Desde 2013, más de medio centenar de menores han sido asesinados por sus padres como respuesta al proceso de separación o divorcio iniciado por la madre a causa de los malos tratos sufrido por su pareja. El último asesino ha sido un hombre que envenenó a sus dos hijas menores hace apenas unas semanas en Almería.

No vamos a detenernos en la imprudencia judicial que supone no eliminar el régimen de visitas de los maltratadores, ya que no se contempla el riesgo que supone para los niños estar en manos de quien golpeó y vejó a su madre, ni la evidencia de que el 44% de los asesinatos por violencia vicaria se produce durante el ejercicio del régimen de visitas del padre. Como observan las asociaciones en defensa de la supresión de este régimen para los agresores: un maltratador no puede ser nunca un buen padre. El feminismo ha levantado con firmeza la voz contra esta anomalía legal que pone en riesgo la vida de unos niños inocentes que el estado debería proteger.

Sin embargo, sí queremos detenernos aquí en analizar cuál es la dinámica psíquica de esta violencia vicaria. ¿Por qué un hombre decide vengarse de la que fuera su compañera sentimental y madre de sus hijos, matándolos?

El mundo clásico nos ofrece un catálogo de estos crímenes por razones diversas: Agamenón sacrificó a su hija Ifigenia para que los dioses le fueran propicios y le procurasen el viento que le permitiera continuar el viaje de su flota hacia Troya; Saturno devoró a sus hijos para evitar que lo derrocaran, tal y como una profecía había augurado que sucedería. Pero es Medea, la hechicera, la que mejor representa el infanticidio por venganza amorosa. Medea, traicionada por su marido, Jasón, quien se disponía a casarse con la hija del rey de Corinto, mató a sus dos hijos para vengarse del hombre por cuyo amor había abandonado su tierra e, incluso, matado a su hermano durante su huida. En nuestra comunidad, una nueva Medea llevó a cabo un crimen semejante en 2002.

Sin embargo, son muy raros los casos de infanticidios a manos de la madre. Quienes se llevan el mayor porcentaje en las estadísticas son los hombres maltratadores.

Para estos varones, la mujer a la que dicen amar no está representada en su aparato psíquico como alguien distinto de sí mismo, como alteridad. En su mundo interno la mujer es una posesión narcisista, un objeto que le provee de una de las condiciones necesarias para la masculinidad: tener una mujer, tener una familia. La socialización patriarcal conduce a los hombres a pensar que tienen derecho a ser amados y  acompañados por una mujer que, como el objeto que es para ellos, no ha de poseer ninguna o casi ninguna capacidad de agencia: no puede protagonizar su vida ni mostrar deseos, pues sus deseos amenazan ese estatuto de objeto que necesita el hombre para su tranquilidad. Si la mujer quiere separarse o se separa, aquél experimenta una herida en la representación de sí mismo, y su identidad masculina se ve profundamente afectada, de modo que el paso al acto criminal puede producirse para recuperar momentáneamente la omnipotencia perdida. Mata porque no tolera una pérdida que lo descalifica como hombre viril.

Los hijos son considerados también para los maltratadores como una posesión más. El asesinato se produce porque los despoja de alteridad como despojó a su madre, y atenta contra ellos para descargar la violencia que la separación le produjo al dejarlo inválido, desposeído, sufriendo una auténtica hemorragia narcisista que el asesinato pretende calmar infructuosamente, por lo que muchas veces va seguido de su suicidio. La muerte física es posterior a la muerte psíquica que se produjo latente y progresivamente antes.

Muchos de nosotros nos preguntamos al leer las noticias sobre esta violencia vicaria cómo es posible que se produzca. ¿No desisten esos padres asesinos ante la mirada de unos niños que son agredidos por la persona que se supone que ha de protegerlos y amarlos? Y la respuesta es que no, que apenas los ven, que los despojan de individualidad para convertirlos en meros instrumentos de su venganza.

Los hombres maltratadores son un ejemplo letal del éxito del patriarcado, sus ejemplares más logrados, aquellos que se consideran a sí mismos los amos, los dominadores, aquellos para los que el cuerpo de la mujer y de los hijos de ambos son solo una propiedad más. Lo dicen abiertamente los incels, que se quejan de que las mujeres no les amen sin preguntarse el motivo, sin reflexionar sobre si acaso ellos son amables, dignos de ser amados; lo demuestran los varones de todas las nacionalidades que violan a las mujeres en grupo, como manadas de depredadores frente a su presa; lo escenifican también los adolescentes que graban a sus amigas, las drogan para conseguir sexo o las desnudan con aplicaciones de IA. El cuerpo y la vida de las mujeres no son considerados como dignos de respeto, como valiosos en sí mismos, y los hijos, amados por ellas, son objeto de su ira, de su retaliación.

¿Qué representan las mujeres para los hombres en cada uno de estos ejemplos? Nada.

La dominación masculina no cesa a pesar de los avances del feminismo, la revolución más universal, y su voracidad depredadora arrasa con las mujeres, con sus hijos y hasta con un planeta que despoja de cualquier derecho y consideración -como diría Baptiste Morizot-, en una autofagia asesina y devastadora que nos está conduciendo poco a poco hacia el desastre.