De los amores imposibles en la poesía de María J. Mena

ESCLAVOS DE NUESTROS SILENCIOS

María Jesús Mena

Impronta Editorial

Quienes se han ido acercando a lo largo de los años a la obra de María Jesús Mena, a sus Relatos monocromáticos (2020) o a sus Poemas ciegos (2019) y Poemas sordos (2022), saben hasta qué punto conviven, en su manera de escribir, relato y poema, historias y versos. Hay auténticas galerías que conectan los temas y personajes de sus diversos libros, más allá del género en que se exprese su literatura. No podía ser de otra manera en este reciente Esclavos de nuestros silencios, hermoso título que procede de darle la vuelta a una cita (inicial) de Gandhi, que afirmaba que somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras. La pareja protagonista que dialoga (o monologa/confiesa) y calla a lo largo de estas páginas está envuelta en el vuelo de la poesía, pero a la vez nos cuenta, relata una historia, la de un amor imposible, el de dos amigos que se conocieron y quisieron en la adolescencia para después emprender vidas separadas. Como en otros libros de Mena, subyace una corriente de fondo, el mundo en el que vivimos (y padecemos) un ajetreo diario bastante inhumano, del que somos “prisioneros” y hasta “condenados”, por las obligaciones y las rutinas de los días. Esa maraña sin escapatoria es todo un diagnóstico de cómo no vivimos en realidad la vida (más bien transitamos por ella velozmente) y de cómo nada en el fondo se queda o nos pertenece. (“En estos tiempos el ruido es importante,/cuanto más, mejor,/si no suenas,/ nadie sabe que existes”). Una hermosa coincidencia que cuando empecé la lectura de este poemario acababa de escuchar una canción de Ricardo Lezón (líder del grupo McEnroe) en la que se decía “Si pudiera explicar todos mis silencios/ Sólo son laberintos en los que te pierdo”. Esos laberintos y esas pérdidas (del otro) son precisamente de los que nos habla, con hondura y voz entonada, María Jesús Mena. Hay belleza, lucidez, serenidad… en medio de la tristeza y la agitación interior y exterior que registra y comunica la poeta. Escuchamos el “intramuros” de la voz de la protagonista, más tarde, hacia el final, también la del hombre con quien se ha encontrado tantos años después y, finalmente, el afuera, el “extramuros” de un observador cualquiera que asiste a su paso y a su marcha por una calle de Madrid sin saber quiénes son o cuál es su historia. ¿Sómos los mismos ya que en su día fuimos? ¿Es posible aún comunicarse con un viejo amor cuando se está ya “en tiempo de descuento”? Los dos caminan en silencio y puede que hasta los besos tengan lugar “quizá por asfixiar los incómodos silencios”. Se intuye que ella (escritora) debería tener el don de la expresión: “Habla, me decías,/ ¿acaso no eres tú la de las palabras?”. Si en sus otros libros Mena denunciaba el tremendo ruido de fondo que nos rodea para nada (como en Sorrentino, tanto insoportable blablablá y sólo de mucho en mucho un destello de belleza), aquí se añade la idea de si acaso el fantasmal silencio entre las personas es soportable. Necesitamos palabras y a la vez las tememos (“Lo que sea necesario/ con tal de no dejar en libertad las palabras”). Pasó la edad de los príncipes y las princesas, ya no tienen veinte años, ambos se casaron con otro/a y tuvieron hijos, y ahora hasta la observación de sus zapatos (“de hombre maduro”) pueden revelar hasta qué punto ha pasado el tiempo. Caminar, ir de la mano, besarse, acompañarse a un taxi… son ya encuentros que desencuentran, o encuentros que delatan que es ya tarde para encontrarse o (re) iniciar nada (“Caigo en la cuenta de que, en el fondo,/ siempre quise que continuaras siendo una ensoñación,/ una vuelta a la poesía,/ a los bailes ilusorios y a los amores platónicos”). Resulta también interesante la pincelada que la protagonista traza y establece con nuestros padres y aquella generación, el papel que jugaron en nuestras vidas, sus expectativas (tan fáciles de defraudar) sobre nosotros. Mena nos habla de los “quebrados” de nuestros mayores (así llamaban a las fracciones matemáticas) y de nuestros propios “quebraderos”. Juegan en tres epílogos, tanto la mujer como su “amante”, a hacer versiones ficticias de lo que podría ser en un futuro irrealizable. Con esos mismos pies y pasos que resuenan por las aceras se alejaron en su día uno del otro en busca de un porvenir, ahora se comprende la trampa del éxito y de todo el esfuerzo dedicado a conseguirlo, también cómo nos volvemos con los años unos farsantes, unos insensibles (“Me he ido transformando en un gran mentiroso/ con el paso del tiempo (…) evitando siempre el compromiso (…) decidiste no subir al norte conmigo/y quedarte en el otro extremo del mundo”). La poeta se pregunta si se olvida el amor, ya que el recuerdo fue, sin embargo, obstinado (“No te fuiste ni un solo minuto/ ni siquiera cuando me casé”). En las confesiones nos volvemos, sí, farsantes, insensibles y, sobre todo, desconocidos (“No conozco a la mujer que eres ahora”). Tal vez como en aquella hermosa y vieja canción de Aute, Queda la música, sólo en el papel de la fotografía siguieron aquellos dos adolescentes “bailando por la vida”.