Está guardado en la casa de Esteban porque lo busca el Chino para matarlo por orden de Javier. Hizo una nueva, enorme, macana al cometer el gran error de pedirle a Javier un dinero que en el momento mismo en que lo hacía era consciente de que iba a perder y que jamás se lo devolvería. Javier vaciló mucho antes de darle la suma e incluso le advirtió: “Si me fallás te voy a ir a buscar”. Y le falló en el casino, como solía fallar en la vida y por eso le pidió ayuda al primo, que estaba cansadísimo de sus pedidos, hasta que, por el amor que siempre le tuvo a la tía accedió “por dos semanas” a que se refugiara en una casita, en la costa. Esteban se hallaba del lado de los triunfadores y en consecuencia cosechaba propiedades, acrecentaba su fortuna y despreciaba al primo, eterno perdedor.

Le había pedido un mayor tiempo, en realidad era un pedido absurdo, porque ni en ese momento ni en un mes ni nunca tendría el dinero para devolvérselo a Javier. Esteban, por la memoria de la querida tía, le dio unos pesos para que aguantara. “Esto es todo y es lo último. En quince días vengo y si estás te hago reventar a golpes, te echo y no me va a importar lo que te pase”. Era evidente que sufría por decírselo. Al mismo tiempo el mensaje era claro e inequívoco.

Razones tenía, lo ayudó con los del kiosco y hasta se hizo cargo de la deuda que dejó cuando fracasó en el negocio de los bolsos, en el que abundaban las cucarachas y las deudas, especialmente estas últimas. Solo porque no sabía cómo eludir al Chino acudió de nuevo al primo, a pedir otra vez su auxilio. Abusó de él, de la confianza familiar y de que fueron compinches en la niñez. Ya no más, le había dicho Esteban después de la estafa de los bolsos que, por supuesto, no supo de qué manera afrontar. Como tampoco supo qué hacer ante el mal paso dado con Javier. Ahora estaba ahí, flojo de dinero, sin moverse de la casita estrecha que mantenía a oscuras mientras el frío empezaba a crecer en ese otoño, rodeado de agua y de una desilusión pavorosa.

El súbito, intenso frío que asaltó la costa lo sorprendió en la madrugada, cuando se había acostado casi desnudo porque esa noche había aumentado la temperatura. Pero el viento abrió una ventana y una helada mano cubrió su cuerpo de tal manera que se asustó, porque estaba dormido y al despertarse aterido creyó que era el Chino el que terminaba de entrar. Qué deshonesto y estúpido, estúpido al punto de que todo se había vuelto desdichado, había sido con Javier. Estaba pagando las consecuencias (se había tenido que levantar para cerrar la ventana, que le dio trabajo, y abrigarse) y era consciente de que en cualquier momento la pesadilla iba a concluir.  La sola idea de toparse con el hombre grandote y miserable lo hacía temblar. Le producía dolores de estómago, lo llevaba al terreno del llanto. De la desolación.

Gemían el viento y el agua practicando un dúo de voces macabras. Quizás lo estaban convocando. Al fin de cuentas su vida resultaba triste y sin sentido. Ni una mujer ni hijos, ni padres, y familiares que lo quisieran, empezando por el primo, pero Esteban no era culpable. Hacer las cosas mal fue siempre su sino, y ahora a los treinta y ocho (no debía continuar engañándose, marca de fábrica: cuarenta y uno, casi cuarenta y tres) estaba en el final de su maratón inusitada, tan pequeña como ridícula.

El Chino lo hará sufrir antes de matarlo.

En medio del frío y el viento percibe el ruido inesperado. Algo ha chocado contra el banco de la galería que en la oscuridad no termina de verse. El ruido, no bien se produce, cesa. Puede deberse al viento, algo que ha arrastrado hasta el banco y entonces… No se lo cree. Es el Chino, que ha venido aprovechando el mal tiempo para sorprenderlo. Se coloca las botas y de inmediato camina por un camino que ha organizado por las dudas hasta la ventana trasera, que tiene un pasador simple de correr colocado para la emergencia, como también está el bolsito preparado para la huida que, no por casualidad, lo espera    junto a la ventana. Lo guarda dentro de la gran campera que lleva puesta, abre la ventana y da el salto que lo arroja a la tempestad.

Apresura el paso y, confundido por la recia tormenta, en vez de girar a la izquierda para dar con la ruta lo hace a la derecha, aproximándose al río. Escucha o cree escuchar pasos y se apresura aún más en el sentido equivocado, por lo que pronto se encuentra chapoteando barro y agua y, aún confundido, se aproxima aún más al río que, se da cuenta en ese momento, brama y hasta aúlla, al tiempo que lo absorbe impaciente y sin piedad.

Del agua venimos y al agua regresamos, nadador en contra, desde el vientre de tu madre hasta este momento único y definitivo en el que no sabés ni sabrás si estás ganando o perdiendo en tu batalla final.

 

De pronto sentí el río en mí,

corría en mí

con sus orillas trémulas de señas.

Corría el río en mí con sus ramajes.

Era yo un río en el anochecer,

y suspiraban en mí los árboles

y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.

¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!*

 

 

*Versos finales de Fui al río (1937) del poeta argentino Juan L. Ortiz