«Echo
de menos una conversación intensa, vibrante y significativa entre las personas
que participan del hecho artístico»
Por
Esther Peñas
El momento analírico: poéticas constructivistas en España desde 1964 (Akal) es un artefacto fascinante para (re) pensar el hecho poético enmarcado en un transcurso de tiempo convulso, aún inocente en muchos aspectos, hambriento de nuevas formas expresivas conjugadas con el deseo de hacer comunidad, de habitar el espacio público, de zarandear la mirada del espectador para que forme parte de lo contemplado. Su autora, la poeta e investigadora María Salgado (Madrid, 1984) lo explica con detalle.
Tendemos a pensar que la poesía es
exclusividad del poema. ¿Cómo reconocer lo poético, allí donde se manifieste?
Eso
cada quien sabe, no hace falta que nadie te diga o te prescriba, sino solo tal
vez desaturdir los sentidos, porque la cosa es bien del orden sensorial. Una
alteración en la percepción, una descarga, un desvío o corte o apertura del
significado más conveniente y esperable, una tensión que no se resuelve y que
te causa extrañamiento y/o una sensación placentera: todo eso son señales.
¿Cuál es el vínculo, de haberlo,
entre poesía y política?
No
se me ocurre un no vínculo, en la medida en que los poemas son leídos y
escritos por personas que comparten con otras personas el espacio social, y
están hechos en una lengua que es producida por el trabajo de todas ellas, y que,
como el resto del trabajo, también se ve sometido a procesos de explotación,
alienación y malreparto.
¿Cuáles son las principales
«grietas en el degradado casco de la institucionalidad cultural»?
Esa
frase del libro refiere la investigación y acción de personas nacidas después
de los años de la Transición, interesadas en poner en cuestión algunas de sus
herencias; la principal, yo diría, el consenso como forma cultural connivente
con un sistema económico cada vez más desigual, y la despolitización de la
conversación pública antes de la crisis de 2008 y las revueltas de 2011... Pero
también con una falta de imaginación, riesgo y viveza, que se refleja en todo
tipo de grietas, desde los temas de los que se hacían las películas y poemas,
hasta la falta de pluralidad de estilos o de espacios críticos, que, por otro
lado, cada vez son más difíciles de generar en las condiciones materiales
precarias en que también se produce el trabajo cultural.
¿Que la poesía visual no sea visual
la deslegitima?
No,
para nada. Decir, como digo en el libro, que «la poesía visual no es visual» no
implica negar la utilidad de ese sintagma para referirse a fenómenos de
intensidad gráfica particulares, sino más bien devolver nuestra atención a la
materialidad lingüística de la poesía que las metáforas de la visualidad a
menudo ocultan, y enfocar las complejas relaciones entre grafía, sonido y
performance, y entre escritura y oralidad, que toda pieza poética, y no solo
las llamadas «visuales», pone a funcionar.
El poema visual, ¿está más cerca
del chiste, del ingenio, del destello...?
Depende
del poema visual del que estemos hablando, y si queremos hablar en esos
términos, también depende de su momento histórico de producción, etc. Los hay
tremendamente planos, cuyo destello dura lo que un parpadeo, y los hay mucho
más afilados en su condensación, pero ya digo que a mí no me interesa mucho
pensar estos poemas desde un posible género separado, sino precisamente en
diálogo con otros tipos de poema.
¿Qué diferencia la práctica
anartística de la analírica?
En
verdad, nada. «Analírica» es una palabra que de hecho en parte creé como calco
de «anartística» y «anartista», y en otra parte, quizá más importante, como portadora
del prefijo «an-» en vez del prefijo «anti-», para darle nombre a una serie de
prácticas verbales al envés de la melodía y armonía del régimen lírico que
entra en mutación a finales del siglo XIX y al cambio general del sonido del
siglo XX, que no solo tiene lugar en la poesía sino también en la música o las
artes vivas, y por eso puede contener a la vez los escritos de Gertrude Stein,
una partitura de performance de Esther Ferrer, un dibujo de Robert Smithson, un
libro mojado por la lluvia de Brossa, y un poema de José Miguel Ullán. Se trata
de un cambio de hecho producido por el conjunto de las artes en varios momentos
de mezcla, hibridación y transdisciplinariedad, pero es evidente que el campo
literario es un medio menos rápido que el de las artes visuales a la hora de
integrar las mutaciones, por lo que la práctica «analírica» puede quizá sonar
más extraña.
¿Qué explicaría que la poesía
‘canónica’ de las últimas décadas se haya reducido a los novísimos?
No
sé si los novísimos son el canon de las últimas décadas, me parece que la
matriz poética hegemónica desde los años 80 es la poesía de la nueva
sentimentalidad y su devenir en lo que quiera que sea la poesía de la
experiencia. Lo que los novísimos han absorbido y, a mi modo de ver, reducido
con su preeminencia en el relato histórico de los años 60 y 70 es lo que
podemos entender por prácticas de neovanguardia, o mejor aún, prácticas
radicalmente orientadas al lenguaje que están teniendo lugar en los mismos años
no solo dentro del campo de la poesía experimental y las artes visuales, sino
en el propio campo literario del que los autores de la famosa antología de
Castellet ocuparon por un tiempo el foco. Algunas de aquellas poéticas
novísimas tienen mucho más que ver con una serie de léxicos y temas en ese
momento novedosos y atractivos, que con una radicalidad estética que sí estaban
probando y practicando otras partes de la generación; lo cual creo que reduce
nuestra posibilidad de comprensión del periodo y, en consecuencia, de invención
en el presente.
¿Cómo afecta la desaparición de la
crítica a la poesía en particular y a la literatura en general?
De
muchas maneras. Como poeta y artista diré que la falta de crítica nos deja muy
desprovistas de un contraste y tensión con los que pensar, hacer y crecer la
propia práctica, que de por sí no puede conocerse a sí misma del todo, además
de abandonar las escenas artísticas a una suerte de corrientes de opinión
demasiado influidas por amistades, enemistades, redes y posiciones de poder. Y
más allá de la creación que no se ve avivada, está el dramático problema de una
recepción efímera y superficial, y al fin y al cabo despolitizada, dependiente
del reparto de atención de los medios de comunicación y sus programas
estéticos. Y con esto que digo no estoy echando en falta unos dispositivos
críticos centralizados, altoculturales, jerárquicos y en papel, y que ya no
creo que puedan volver desde el siglo XX al XXI, sino más bien me refiero a una
conversación intensa, vibrante y significativa entre las personas que
participan del hecho artístico, creándolo o recibiéndolo, y de todas ellas con
el espacio social, por las vías actuales, que, pese a todas sus carencias, son
mucho más horizontales. Lo que echo de menos es un tiempo y un espacio, físicos
y editoriales, para una conversación continua en que nos demos unas
preguntas que nos importan y a partir de ellas preguntemos a las obras que
vemos, oímos o atendemos, como para poner en movimiento un pensamiento común
más conectado al mundo y a los demás. El aislamiento no solo de las obras sino
sobre todo de las personas me parece un hecho cultural dramático.
¿Es la poesía vanguardista más
susceptible de acoger sucedáneos, como sostiene la creencia popular?
Entiendo
por qué se podría sospechar de ciertos usos y texturas mal llamados
vanguardistas, por la misma falsedad que de hecho deberían ellos mismos poner
en cuestión, pero hay un montón de poemas de la poesía hegemónica que se vienen
sucediendo en serie desde hace décadas sin ninguna revisión ni tensión crítica
o vital, y que no entiendo por qué no podrían también ser llamados sucedáneos
con la misma sospecha. Pero lo que me parece más importante, en todo caso, es
afirmar que lo que suele considerarse vanguardista en poesía suele tener que
ver con formas y texturas de un estilo histórico, es decir, del pasado, y que
si atendemos a la dinámica de cambio que ellas mismas abrieron, como mínimo deberíamos
esperar ser sorprendidas o desafiadas por las formas de poesía que estén
cambiando la poesía aquí y ahora, y que es muy posible que no estén pasando en
el medio poético ni literario sino en artes y vidas con mucha más viveza
verbal.
¿El espectador de hoy es más
indolente frente a provocaciones como la de ZAJ en el teatro Gayarre, en 1972?
No
sé, me es difícil valorar esto, no creo que se trate de un problema de
indolencia exactamente. Creo que sí me es posible decir que las lectoras de los
años 60 y 70 estaban envueltas por una época de mayor compromiso crítico y
político, y cuando entran en el Gayarre están además agitadas por una acción de
ETA en la ciudad. Pero también podría verlas mucho más ingenuas que nosotras,
en lo que el término tiene de potencia e impotencia, porque aún están
asistiendo a los inicios de la performance. Creo que es difícil que una
performance como tal –por ser una performance, quiero decir– hoy nos pueda
alterar del mismo modo, como tampoco el LSD, por poner otro ejemplo de
altercado sensorial de aquel momento, porque ambas formas y experiencias ya han
sido algo más integradas e interiorizadas en nuestro imaginario. Después está
el hecho de que justo a mitad de los 70 arranca la expansión de la economía e
ideología neoliberales que conforma nuestros modos de percibir y recibir hoy, y
que creo que hace nuestro momento uno muy diferente de aquel.
En muchos artistas que usted recoge
y analiza, el espacio público es uno de los elementos centrales. ¿Qué papel
ocupa hoy en día?
Pues
un papel de nuevo muy diferente por el curso de las políticas y economías
neoliberales, que han individualizado mucho la sociedad, por no hablar de
fenómenos como la turistificación o la gentrificación, que hacen de la calle un
sitio menos vivido, más comercializado y, por lo tanto, menos público. Pero es
que, además, en España en los años en que afloran estas prácticas que de pronto
sienten un deseo de suceder en el espacio público, hay una dictadura que prohíbe
el derecho de reunión y la libre expresión de las opiniones, volviendo este
deseo en sí mismo un pequeño altercado, tome la forma que tome. La diferencia
es bastante grande, pues, y compleja de diferente modo, pero se me escapa su
alcance hoy... También siento que se trataba de artefactos, por un lado, muy
extrañados, y hay hoy poca tolerancia al extrañamiento, pero, por otro lado,
muy artificiosos, y no sé si es eso lo que hoy necesitaríamos. Este momento
nuestro, creo que pide algo más vital, y que quizá no pase tanto por objetos
desafiantes sino quizá tan solo por sencillamente estar.
¿De qué cura, de qué sirve la
poesía?
De
la lengua muerta, la prosa estándar, la llanura, el muesli y el algoritmo, del
lenguaje motivacional y terapeútico con que aplacar la neura de entenderlo todo
y sobre todo al otro para que el mundo y el otro en verdad desaparezcan
pulverizados por nuestra comprensión que no es sino identificación, de la
frustración, de la soledad en la angustia, de la muerte del secreto y el
misterio, de la falta de riesgo y de deseo.
Para
no servir aparentemente de nada, sale muy a cuenta la poesía, la verdad.
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