En el momento en que le toqué los pies fríos y Graciela me dijo “Julián, no” y siguió durmiendo me hundí en una espesura fría y húmeda, cargada de insectos ponzoñosos mientras un animal violento y con mucha hambre me rompía en mil pedazos. Un animal inmenso que se ensañaba con mi corazón.

Intenté seguir durmiendo, pero me fue imposible, no había forma ni manera ni Graciela ni casa ni planes ni yo mismo, porque tampoco estaba ahí. Me levanté con el cuidado del caso y en el comedor busqué el whisky que jamás tomaba. Llené el vaso como pude, porque no quería hacer ruidos y porque, también, mis manos temblaban y lo tomé demasiado rápido y al ratito no más estaba vomitando en el baño.

Cuando mis estremecimientos y ruidos repugnantes que no podía impedir despertaron a Graciela, logré decirle que ya estaba bien, que debía de ser algo que comí de apuro en la oficina, una mentira estúpida que no registró (o no quiso hacerlo) porque bien sabemos que no como en mi trabajo, ni un caramelo, de manera que volvió a la cama y por mi parte, de a poco, fui calmándome. Después limpié las porquerías esparcidas en el baño, me lavé la boca, me perfumé y, temblando, volví a la cama. Graciela dormía y yo, acostadito bien en el límite de la cama, fui dejando de temblar y tuve sueños que, aunque supe desagradables, al despertarme no recordaba.

Me levanté antes que ella, desayuné lo mínimo y, pretextando que Menéndez había convocado a una reunión muy temprano en la oficina salí demostrando una energía y un apresuramiento que, por cierto, de ninguna manera me acompañaban.

Sentado frente al volante, durante unos sudorosos segundos fui incapaz de hacer arrancar el auto porque había perdido noción de todo. Luego llegaron los conocimientos básicos incorporados a mi cerebro y el auto encendió el motor y me llevó a la oficina a la que, por supuesto, odiaba profundamente y me negaba a ingresar.

Subí por las escaleras obviando al ascensor. Pensé en Luis Julián Arguello, el único Julián. El único maldito infeliz de Julián que yo conocía. Pero Luis Julián Arguello fue mi compañero de banco en la primaria. Ni siquiera amigo, perdido en cualquier rincón de la existencia, años atrás, años de años atrás. El único Julián conocido, el único Julián que ella desconocía. Ningún otro Julián en mi existencia ni, menos, en nuestra existencia en común.

Al mediodía me obligué a mentir, diciéndole que habían surgido problemas técnicos que fui inventando a medida que hablaba, que comiera sola y que se encargara de Dino para retirarlo de la escuela. Lo habitual era que me escapara a casa para almorzar y antes de volver al trabajo buscara a nuestro hijo. Ella no terminaba de comprender el súbito cambio, nunca había ocurrido algo similar, de manera que como se me complicaba mantener la mentira dije que me llamaba Menéndez y corté, sin esperar respuesta.

Claro que no se conformó. A la hora llamó para pedirme explicaciones. Le dije, hablando en voz muy baja sin necesidad, que todo había sido causa de una confusión del propio Menéndez, pero nada más. Me hizo perder tiempo, dije, y para suavizar las cosas propuse que fuéramos a comer a un restaurante cercano, al que íbamos de vez en cuando (con crecientes dificultades, porque el dinero, ya se sabe, tiende a evaporarse), buscando suavizar las cosas, hacer que entraran en un necesario olvido.

Pero a ese Julián continuaba sintiéndolo vivo, en lo muy profundo.

Tendré parte de culpa, me decía mientras caminábamos rumbo al restaurante. Ella me lanzaba algunas miradas que parecían nacer de su desconfianza, pero en general la situación se había distendido y Dino contribuía a una ligera alegría ambiental con sus ocurrencias. De manera que en el restaurante volvimos a ser una familia feliz y previsible.

Hasta el momento en que me llevo el bocado de pollo a la boca y veo, por primera vez, a dos Graciela. Una de ellas me habla sonriendo, otra tiene una mirada fría, con ojos propios de una muñeca, mirada distante, que me analiza y al instante no más me desprecia. Imagino, claro. Pero no me convenzo de que sea nada más que la impresión de un tipo que cree (que está seguro) de una impensada y sorprendente traición.

Alguien, de la manera impetuosa propia de cuando se actúa irreflexivamente, cuando se empuja y se hace trizas aquello que se tiene por delante, nombra a Luis Julián Arguello, algo que pasó en la escuela, miles de años antes de Cristo, un hecho menor, que agranda el que habla, hasta transformarlo en una anécdota que, cargada de situaciones inventadas, deposita a Luis Julián, el tonto repite dos veces el segundo nombre, y a quien habla de puro torpe que es, en la dirección de la escuela.

“Exageraron, porque ni Julián ni yo éramos culpables de nada, ¿entendés?”. Sé que estoy hablando de más y la sonrisa de Graciela entiende, en tanto los ojos secos de muñeca parecen retroceder y desde allí lanzar rayos demoledores producto de la desconfianza y la intriga, como si de esa mirada inquisidora surgiera la pregunta de ¿adónde querés llegar?

Luego de que Dino terminara su helado, pagamos y salimos, de nuevo al hogar dulce hogar. “¿Qué te pasa?”, preguntó Graciela. Debía tener cara de preocupación. Nada, contesté con falsa alegría, el cansancio, no más. Buena, la noche, dije por decir. Dino estaba cansado también y eso ayudó.

“¿Cómo dijiste que se llamaba tu compañero de banco?”. “Julián”, contesté adrede. “¿No tenía otro nombre?”. “Luis. Luis Julián”, aclaré, acentuando el segundo nombre. Graciela hizo un breve movimiento de cabeza. La noche era primaveral, pero a mí me estaba aplastando.

Son tus pies, los que caliento noche a noche y que a veces nos lleva a encontrarnos. Eso es íntimo, eso es solo entre nosotros. Pero dijiste Julián no, y en ese momento dejó de ser íntimo y secreto. Es cierto que puedo estar equivocado y no te lo puedo preguntar para aclarar las cosas. Estás a mi lado y no sé si lo estás, si lo estarás mañana. Las dudas me acompañan, cuelgan en la noche como pájaros negros que anticiparan la tormenta.







Carlos Roberto Morán. Soy un escritor nacido y residente en la ciudad de Santa Fe, Argentina. Libros publicados: Territorio posible (México, 1980), Noticias desde el sur (México, 1986), Noticias de Sergio Oberti (Argentina, 1990), Ella cuenta sobre el mar (Argentina, 2006), Historia del mago y la mujer desesperada (Argentina, 2012), Tríptico de Verónica y otros cuentos (Argentina, 2017), Lo cierto, lo probable, lo imposible (Argentina, 2019), Las cosas suceden (Argentina, 2020), Las cosas suceden (reedición, Estados Unidos, 2021). 

Tiene su blog: https://morannoticiasdesdeelsur.blogspot.com.ar