Lola López Mondéjar



 

    La pobreza infantil aumenta en Alemania y en Europa, la hambruna mata a los niños en Gaza, quienes, según un periodista que cubre la zona, informan a los medios de que tienen hambre porque creen que el mundo no lo sabe, pues si lo supiera, piensan los pequeños, no dejaría que murieran a la vista de todos. Pero el mundo lo sabe y asiste a la catástrofe incapaz de ponerle freno, entretenido en cálculos geopolíticos y en conflictos de intereses en los que no cabe lo vivible, lo humano. Las imágenes que nos llegan sobre las guerras y las hambrunas son explícitas, y deberían ser suficientes para detener el conflicto. Pero a pesar de los esfuerzos de la ONU, de la insistencia de UNRWA, del Papa Francisco y de otros magnatarios, no lo hacen. Hemos atravesado todos los umbrales de la indiferencia y de la indignidad.

    Sin embargo, tenemos a nuestra disposición las teorías. Desde el principio de responsabilidad de Hans Jonas, que nos invitaba a obrar de manera que los efectos de nuestra acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la tierra; la diplomacia de las interdependencias de Baptiste Morizot, quien insiste en una ética de la consideración que respete las vidas de todos los seres vivos del planeta, pues vivimos en comunidad y nada de lo humano, de lo vegetal y de lo animal debería sernos ajeno; la clínica de la dignidad de Cynthia Fleury, dignidad contra la que atenta cada vez más la necropolítica, el capitalismo extractivista y letal que convierte en indignas las vidas de millones de personas con el consentimiento de millones de otras, que colaboran con él o cierran los ojos; o las tesis de Judith Butler y Fréderic Worms, de Marta Nussbaum, entre muchos otros que denuncian las condiciones sociales que nos impiden vivir una vida suficientemente digna, suficientemente humana, una vida vivible. A pesar de todo el saber acumulado, el abismo entre nuestra capacidad racional para explicar el mundo y la realidad de este mundo se amplía cada vez más. Sabemos y negamos. El planeta colapsa, no hay inviernos en el Mediterráneo, las temperaturas del pasado año fueron las más cálidas desde que tenemos registros, el fantasma de la guerra se extiende y nosotros, como Kafka, quien el 2 de agosto de 1914, escribió en su diario: Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar, nos vamos de vacaciones mientras nuestro gobierno se jacta de que el turismo ha recuperado las tasas de antes de la pandemia, como si esta fuera una buena noticia en las circunstancias actuales, y demora la prohibición de los vuelos domésticos, de los jets privados. El turismo no sostenible es intocable porque su repercusión económica es inmediata, lo que al parecer es únicamente lo que importa.

    En la misma dinámica negacionista y presentista, el voto en contra del gobierno ultraderechista de Víktor Orbán, junto con Finlandia, Suecia, Países Bajos, Austria, Polonia, Bélgica e Italia, ha bloqueado la Ley de restauración de la naturaleza que pretende reparar el 20% de las zonas terrestres y marinas de la UE y de todos los ecosistemas que necesiten regeneración, algo imprescindible para paliar los efectos de la grave crisis medioambiental que ya sufrimos.

    Nuestras teorías nos instan a proponer la consideración, a recuperar el concepto de dignidad, a defender una ética del cuidado que devuelva al ser humano su carácter de sujeto digno en sí mismo, pero las palabras no sirven. Ni el saber, ni la inoperancia de nuestras democracias, también en peligro por la amenaza del avance de la ultraderecha, pueden modificar las dinámicas del poder económico, pues solo el conocimiento técnico es útil para los fines del necrocapitalismo, a quien no le importa que, como bien señala Siddharth Kara, mueran los niños del Congo “para que nuestros hijos puedan aprender con móviles y ordenadores". Niños que no valen, como los que vemos morir a miles en Gaza, en Etiopía, en los países del Sur global. Vidas invisibles.

    Necesitamos urgentemente unos ideales que restablezcan el valor de la vida frente a la muerte, el derecho a la integridad física y psíquica de los hombres y las mujeres que habitan el mundo, cualquiera que sea su procedencia. Es urgente una universal pedagogía de los límites y de la sostenibilidad que avergüence la desmesura de los ricos y los poderosos y sustituya el ideal de la riqueza, el becerro de oro, el ídolo de nuestro mundo invivible, por ideales de convivencia y cuidado.

    Les hablo desde la tristeza, ya lo habrán observado; escribo porque no puedo dejar de hacerlo, aunque desconfíe profundamente de la utilidad de mis palabras; más allá de mi desesperanzado activismo no se qué otra cosa puedo hacer para paliar el dolor del mundo, para abrir otros ojos, para generar incomodidad y malestar, y con él, ojalá, aunque solo sea un atisbo de acción. Fantaseo con inmolarme como Aaron Bushnell, el joven soldado estadounidense que no quiso ser cómplice del genocidio y, él sí, llevó a cabo su inútil sacrificio. Ser cómplices nos hace responsables, aunque parezcan agotadas las vías de la protesta. ¿Ustedes no están también doloridos? ¿Es la resistencia moral la sola respuesta? Es obvio que Aaron Busnell no ha conseguido nada, pero quizás su gesto autodestructivo de denuncia lo convierta en un signo de resistencia, como lo fue para Günther Anders el de Claude Eatherly, el piloto que dijo “adelante” al lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima, cuyo sentimiento de culpa le llevó a cometer pequeños robos para que el gobierno de los Estados Unidos, que lo consideraba un héroe, lo castigase por el crimen de haber matado a civiles inocentes. Eatherly, el inocente culpable, acabó encerrado en un psiquiátrico, mientras los cuerdos sin culpa celebraban el final de la guerra. Somos herederos de aquellos cuerdos felices, pero necesitamos el j´accuse de Claude Eatherly y Aaron Bushnell, para mantener viva la conciencia, la culpa y la responsabilidad individual en este entramado que nos sobrepasa.

    Sufro de impotencia, ¿es nuestro sufrimiento lo único que todavía puede salvarnos? Los activistas medioambientales no se inmolan, pero sus inofensivas protestas les llevan a las cárceles de Europa mientras quienes niegan la realidad ocupan puestos de poder, ganan futuras elecciones o, y no es una fake news, consiguen por “aclamación”, hablo de Arabia Saudí, la presidencia de la Comisión de la Condición Jurídica y social de la mujer para el periodo 2025, organismo de la ONU dedicado a defender nuestros derechos. El historial de Arabia Saudí en materia de violación de esos mismos derechos apunta de nuevo al abismo entre la realidad y los mecanismos del poder; parece un mal chiste.

    Cuando nuestras instituciones deberían esforzarse en cuidarnos y cuidar nuestro entorno estallan nuevas guerras, y los derechos que nos dimos tras la Segunda gran confrontación para que esta no se repitiera se muestran incapaces de detenerlas.

    Caminamos en la dirección equivocada hacia una organización institucional y social que atenta contra las condiciones necesarias para una vida humana vivible: aire, agua, alimentos, salud, reconocimiento, casa y futuro, paz, cuando deberíamos emprender el camino hacia una política que ponga el cuidado de lo vivo en el centro de todas sus propuestas.