Parece un revuelto de trapos sucios eso que lleva, corriendo entre los
escombros, entre los brazos. Crecen edificios derruidos a su alrededor y las
balas devoran paredes. Carros de combate recorren territorio ocupado, defendido
del invasor por resistentes derrotados, traicionados, abandonados. Sangre nueva,
apenas ya semita, combativa, desembarca sin cesar venida de otros países. Los gobernantes
complacientes, aquí y allá, protegen la tasa de ganancia de burgueses ocultos
en una sombra que ellos mismos, los burgueses, proyectan; que ellos mismos, los
burgueses, espesan. Ellos mismos, los burgueses. Entre esas mismas sombras un
hombre joven corre salvando los escombros. Sus manos se manchan de la sangre de
su sangre; sangre vieja, semita. En la sombra, la pegajosa sombra que los
atrapa, un niño se vacía.
Cena familiar. Un soldado casi adolescente se licencia. Celebración
religiosa. ¿Quién ha de perdonar a quién? Un niño besa al recién llegado. La
familia festeja. Risas, palmas, suspiros de alivio. El soldado casi adolescente
observa al pequeño, extiende sus brazos y estira sus manos, sus dedos, lo toma, lo abraza, lo besa mientras
piensa que el mundo es una puta mierda pero que al menos a él no le van a tatuar
ningún puto número en el brazo.
Un lector lee un cuento (usted, tú, vos), atrapado en la sombra como un
insecto en una invisible tela de araña. No podrá escapar de ella fácilmente
pues para que actúe una clase social ésta ha de tener conciencia de sí. No
ahora. Coge al niño. Lo protege porque sabe que el soldado adolescente disparará
sobre el padre y que el niño morirá cobijado entre las ruinas y quiere acunar esa
muerte en sus brazos. La leyó en la prensa. La vio. Una nota salió publicada. Una
fotografía. Un dolor. Al parecer ese hombre joven era un terrorista. Dirán. O
un cómplice. Leerá. O simplemente un "pringao", pensarán algunos. Pero tenía un
hijo. Ese que ahora, estimado lector, estimada lectora, se enfría entre sus
(tus) brazos.
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