Paso la tarde mirándola.
Otra vez, como desde que nació. Se suceden los minutos, ella juega conmigo y también
juega sola. Su cuerpo ha ido creciendo y conquistando habilidades. Su mente se
ha desarrollado igualmente. Todo esto es obvio.
Yo, desde mi mentalidad de
adulto, no tratando de ponerme en su lugar, me pregunto: ¿Ahora qué va a pasar?
No, no va a pasar nada en
especial. Pasa la tarde y luego vendrá la noche y mañana será otro día. Los
días van llegando hasta mi hija y luego se quedan atrás. Eso es el tiempo.
¿Y qué pasa con la vida?
¿Y para qué es la vida? ¿Y para qué es el tiempo? ¿Y para qué es el tiempo que
recibe la vida?
Ella está viajando (sin
saberlo). Esa pregunta surgirá en algún momento (me digo). Ahora ella está incluida
en el mero transcurrir. Nada la inquieta. Camina hacia los tres años.
Su tranquilidad me hace
consciente de que el tiempo pasa y de que no hay señales de para qué ese tiempo
se nos da. Para qué se nos da. Hay
algo que asusta, a mí, que soy adulto, en ese vacío sin respuestas. En la
enormidad del tiempo, sentido desde el marco humano de nuestro valorar y
contener. El tremendo regalo del tiempo. En su desnudo pasar, en su mero venir
y marchar de cada día, anónimo y silencioso. En su imponerse, en su imponerse
como interrogante en su oculto corazón.
Ella habita cada jornada,
laboriosa, entusiasmada, entregada. Para ella cada día es una fiesta. No le
preocupa ese silencio, esa tersura del vacío.
No hay nada que hacer,
pienso. No hay que hacer nada, es lo que quiero decir. Sólo hay que estar aquí.
Miro a mi hija jugar sobre
la alfombra, el silencio del hogar, la calefacción encendida. El tiempo
disponible. La vida.
(18 noviembre 2011)
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