Muy buenas tardes, sean bienvenidos cada uno de ustedes, de vosotros, a esta celebración, tan perturbadora como comprometida y honesta, de Un réquiem europeo; quedo agradecida a La Central por acogernos, por convertirse en hospedería de la liturgia; quedo agradecida a Páginas de Espuma, Juan, Encarni, Carmen, por su militancia en el afecto y el buen hacer y quedo agradecida, especialmente, a Javier, Javier Sáez de Ibarra, por convocarme una vez más a este lado del pupitre de manera seguramente inmerecida pero sustentada en la amistad. 

El 1 de enero de 2023 y el 1 de enero de 2024 los terminé del mismo modo: comenzando a leer el libro que nos reúne. En su primera versión, se titulaba Alto cielo. Un réquiem. En la definitiva, la que ustedes tienen ahora en las manos, se aprecian (esto no lo saben, pero yo se lo cuento) algunos cambios: además del título, nuevas narraciones y retoques en algunos relatos. La perturbación que me produjo hace un año es la misma que sentí hace apenas un mes. Me alborotó hasta el extremo encontrarme la estructura de un género musical sacro como la misa, me incomodó encontrar en los relatos al Nazareno, me escandalizó leer el nombre de Cristo en algunos de estos cuentos. Me contrarió palpar con las manos el sustrato religioso en sus páginas. Lo digo yo que soy, además de lectora contumaz, católica practicante. ¿Qué era este artefacto que estaba leyendo, este artefacto que importuna a los creyentes convencidos e importunará (supongo) a los ateos, a los agnósticos?

Volví sobre los textos de Sáez de Ibarra, regresé a Mirar al agua, Fantasía Lumpen y, por tercera vez releí Vida económica de Tomi Sánchez, que es quizás la novela contemporánea más alta, poética, política, hermosísima, que he leído hasta la fecha. Todo estaba ya allí. A la maestría en la composición y estructura del relato, a la habilidad luminosa de la narración, al fulgor de una voz reconocible como reconocible se nos hacen los labios de la amaba por entre un trigal, se unía la convicción social de un autor que siempre había escrito desde su conciencia hecha escritura, desde una escritura como vivencia nuclear y trascendente de los desarrapados, los descamisados, los desfavorecidos.

Hay algo en nuestra alma que rechaza la verdadera atención mucho más violentamente de lo que el cuerpo rechaza el cansancio. Ese algo está próximo al mal. Por eso, cuantas veces se presta atención, se destruye algo del mal que hay en uno mismo. Es esa atención que presta Sáez de Ibarra la que irrita. Porque nos hace dirigir la nuestra hacia lo que él contempla. Pero nos hace mejores. No es metáfora de salvación.

Es una atención sencilla, y lo sencillo tantas veces no se ve porque es diáfano. Es la atención al desdichado. La plenitud del amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntar: ¿cuál es tu tormento? Es saber que el desdichado existe, no como una unidad más en una serie, no como ejemplar de una categoría social que porta la etiqueta de «desdichado», sino como hombre, semejante en todo a nosotros, que un día fue golpeado y marcado con el hierro inimitable de la desdicha.

La desdicha es un desarraigo de la vida, un equivalente más o menos atenuado de la muerte. Y no hay realmente desdicha donde no hay degradación social en alguna de sus formas o conciencia de esa degradación. Por eso la desdicha es, ante todo, anónima. Javier convoca los cuerpos y los nombres y los rostros y el acontecer de la desdicha. No podemos sostener la mirada oblicua ante ella porque la presencia nos interpela. A no ser que estemos muertos. A no ser que suene este réquiem (que lo hace, a su manera) por cada uno de nosotros.

Réquiem significa «descanso», de ahí que la Misa de Réquiem sea la ofrenda por el eterno descanso de los difuntos, un ruego por sus almas. Seamos o no creyentes, es difícil no conmoverse ante la belleza de algunas de estas misas, sobre todo la de Mozart o la de Fauré. Seamos o no creyentes, es imposible sustraerse a la verdad que nos trae Sáez de Ibarra en sus relatos, de cuya responsabilidad nadie, ni siquiera él, escapa.

Misa de difuntos, los que han muerto a consecuencia de un sistema perverso y feroz; misa de difuntos para quienes olvidamos qué es el otro. Quién. En el relato Abel y Caín, Borges nos cuenta que los hermanos se encontraron cientos de años después del suceso por todos conocido, en un desierto. Abel reconoció a Caín y se acercó a saludarlo. Caín, con el rostro demudado, le pregunta si no se acuerda de que lo mató. Abel le responde: No, no recuerdo eso, me acuerdo de que eres mi hermano. Algo similar nos cuenta Stefan Zweig en Los ojos del hermano eterno. Parece que Europa olvida eso mismo, quién es el hermano. Europa designa excedentes humanos. Excedentes es lo que imprime la idea de lo sobrante, y esta noción de lo «sobrante» es la misma que se traslada a cada persona cuando por edad, nacionalidad, ideología, creencia, cansancio o por una decisión política se la entrega a los usos de la barbarie omnívora. Hacer sentir que se está de más, que se es materia excedente, algo que sobra, que forma parte de la construcción del aislamiento y muerte al que el sistema dedica buena parte de su esfuerzo.

De esto ha venido hablando Sáez de Ibarra en su obra. Un réquiem europeo es una manera más de hacerlo. Los escritores no se repiten, se insisten. Recuerdo una conversación que tuve con Erri de Luca cuando vino a presentar a España su primer libro, En el nombre de la madre. Le pregunté por qué su literatura estaba sembrada de referencias bíblicas siendo ateo militante. Porque no hay otro libro tan lleno de obreros desdichados a los que se les conceda la gracia. Flannery O'Connor, otra espléndida escritora, habla de eso mismo, de que sus personajes tienen la gracia, pero no lo saben.

Como en la literatura, lo más puro y lo más imperfecto forman una mezcla casi inseparable. Como en Un réquiem europeo. La literatura de Sáez de Ibarra nos ayuda a elevar el nivel crítico de la sociedad en que vivimos, nos ayuda a desvelar los mecanismos de dominio y consentimiento. No tiene nada que ver con la cursilería, la bisutería sentimental, con el morbo revestido de crudeza, con el tremendismo barato. Tiene que ver con la honestidad. Así que hoy, hoy que el mercado (y la literatura forma parte de él), hoy que el mercado ya no es el lugar de encuentro de la oferta y la demanda sino el medio de producción tanto de la oferta como de la demanda, no quiero pasar por alto la valentía de Páginas de Espuma de publicar este libro.

Este libro que contiene algunos relatos de una belleza e intensidad fabulosas, como La gota o el que les leí al principio, esa hermosa alegoría delicada, Una mujer camina sola; relatos que consuelan en lo íntimo, como Mi hija se había separado, el lirismo concéntrico de Los tesoros, la melancolía brumosa de Un sonido admirable o los que plantean la duda del origen y de lo que es un yo frente a un para-sí, como La máquina sagrada, que nos recuerda que para quien verdaderamente ama, la compasión es un tormento.

Sáez de Ibarra nos regala algunos de los repliegues del corazón humano. Y lo hace como siempre hizo, formando cuerpo con el lenguaje, porque sabe que siempre hay una palabra que traiciona lo indecible, escribe con el otro, desde un nosotros que nunca es retórico. Siempre es con el otro con quien tropezamos. Tal vez la locura no consista más que en un obcecado y sordo empeño en eliminar al otro en nombre de una consigna que también se llama Europa.

 

Gracias por la escucha.


(Presentación de SÁEZ DE IBARRA, Javier, Un réquiem europeo. Librería La Central. 8/2/2024)