Por la herencia de mi madre, mis tres hermanas se ponen a disputar. Al principio parecen hermanas, después se vuelven mercaderes y, poco después, se llaman zorrona, puta, hija de puta (sin advertirlo), puerca, miserable. Cuando han terminado o, mejor, han interrumpido su conversación, las cosas siguen igual: inertes, frías, silenciosas. Las cosas mismas no parecen tener preferencias en cuanto a quién. Entonces una me llama a mí, que estoy en ese momento mirando por la ventana el vuelo de las aves de septiembre, aunque estamos ya a finales de octubre. Conque respiro hondo, me vuelvo y las miro. Sudan, tienen las tres la piel roja y con ronchas, el cabello húmedo que se les pega a las sienes y no les favorece. Me dan ganas de decir lo que siempre digo en estas situaciones: seguid peleando. Pasad de las palabras a los puñetazos y las patadas. Quizá eso resuelva. Pero sé que no me hacen nunca caso, además son mis hermanas, no estaría bien. Ya son dos las que me miran; una, quieta en la silla; otra, que jadea ostensiblemente mientras se sirve un vaso de whisky. La mayor no levanta la cabeza, a lo mejor le pasa algo. Como tuve una formación católica, recuerdo de pronto el pasaje en que a Jesús le piden que medie en una disputa semejante y él se deshace con habilidad de los contendientes.

No sé, les respondo. Creo que todas lleváis razón, todas tenéis el mismo derecho. Así que para este problema la verdad es que no hay salida. (Por eso digo que en estos casos lo mejor es abandonar las palabras y seguir con los golpes, la única manera de aclarar algo). Ellas entonces coinciden en mirarme, con ese silencio todavía de respiraciones intensas que concede una tregua. Por lo menos, reflexiono, sienten la calma que da constatar lo inevitable. Con el fin de remachar el sentimiento que han alcanzado al unísono, suponiendo que sea eso lo que ocurre, les digo: más de lo que habéis hablado ya… Y dejo la frase colgando con intención de que caiga a sus oídos. Y presiento que comprenden que es así.

            Me gustaría volver a la ventana para observar las bandadas que se retiran; pero sé que resultaría un gesto teatral o displicente. Yo odio ambas cosas. Sin embargo es lo único que me apetece hacer en esos momentos. También pienso que contemplar durante unos minutos al menos a las bandadas podría ayudarlas, si pudieran ser ayudadas. Y también pienso lo contrario, las aves vuelan porque no pueden sujetar un equipaje. Los seres humanos tenemos derecho a quedarnos con las cosas que los demás han acaparado. La vida consiste en hacerse con objetos: casas, una carrera, estímulos, un bono de productividad, una pareja, unos hijos, un buen vecindario. ¿Por qué vamos ahora a cambiar todo eso? ¿Por qué tendría una cualquiera de ellas que renunciar a lo que se le debe? ¿De qué serviría su gesto de renuncia? ¿Una victoria moral? Qué ridículo. Quédate si quieres con tu victoria moral que yo me pruebo el collar de esmeraldas.

            Lo más justo sería que cada una tuviera en su mano más diestra una pistola con tres balas y compitieran en igualdad de oportunidades. Según pienso en decírselo me da la risa. Y me reprimo.

            Sería lo más útil, recapacito no obstante, ahora en serio. A la triunfadora la libraría de la cárcel que la justicia entendiera que disparó en defensa propia. En este caso, toda violencia es en defensa propia. Si me preguntaran, yo podría atestiguarlo.

En cambio Jesús, para escurrir el bulto, les dijo: ¿quién me ha hecho juez entre vosotros? Aquí creo que el Maestro estuvo algo cobarde. No quiso hacerse cargo del drama humano, no hizo nada para resolverlo. Que no seáis avariciosos… bueno, claro, pero eso qué tiene que ver. ¿No hablábamos de justicia?

            Ninguna dice nada ahora. Yo también veo mi cobardía. No he traído las pistolas aunque me temía que iba a ocurrir algo parecido, sólo he dejado una frase a medio terminar…, y tengo unas ganas locas de llorar, y de que se haga justicia de alguna manera, para poder darme la vuelta y seguir mirando por la ventana las bandadas que emigran en otoño.




                Cuento incluido en Un réquiem europeo (Páginas de Espuma, febrero 2024)