1
A veces canturreo. A
veces me repito que estas son mis circunstancias y que si hay algo seguro es
que estoy aquí. Que no se trata de un delirio. No me han confinado en una
máquina que genere alucinaciones. Soy la única entidad con biografía y
voluntad. La primera y última esencia. El único bicho que importa en un pedrusco
sin sapos ni conejos. El único ser que recorre la tierra abierta y observa las
crecidas y bajadas de las mareas.
Intento serenarme. Me
arrullo. Pero mis palabras no le llegan a nadie. Nadie me escucha, nadie me
abraza. No voy a recibir ningún mensaje de alivio. Ningún regalo. Junto a la
necesidad de comer y beber agua, existe la necesidad de llamar por teléfono y
plantear las fórmulas que siempre se utilizan con los seres queridos. Averiguar
cómo han dormido, si algo triste ha sucedido desde que se ha dejado de estar
con ellos. Insistir en la cuestión de los niños. Saber algo acerca de su salud,
su educación. Planificar una excursión en 4x4.
Pero aquí nadie me oye y
nadie va a responderme. Me consideran una persona insignificante. Menos que
insignificante. Un organismo insustancial en proceso de autodestrucción. Aquí
voy a enflaquecer y a marchitarme. Voy a hacerme vieja mientras me pregunto si las
demás estarán bien, si se acordarán de mí. Si sabrán que de momento sigo
rezando y declamando el Evangelio aunque haya olvidado el tono de las voces que
lo leían a mi lado, incapaz de resucitar los acentos, la pronunciación. Tampoco
sé recomponer el sonido del piano, de los violines, ni el ritmo de ninguna
canción.
Esta fórmula de escarmiento
no funciona y resulta evidente que algo falla. ¿No sería mejor reagruparme?
¿Sacarme del Atlántico?¿No han
comprobado que después de este periodo de incomunicación entre mar y
nubes sigo lanzando piedras? Ayer
seis. Hoy doce.
Es sabido que lo que no
se nombra no existe. Tampoco lo que no se escucha ni se ve. Han dejado de
escucharme y de verme, así que dejaré de existir. Es lo que desean. Que me
anule y desaparezca. Podría resurgir purificada como una Hera inmaculada que
recuperara año tras año la virginidad al sumergirse en la fuente. Pero no. No
volverá a haber nunca una voz amable para mí.
2
Aunque lograr algo así se
me antojara tan imposible como que se me cayeran los ojos al suelo o que la
piel se me volviera azul.
Me vistieron con telas de
algodón y un gorro con un ribete de lana que me arañaba la piel de la frente. Hablaron
ante mí de enfermedad y de sufrimiento, aunque también de depravación y de
maldad. Mientras yo pedía clemencia sosteniendo, como había sostenido siempre, que
sólo fueron dos. O tal vez tres. Nunca más de tres. Sin embargo, el juez
insistía en el número cinco. Repetía el cinco. Cinco los niños que ya no
despertarían en su dormitorio ni aprenderían a localizar en un mapa las zonas
geográficas de la tundra y la taiga. Cinco los niños que ya no cazarían ranas
ni perseguirían lagartos. Por entonces yo estaba dispuesta a atrincherarme y a
defender mi cifra, pero ahora ya no lo sé. No estoy segura. Tal vez tuvieran
razón. Tal vez Mabel y yo cuidáramos de cinco niños distintos, aunque yo sólo me
acuerde de los cuerpos de tres. Ya no puedo ni decir correctamente la dirección
del colegio. Tampoco sé evocar la voz de la directora. No recuerdo las fechas
de nacimiento de los poetas románticos ni la situación de los órganos del cuerpo humano. Bazo. Estómago. Estómago. Bazo. Páncreas.
Hígado. Mi cumpleaños es un día once y mi nombre sigue siendo el mismo. Lo
que ha cambiado es mi tamaño y han cambiado mis aspiraciones. A veces me mojo
los pies. A veces me arranco las costras de los codos y las rodillas.
Lo que yo quería era estar
con Mabel. Amar a Mabel y complacerla. Quise agradarla y jugué a sus juegos.
Ahora vivo en una isla en
la que no hay perros ni caballos.
Ni coches ni lagos. Los
animales acuáticos que veo desde aquí son hermosos, pero no hay ovejas ni
cabras. Cada centímetro es sagrado, como sagrado es el monte Uluru, que ya
nunca escalaré.
Si regresaran los niños,
¿volvería ella?
Lo que no se puede hacer
no se hace. Igual que lo que no se puede deshacer no se deshace.
3
Los consejeros hablaron
con los intermediarios, y los intermediarios hablaron con los nuevos jueces. Durante
el segundo proceso expusieron sus diez teorías intelectuales, sus diez teorías morales,
y afirmaron que la ira se revelaba en mí como la perfecta manifestación de uno
de los siete u ocho vicios malvados. También debatieron acerca de mis deseos de
matar. Mi crueldad y mi violencia. Me trataron igual que a una perturbada. Mi
proceder provocaba en ellos un silencio confuso, pulverulento
como la harina. Ya podía
ir olvidándome del festín del Señor, me dijeron. Y cuando eché a correr por el
patio de la biblioteca, en la zona acotada para mí, lo entendí todo: si al
principio habían querido reformarme, en ese segundo juicio sólo deseaban aislarme.
Que renunciara a la integridad de mi alma. A mi dignidad. Sin llegar a
comprender lo que había hecho por mucho que subrayara en rojo mi declaración
para intentar volver a explicarme. Por mucho que permitiera que expertos e
investigadores me analizaran para ilustrar sus estudios psicológicos y sus
estudios criminales. No creyeron que sólo jugábamos, Mabel y yo. No acertaron a
ver que el amor se centra en lo bello y en lo noble y huye de lo desagradable.
Mi amiga bienquerida me taladraba la cabeza con sus razonamientos sobre la
suciedad de los niños. La pesadez de los niños a los que cuidaba y sus llantos.
Lo repugnante de sus tripas. Lo vil de los niños traicioneros, quejicosos y horribles
que debían irse con sus abuelos, me decía, al reino del infinito.
Y
ahí los mandamos. Al ámbito de lo intangible. Al territorio de lo ideal.
A los cinco niños de los
que yo sólo recordaba dos. O tal vez tres.
4
Echo de menos que Mabel se
alegre al verme. Pero nadie me habla. Ni siquiera los guardeses que me traen la
comida cada semana. ¿Qué me han ofrecido? ¿Qué han hecho por mí? Subirme desde
la barca hasta el punto más elevado de la isla. Quitarme el trapo de los ojos y
alejarme del mar. Darme jarabes, entregarme latas de conservas, cartones de
leche. Rotuladores de colores, larguísimos pliegos de papel.
Al principio Mabel venía
a visitarme, pero ahora estoy olvidando cómo me invitaba a jugar con ella, cómo
me perforaba los tímpanos con sus silbidos. Cómo me inquietaba volviéndose para
decirme que debía mantenerme alerta. Siempre alerta. Estoy dejando de sentir su
contacto físico, de percibirla a mi lado. Cuando me trajeron aún era posible,
pero ya no. Se aleja con su suavidad belicosa. Se me falsean sus órdenes. Se me
agrietan los retratos de Mabel sonriendo, Mabel atándome las manos (aunque no
eran mis manos las que ataba sino las de los niños: dos, tres, cinco), Mabel
rociándoles la nariz y los labios con el insecticida especial para plagas, Mabel
forzando a los niños a tragarse el matahormigas con una jeringuilla, Mabel ocultando
los cuerpos mientras mis propios actos y los suyos parecían los mismos, producían
resultados idénticos, y su cara se me ponía delante como si proyectara su
energía y su existencia sobre la pantalla tensa que era yo. Sábanas y vasos de
leche. Mabel haciendo con ellos lo que hacía yo con ellos, jeringuillas e
insecticida, en una sincronización perfecta de giros y movimientos, como los de
dos bailarinas intercambiables que llevaran un único maillot, un único aro y una
única cinta gimnástica.
Los niños integraban las
páginas de nuestro álbum de fotos. Y ahí se quedaban. Sin permitir que ninguna
impresión se asentara en nuestro ánimo. Ninguna alteración. Ni siquiera Platón habría
podido ofrecerles una justificación cabal a mis jueces. ¿Y la grandeza? ¿Y la
inmortalidad? Los expertos desplegaron ante ellos las fotografías que yo misma hice.
Lo mismo no era tan lista
como creía.
Lo mismo fui imperfecta. Un monstruo.
Que podría despeñarse por
uno de los acantilados y dejarse caer ciento sesenta metros hasta chocar contra
las rocas de ahí abajo después de que la cabeza le rebotase saliente tras
saliente por la pared sin posibilidad de frenar un segundo para disfrutar
durante el descenso de la contemplación de unas vistas tan espectaculares. Toda
esa belleza.
Pilar Adón (Madrid, 1971). Escritora, traductora y editora. Ha publicado las novelas De
bestias y aves (Galaxia Gutenberg 2022), por la que ha
recibido el Premio Nacional de Narrativa, el Premio de la Crítica, el Premio
Francisco Umbral al Libro del Año y el Premio Cálamo Otra Mirada, Las efímeras (Galaxia Gutenberg, 2015) y Las hijas de Sara
(Alianza, 2003), así como el relato largo ilustrado Eterno amor
(Páginas de Espuma, 2021), y los libros de relatos La vida sumergida
(Galaxia Gutenberg, 2017), El mes más cruel (Impedimenta, 2010), por
el que fue Nuevo Talento Fnac, y Viajes inocentes (Páginas de
Espuma, 2005), por el que obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa. Ha
publicado los poemarios Da dolor,
Las órdenes (Premio
Libro del Año 2018 del Gremio de Libreros de Madrid), Mente animal y La hija del cazador (La Bella
Varsovia, 2020, 2018, 2014 y 2011, respectivamente). Ha traducido obras de
autores como Henry James, Penelope Fitzgerald, John Fowles y Edith Wharton.
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