1

 El océano. La lluvia que cae sobre el océano. La escasa vegetación y la escasa fauna terrestre. Todo esto forma parte de mi realidad. Las rocas negras, el viento y los alcatraces que dan vueltas alrededor de una isla cuyo nombre suena a Kilda, manantial de agua dulce, Kilda, barro y sal. Cascadas de verde como las aristas de hierba verde que descienden sobre los personajes del final de todos los cuentos o de casi todos los cuentos, los más felices o los más desgraciados. Newlyweds. En eso consiste este universo. El ámbito sin árboles en el que vivo y frente al que brama el océano. La isla donde coexistimos los gorgojos y yo. Las aves marinas que me chillan hambrientas perra-perra-perra-rra-rra-perra. Y yo. En estos centímetros que marcan el límite de la creación. Un fin del mundo extremo en el que nadie me indica dónde tirar la basura o dónde hacer una hoguera para cocinar la sopa y calentarme las manos. Donde nadie me organiza los horarios. Nadie me dice vale-bien o así-no-mal. Nadie me pide responsabilidades ni comprueba si me he lavado el pelo, si tengo las uñas limpias. Me arrastraron hasta aquí después de haberme explicado que nada se podía hacer conmigo porque estoy maldita y jamás habrá un paraíso para mí. De modo que lo que me queda es fluir día tras día bajo el mismo sol cubierto, la misma niebla. Las mismas orillas de un litoral que hace las veces de barrote vertical, barrote horizontal y muralla continua. No hay ni una sola tapia a mi alrededor, pero no puedo salir. Ese es el castigo. El rechazo. El aislamiento. La imposibilidad de enviar una carta a un destino definido en el mapa donde exista gente real. Un alma real.

A veces canturreo. A veces me repito que estas son mis circunstancias y que si hay algo seguro es que estoy aquí. Que no se trata de un delirio. No me han confinado en una máquina que genere alucinaciones. Soy la única entidad con biografía y voluntad. La primera y última esencia. El único bicho que importa en un pedrusco sin sapos ni conejos. El único ser que recorre la tierra abierta y observa las crecidas y bajadas de las mareas.

Intento serenarme. Me arrullo. Pero mis palabras no le llegan a nadie. Nadie me escucha, nadie me abraza. No voy a recibir ningún mensaje de alivio. Ningún regalo. Junto a la necesidad de comer y beber agua, existe la necesidad de llamar por teléfono y plantear las fórmulas que siempre se utilizan con los seres queridos. Averiguar cómo han dormido, si algo triste ha sucedido desde que se ha dejado de estar con ellos. Insistir en la cuestión de los niños. Saber algo acerca de su salud, su educación. Planificar una excursión en 4x4.

Pero aquí nadie me oye y nadie va a responderme. Me consideran una persona insignificante. Menos que insignificante. Un organismo insustancial en proceso de autodestrucción. Aquí voy a enflaquecer y a marchitarme. Voy a hacerme vieja mientras me pregunto si las demás estarán bien, si se acordarán de mí. Si sabrán que de momento sigo rezando y declamando el Evangelio aunque haya olvidado el tono de las voces que lo leían a mi lado, incapaz de resucitar los acentos, la pronunciación. Tampoco sé recomponer el sonido del piano, de los violines, ni el ritmo de ninguna canción.

Esta fórmula de escarmiento no funciona y resulta evidente que algo falla. ¿No sería mejor reagruparme? ¿Sacarme del Atlántico?¿No han comprobado que después de este periodo de incomunicación entre mar y nubes sigo lanzando piedras? Ayer seis. Hoy doce.

Es sabido que lo que no se nombra no existe. Tampoco lo que no se escucha ni se ve. Han dejado de escucharme y de verme, así que dejaré de existir. Es lo que desean. Que me anule y desaparezca. Podría resurgir purificada como una Hera inmaculada que recuperara año tras año la virginidad al sumergirse en la fuente. Pero no. No volverá a haber nunca una voz amable para mí.

 

2

 Lo declaré diez veces ante el juez. Que todo lo que quería era vivir con ella. Pasear de su mano, hablar con ella, reír con ella. No pretendí jamás que las otras me prepararan fiestas ni que me leyeran libros en voz alta ni que salieran a comprarme unas pinturas ni un colgante de coral. Lo que deseaba era bailar con Mabel y arrinconar  el vértigo. Olvidarme de las recomendaciones y las formalidades. No tener que bajar a la sala común para cenar con las demás. Salir del corro y organizar mis días y mis noches con Mabel como si las demás no existieran. Durante el tiempo que me quedara. Los años que tuviera por delante, fueran los que fuesen. Sin nadie a quien someterme y sin nadie a quien temer. Sin verme obligada a pedir permiso a todas horas y perseguir la aprobación ajena. Pero no debió de entenderme. El juez no debió de creerme y emitió un primer informe en el que se alentaba la separación. El encierro. Me vistieron de blanco con el uniforme habitual y me integraron en una comunidad diferente. En una residencia conventual en la que debía olvidarme de Mabel.

Aunque lograr algo así se me antojara tan imposible como que se me cayeran los ojos al suelo o que la piel se me volviera azul.

Me vistieron con telas de algodón y un gorro con un ribete de lana que me arañaba la piel de la frente. Hablaron ante mí de enfermedad y de sufrimiento, aunque también de depravación y de maldad. Mientras yo pedía clemencia sosteniendo, como había sostenido siempre, que sólo fueron dos. O tal vez tres. Nunca más de tres. Sin embargo, el juez insistía en el número cinco. Repetía el cinco. Cinco los niños que ya no despertarían en su dormitorio ni aprenderían a localizar en un mapa las zonas geográficas de la tundra y la taiga. Cinco los niños que ya no cazarían ranas ni perseguirían lagartos. Por entonces yo estaba dispuesta a atrincherarme y a defender mi cifra, pero ahora ya no lo sé. No estoy segura. Tal vez tuvieran razón. Tal vez Mabel y yo cuidáramos de cinco niños distintos, aunque yo sólo me acuerde de los cuerpos de tres. Ya no puedo ni decir correctamente la dirección del colegio. Tampoco sé evocar la voz de la directora. No recuerdo las fechas de nacimiento de los poetas románticos ni la situación de los órganos del cuerpo humano. Bazo. Estómago. Estómago. Bazo. Páncreas. Hígado. Mi cumpleaños es un día once y mi nombre sigue siendo el mismo. Lo que ha cambiado es mi tamaño y han cambiado mis aspiraciones. A veces me mojo los pies. A veces me arranco las costras de los codos y las rodillas.

Lo que yo quería era estar con Mabel. Amar a Mabel y complacerla. Quise agradarla y jugué a sus juegos.

Ahora vivo en una isla en la que no hay perros ni caballos.

Ni coches ni lagos. Los animales acuáticos que veo desde aquí son hermosos, pero no hay ovejas ni cabras. Cada centímetro es sagrado, como sagrado es el monte Uluru, que ya nunca escalaré.

Si regresaran los niños, ¿volvería ella?

Lo que no se puede hacer no se hace. Igual que lo que no se puede deshacer no se deshace.

 

3

 Nunca encontraron a Mabel. ¿Cómo iba a decirles dónde se escondía? Hacerlo habría sido delatarme a mí misma. Ponerme ante un espejo y señalarme con un dedo.

Los consejeros hablaron con los intermediarios, y los intermediarios hablaron con los nuevos jueces. Durante el segundo proceso expusieron sus diez teorías intelectuales, sus diez teorías morales, y afirmaron que la ira se revelaba en mí como la perfecta manifestación de uno de los siete u ocho vicios malvados. También debatieron acerca de mis deseos de matar. Mi crueldad y mi violencia. Me trataron igual que a una perturbada. Mi proceder provocaba en ellos un silencio confuso, pulverulento como la harina. Ya podía ir olvidándome del festín del Señor, me dijeron. Y cuando eché a correr por el patio de la biblioteca, en la zona acotada para mí, lo entendí todo: si al principio habían querido reformarme, en ese segundo juicio sólo deseaban aislarme. Que renunciara a la integridad de mi alma. A mi dignidad. Sin llegar a comprender lo que había hecho por mucho que subrayara en rojo mi declaración para intentar volver a explicarme. Por mucho que permitiera que expertos e investigadores me analizaran para ilustrar sus estudios psicológicos y sus estudios criminales. No creyeron que sólo jugábamos, Mabel y yo. No acertaron a ver que el amor se centra en lo bello y en lo noble y huye de lo desagradable. Mi amiga bienquerida me taladraba la cabeza con sus razonamientos sobre la suciedad de los niños. La pesadez de los niños a los que cuidaba y sus llantos. Lo repugnante de sus tripas. Lo vil de los niños traicioneros, quejicosos y horribles que debían irse con sus abuelos, me decía, al reino del infinito.

Y ahí los mandamos. Al ámbito de lo intangible. Al territorio de lo ideal.

A los cinco niños de los que yo sólo recordaba dos. O tal vez tres.

 

4

 En esta incomunicación entre nubes y océano, salto por las rocas. Me cruzo de brazos. Me muerdo los labios. Me siento y miro. Intento prestar atención. Limpiarme la sangre y eliminar lo que me molesta, desde lo más pequeño hasta lo que pueda alcanzar mi tamaño y ocupar mi espacio, abarcar mi mismo volumen. Procuro calmarme, controlarme el pulso y la respiración. Debo permanecer inalterable. Serena y cuerda. Pero sigo lanzando piedras y dando patadas al aire. Aquí nadie me regaña por el dinero que no ahorro ni me sermonea acerca del mañana o de la conveniencia de sacar sobresalientes en mis estudios de ciencias. Mi única misión consiste en aguantar viva hasta la muerte. Sin apetencias ni anhelos. Sin desear nada ni esperar nada. Sin orgullo ni voluntad. Ese ha de ser mi propósito. No matarme. Y a nadie le importa si he sido inteligente o no, una chica aplicada o no. Nadie me ha puesto ese sello en la frente. Ya da igual.

Echo de menos que Mabel se alegre al verme. Pero nadie me habla. Ni siquiera los guardeses que me traen la comida cada semana. ¿Qué me han ofrecido? ¿Qué han hecho por mí? Subirme desde la barca hasta el punto más elevado de la isla. Quitarme el trapo de los ojos y alejarme del mar. Darme jarabes, entregarme latas de conservas, cartones de leche. Rotuladores de colores, larguísimos pliegos de papel.

Al principio Mabel venía a visitarme, pero ahora estoy olvidando cómo me invitaba a jugar con ella, cómo me perforaba los tímpanos con sus silbidos. Cómo me inquietaba volviéndose para decirme que debía mantenerme alerta. Siempre alerta. Estoy dejando de sentir su contacto físico, de percibirla a mi lado. Cuando me trajeron aún era posible, pero ya no. Se aleja con su suavidad belicosa. Se me falsean sus órdenes. Se me agrietan los retratos de Mabel sonriendo, Mabel atándome las manos (aunque no eran mis manos las que ataba sino las de los niños: dos, tres, cinco), Mabel rociándoles la nariz y los labios con el insecticida especial para plagas, Mabel forzando a los niños a tragarse el matahormigas con una jeringuilla, Mabel ocultando los cuerpos mientras mis propios actos y los suyos parecían los mismos, producían resultados idénticos, y su cara se me ponía delante como si proyectara su energía y su existencia sobre la pantalla tensa que era yo. Sábanas y vasos de leche. Mabel haciendo con ellos lo que hacía yo con ellos, jeringuillas e insecticida, en una sincronización perfecta de giros y movimientos, como los de dos bailarinas intercambiables que llevaran un único maillot, un único aro y una única cinta gimnástica.

Los niños integraban las páginas de nuestro álbum de fotos. Y ahí se quedaban. Sin permitir que ninguna impresión se asentara en nuestro ánimo. Ninguna alteración. Ni siquiera Platón habría podido ofrecerles una justificación cabal a mis jueces. ¿Y la grandeza? ¿Y la inmortalidad? Los expertos desplegaron ante ellos las fotografías que yo misma hice.

Lo mismo no era tan lista como creía.

Lo mismo fui imperfecta. Un monstruo.

Que podría despeñarse por uno de los acantilados y dejarse caer ciento sesenta metros hasta chocar contra las rocas de ahí abajo después de que la cabeza le rebotase saliente tras saliente por la pared sin posibilidad de frenar un segundo para disfrutar durante el descenso de la contemplación de unas vistas tan espectaculares. Toda esa belleza.



Pilar Adón (Madrid, 1971). Escritora, traductora y editora. Ha publicado las novelas De bestias y aves (Galaxia Gutenberg 2022), por la que ha recibido el Premio Nacional de Narrativa, el Premio de la Crítica, el Premio Francisco Umbral al Libro del Año y el Premio Cálamo Otra Mirada, Las efímeras (Galaxia Gutenberg, 2015) y Las hijas de Sara (Alianza, 2003), así como el relato largo ilustrado Eterno amor (Páginas de Espuma, 2021), y los libros de relatos La vida sumergida (Galaxia Gutenberg, 2017), El mes más cruel (Impedimenta, 2010), por el que fue Nuevo Talento Fnac, y Viajes inocentes (Páginas de Espuma, 2005), por el que obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa. Ha publicado los poemarios Da dolor, Las órdenes (Premio Libro del Año 2018 del Gremio de Libreros de Madrid), Mente animal y La hija del cazador (La Bella Varsovia, 2020, 2018, 2014 y 2011, respectivamente). Ha traducido obras de autores como Henry James, Penelope Fitzgerald, John Fowles y Edith Wharton.