GARZAS
del estampado blanco en las baldosas.
Sobre las hormigas del patio y las macetas
el toldo, acuoso, flamea,
un sonido que hace pensar en los veranos.
Piscinas hinchables de bordes recalentados,
la calle arbolada un paseo de provincias:
elegantes y con mascarillas las parejas.
Sillas plegables, música de fondo,
las garzas de la colada blanca.
Ama al perro como a un niño, dice,
como si amarlo como perro lo descendiera
en la escala del amor.
Mira, ya no. El día repleto
de razones realistas.
Memorizar y no escribir:
lo que se escucha y lo que se recuerda,
la ranura del no entender entendiendo.
Borracho el vecino tergiversa
indicaciones: no explica
que las raíces se retuercen
al fondo del vaso buscando una salida.
Se abren las compuertas del sol,
jazmín leñoso que derrama
la delicada leche de su aroma.
Verlo entonces me hace sonreír:
patines los ojos, guijarros mojados los dientes.
Intercambiamos nombres de calles
como flores.
Atardece y con una lata fría intenta
bajarse la hinchazón.
Contra el hormigueo del calor, la presión
y el dolor,
que no remiten.
Miles de flores en el descampado,
el sotobosque que silba
suelto y soberano.
Explicarle entonces que no todos
los chinos del barrio leen a Du Fu.
Hocicos de hielo los perros,
el callejón desaguando sol a mediodía:
banderolas colgadas y contenedores
repletos de escombros.
Qué extraño: este cielo viejo
y sus cicatrices.
LOS DONES
bajo la lluvia, voces
en una conversación banal
sobre el tiempo, el humano
renqueo del perro cojo.
Hay una cuerda que vibra
y que en un momento se rompe;
coser hasta que se acaba el hilo
–el dibujo nunca es completo–.
Dices pero una ráfaga de aire
y no logro escuchar tus palabras,
enfrente una pared de cemento
que ha empezado en arenilla a deshacerse,
“¿Te acuerdas de Manolín?”.
Las grúas giran –sacacorchos–,
gotas muy finas sobre la acera.
“No es la abundancia”, explicas
sobre ese calor tuyo que ha quedado
palpitando improductivo en la bufanda.
Y la compañía,
las voces esa voz que advierte
que el regalo ha de seguir desplazándose,
un concreto ceñidor de barro
transportado a través de manos pequeñas.
Fíjate en la bóveda de la estación,
luciérnagas verdes de taxis que pasan,
ese ángulo la sombra donde las cosas
comienzan a hacerse y deshacerse.
De madrugada la música esa música,
una araña que trepa en la oscuridad
de los ojos cerrados.
Resulta extraño estar aquí
y no estar solos.
PLAZA DE LA REVERENCIA
es un mundo banal, sin trascendencia:
fachadas de ladrillo blanco y muros
que de tan altos estrangulan
el colegio.
Avanzo, muerdo
la comisura flexible del aire;
sol, recorte rojo de sol, peluquería y calle,
una radio en el eco de otra radio
y avispas pierdo, tropiezo codo,
ardido el pecho de cicatriz
–escozor de parque inflamación de cielo–,
una granada que aletea entre las piernas
pero voces en las ventanas
y aire, hueco de los cuerpos nada,
toco continuo todo sin entender roto
–me da la mano le doy la mano–,
yo ya no yo, solar que avanza
y pájaros de aceras que tiemblan,
fruta rebosante en las papeleras,
árboles sustancia y racimos calle,
sol morado de tarde y ellos regreso.
En el semáforo la fuente, rebrote de agua,
dedos juntos que escarban ramas,
absurdo este momento ahora
–es tiempo el espacio–,
aliento hendido el final la avenida
donde espero desfondada el asfalto,
la sequedad de las paredes blancas
cuando sobreviene el hueco o lo olvido
y cruzo el paseo,
que apenas ha cambiado.
Daniela Martín Hidalgo ha sido
profesora en la Universidad de Leiden (Países Bajos) y trabaja como traductora
del inglés y el neerlandés. Ha publicado, entre otros poemarios, Pronóstico
del tiempo (Trea, 2015) y La piel, la pulpa, el gusano, la semilla (Pre-Textos,
2023), al que pertenecen estos poemas.
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