permitió que estos conocieran que su amigo era escritor y lo invitaran a publicar con ellos.

-       El relato apareció en la revista Turia. Se trata del primer texto publicado por el autor. Contaba 40 años.

-         El gran escritor y teórico Guillermo Samperio lo incluyó con un estudio en su obra para los que se inician en el relato: Después apareció una nave. Gracias y descansa en paz, amigo mío.

-      El primer libro del autor lleva el mismo título que el relato, El lector de Spinoza. El título original del libro quedará incógnito. Gracias a Juan Casamayor.