Al fin volvía.

El atardecer retiraba la luz deprisa. Quedaban apenas un par de reflejos violeta y sería noche en Manhattan. El tipo se subió en Essex con Delancey y yo, sentada en la trasera del autobús, renuncié a seguir pensando en lo ocurrido. Él podía servir. Sacudí la cabeza, respiré fuerte y puse la mirada en modo cámara. De entre todas las vidas ajenas que nos rozan la cara al transportarnos, elegí la suya para disolver mi estado de ánimo. Retirar a un hueco de la cabeza mis porqués y sustituirlos por razones inventadas para otros, eso siempre me había funcionado.

Claro que tenía argumentos. Pero los más íntimos, los que importaban y todo lo cambiaban, se habían descompuesto veloces, entre palabras que no entendía.

Es mentira. Había entendido las palabras de Julián a la perfección.

El hombre no buscó un asiento. Más bien, pareció tomar posesión de los que tenía reservados de antemano, los tres que daban hacia el interior. Se acomodó al medio y dejó con cierto esfuerzo una gran bolsa de rafia a su derecha. Al sentarse, respiró profundo. La mujer que iba detrás de mí, sincrónica, imitó ese suspiro. En mi cabeza la bauticé a ella como Amelia y decidí que al recién llegado le sentaba bien llamarse Clive. Su pecho desnudo, moreno, se adornaba con una cadena gruesa de la que pendían figuras desgastadas: una virgen, una moneda agujereada y un pedazo metálico que cierta vez fue un ancla. Vestía chaleco, pantalones de chándal dos o tres tallas por encima de la suya y zapatillas de suela gruesa. Cada una de las prendas narraba cientos de horas de calle y mugre.

 Me acurruqué en el sitio. Yo había pasado la tarde sentada en un banco de Union Square rebobinando la escena. Qué otra cosa podía hacer. Los contornos de la discusión con Julián se habían ido desdibujando, ya no me quedaban razones ni matices, ni mucho menos certezas. Solo una orquesta de silencio. Regresaba sola al hotel, confiando en encontrar a Julián allí, pero hacía tiempo que mi parada había quedado atrás. En mi cabeza nos habíamos vestido de gala y celebrábamos en un restaurante pijo del SoHo.

 Alguien me había dicho que, en Nueva York, aunque salgas a la calle disfrazado de conejo, nadie te va a mirar. No mirarse es una religión en esta ciudad. No pararse en el camino de los demás, no percibir que existen otros seres fuera de tu perímetro respirable, son normas ridículas de puro conocidas. Pero yo no era neoyorkina y mi perspectiva entera la ocupaba o bien el tipo de la bolsa o las demasiadas horas esperando por Julián y el cansancio decidió por mí. Con disimulo, puse el foco en algo vivo: los movimientos de aquel hombre recolector. Aun no anciano, ya nunca más joven. Su presencia, esa manera de sentirse en casa dentro del autobús, me procuraron un respiro.

Clive comenzó a rebuscar con ambas manos dentro del enorme saco de plástico a rayas. Rojas y blancas. No tiene importancia, salvo porque me recordó al mantel que había estado mirando para la mesa del salón. Se lo enseñé a Julián y él dio la vuelta a la etiqueta del precio: su carcajada se escuchó hasta la zona de pago. Yo apreté los puños y me mordí las ganas de decirle en voz alta que tampoco habíamos venido a Nueva York para elegir camisetas, pero ahí estaba él tan contento con su pack de seis compradas en Old Navy.

De entre el contenido del saco, Clive extrajo envoltorios y cajitas y a continuación, una bolsa con cierre ziploc, tamaño 5 litros. La alisó con cuidado y la depositó abierta en el asiento izquierdo. El autobús arrancaba de nuevo. Yo seguí fingiendo que miraba hacia el bullicio de la calle, pero solo me importaba el reflejo de la actividad de Clive en el cristal. Observé que sonreía. Sabía que yo le enfocaba. Su sonrisa y mi curiosidad firmaron entonces un contrato: él era libre y neoyorkino y podía clasificar objetos y ponerlos a su lado en el autobús bazar y yo podía contemplarlo todo con tranquilidad de turista perturbada. Me relajé. Volver a la habitación de hotel sin Julián empezó a no parecerme inverosímil.

Le vi desenvolver todo tipo de artilugios. Escrutaba sus hallazgos detenidamente, les daba la vuelta, los ordenaba. Linternas, cubiertos, pedazos de tela. Los embalajes se acumulaban en el suelo del bus, bajo mis ojos juzgadores. Sacó varias camisetas de una bolsa grande y las dobló con una habilidad chocante. Cómo era posible que un hombre con el torso moreno y descubierto, el pelo gris aceitoso recogido en una coleta, supiera doblar las camisetas con tal pulcritud. Tenía que responder a un motivo.

Amelia recibió una llamada en su móvil y yo también consulté el mío para encontrar que no, que Julián no me estaba buscando. Mis mensajes seguían sin leer. Los que decían lo siento, también. Quise borrarlos.

Sentirlo, por qué.

 La zona trasera del autobús quedó amenizada por el acento de Amelia y sus reproches. Entendí a medias un par de explicaciones, discutía usando my dear con educación y rabia. Parada tras parada, Clive extrajo prendas, la mayoría con etiqueta, que doblaba y apilaba en el asiento derecho. Después las introducía en la bolsa y apretaba el cierre con dos dedos, sellándolo con esmero. Otros pasajeros subieron, bajaron, ignoraron. Me envolví en mi chaqueta, el aire acondicionado del autobús soplaba fuerte y derrochador, contradiciendo a la noche de bochorno. Cada cierto tiempo, Clive cerraba la bolsa. Igual le hubiera valido dejarla abierta y asegurar el cierre al final, pero imaginé que no tenía claro el final. En cualquier parada podría tener que bajarse y entonces se abriría la bolsa y se derramarían las prendas. Sus manos nudosas parecían acostumbradas a esta operación. Hacer, deshacer, rellenar. Juzgar prendas, elegir lo necesario, descartar lo demás.

Nosotros habíamos hecho la maleta a medias. Habíamos decidido llevar una sola, comprar allí otra y traerla de vuelta llena de chollos para la casa, regalos y sorpresas. En los tres días que llevábamos en Manhattan no habíamos encontrado ni lo primero ni lo segundo y la noticia de mi embarazo estaba siendo la única sorpresa. No para mí, claro. Lo supe justo el día antes de iniciar el viaje y decidí que se lo contaría a Julián en el mejor de los escenarios posibles: en el mirador del Summit One, frente a la torre Chrysler, el Midtown Manhattan a nuestros pies y una vida por delante. Los pies temblaron. Los rascacielos eran una barbaridad. Los espejos del recinto reflejaron todos los ángulos posibles de la cara de asco de Julián.

 A pesar de que el autobús se había ido llenando de viajeros, a nadie parecía importarle que Clive ocupara tres asientos. Yo quería saber. Cuáles eran las posibilidades de que un hombre de sesenta años robara en almacenes o recibiera donaciones o encontrara en la calle o simplemente adquiriera todos estos objetos y los acumulara en un saco de rafia. Observé que en el saco no solo había camisetas, sino también botes de medicina, calcetines, gorras. Como si mis interrogantes le hubieran recordado algo, Clive abrió deprisa su bolsa de ziploc para meter uno de los botes de pastillas. Selló el cierre rápido. Lo volvió a abrir, nervioso y metió una gorra de beisbol de los Yankees. A mi hermano menor, si lo tuviera, le habría encantado esa gorra.

Amelia había tirado del cable amarillo, era su parada. No había dejado de discutir hasta ese momento, pero su argumentario sí parecía concluir con el fin del trayecto. Le escuché un nuevo suspiro. Al pasar frente a Clive, este la saludó con una inclinación de cabeza. No creo que se conocieran. Los saludos a desconocidos pertenecen al código de conducta de esta ciudad, exactamente igual que ignorarse.

Cuando dejé de escuchar la banda sonora de Amelia, la magia inversa se produjo y mi cabeza se llenó de Julián. Julián con la mirada alucinada cuando saqué el pelele y las polainas diminutas de mi bolso. Julián muy serio. Julián a gritos, que cómo era posible; Julián sujetándose la cabeza cuando le confesé que hacía meses me había retirado el DIU. Aborta o terminamos, me había dicho acercándose a mi oído.

Aborta. Aborta misión. Me sonó a experimento espacial. Me sonó a laboratorio con probetas. Me sonó a eslogan publicitario, cáustico, acústico, rítmico y poético, casi canción. Y allí, entre los espejos del suelo y las vistas, con gafas de sol y fundas de plástico en los pies, me puse a dar saltitos, a pura carcajada.

 Clive y sus manos hábiles continuaron el terco clasificado de objetos. Tal vez estaba preparando un paquete para su hija. Una hija a la que iba a visitar y que vivía bajo el puente de Williamsburg. Una hija que protestaría por la talla de las camisetas o por el sabor de las medicinas. La bolsa ziploc estaba casi a reventar, pero Clive la abrió una vez más. Sacó un paraguas plegable del saco de rafia, lo miró y remiró y por fin se deshizo de la funda. Después probó el mecanismo: se abría bien, sin ningún problema. Al hacerlo, el paraguas verde sobre su cabeza, Clive me interrogó con su sonrisa. Podría haberle tomado una foto. Hubiera sido la imagen perfecta de este viaje. Nueva York en pareja, lo titularía.

 Cómo había reaccionado así. En algún momento iba a suceder, el plan era ese, que sucediera. Siempre había sido ese el plan. Retirármelo. Intentarlo. No poner barreras. Todas las metáforas posibles y ahora por qué no.

Cuando se me pasó el arrebato saltador había buscado la mano de Julián. Entraría en razón, estaba segura. Pero él me la retiró, como quien se arranca una tirita mojada que ya no pega. Y me deseó suerte. Eso hizo. Desearme suerte. Luego se marchó de la altísima torre, arrastrando las bolsas de los pies con un ruido descomunal.

Clive, con el certificado de mi mirada confirmando que era un buen paraguas, lo incrustó entre las camisetas y cajas de medicinas de la ziploc y volvió a ajustar el cierre. Satisfecho, puso una mano en cada rodilla. Yo no disimulaba más, lo miraba abiertamente, porque era yo el espectáculo para él, esa europea que se moría de frío con los pantalones de verano y la chaqueta de invierno, espectadora en ruinas que se permitía analizar la indigencia ajena.

En un movimiento brusco, giró el torso, registró sus bolsillos y abrió la bolsa grande, rebuscando. Encontró: un sándwich comido por la mitad, bien envuelto en papel de estraza. Lo desenvolvió con tanta diligencia como doblaba las camisas. A mi nariz llegaba un olor a fritura, a mayonesa y mostaza, a pura acera neoyorkina. En tres o cuatro bocados, Clive dio cuenta del resto de bocadillo. Se frotó las manos, sacudió sus migas.

El autobús ya había entrado en una zona de tráfico denso. Yo miré el reloj, solo por mirarlo y comprobar que el tiempo seguía corriendo. Tan despacio como el flujo de sangre en mi cuerpo. Tan determinado como el impulso de trasladarse, tan osado como la voluntad crecer. Lento, el semáforo cambió a verde y una voz grabada anunció el siguiente stop. Clive tiró del cable amarillo que recorría el ventanal, pidiendo la parada. Yo me propuse también tirar de ese cable, en cuanto lograra decidir dónde quería parar.

Desde luego, yo quería parar. Quería parar de preguntarme cuándo sucedería, quería parar de viajar cada vez que teníamos días libres; quería detenerme y no sentir culpa, quería parar y amamantar un hijo. Lo quería tanto como Julián lo temía, le repugnaba, todos sus átomos se alineaban en negativo ante la idea de ser padre de algo.

 El recolector llamado Clive recogía por fin todos sus enseres. Colocó con cuidado la bolsa ziploc dentro del saco, revisando el contenido de este, muchas más prendas sin doblar, más cajas sin abrir, todo en su sitio. Se palpó el chaleco, el pecho, la cabeza. Como si se persignara.

Al levantarse y antes de dirigirse a la puerta, educadamente, me saludó en español, amplia su sonrisa, deseándome buenas noches y buena suerte.

—Espere, por favor—le dije.

Saqué el pelele y las polainas de mi bolso inmenso.




Almudena Ballester Carrillo. Soy lingüista computacional y traductora y siempre pongo como excusa que el trabajo remunerado me impide escribir más. Autora de Normas de Inseguridad, ed. Relee, 2017, he publicado relatos y microrrelatos en varias revistas y he obtenido algún éxito, como el 1er premio de cuento en los Premios del Tren “Antonio Machado” 2019 y el 1er premio del VI Concurso de Relatos del Bistró de La Central, 2018. En la actualidad exploro la parte más lírica de mi escritura.