Hay un momento en la biografía de Agota Kristof, cuyo eco resuena en su literatura, que divide como un parteaguas su vida. Es la noche de noviembre de 1956 en la que, junto a un pequeño grupo, atraviesa la frontera entre Hungría y Austria. Tiene veintiún años, la acompañan su marido y su hija de cuatro meses. Huyen de la represión soviética que ha aplastado con los tanques el levantamiento húngaro, una revolución de apenas veinte días contra el poder estalinista. Mucho después, sabiendo que no volverá y tras años de trabajo monótono, dirá: ‹‹Dos años de cárcel habrían sido mejor que cinco en una fábrica››.

Los siguientes serán tiempo duros para la joven Agota. Lo cuenta en un texto autobiográfico que publicará en 2004 y que ella infravalora: ‹‹Son solo ejercicios escolares››, pero que, sin embargo, será uno de los libros más apreciado por sus lectores precisamente por su concisión y por la verdad desnuda que contiene. Después de ser acogidos en Austria, el grupo de refugiados se dispersa. Tras un paso por Salzburgo, la escritora y su familia recalan en Valangin, cerca de Neuchatel. Suiza le procura un trabajo. Durante los siguientes años trabajará en una fábrica de relojes, ejecutando siempre la misma rutina: ‹‹Colocar una pieza metálica, y pisar el pedal para que la máquina haga el agujero››. Siempre la misma pieza, todos los días de todos los años.

El rítmico sonido de las máquinas le ayuda a componer poemas en su cabeza que por la noche traslada al papel. Escribe en húngaro con un lirismo y un estilo que pronto cambiará. El poco francés que aprende se lo enseñan sus compañeras mientras fuman en el servicio. Cinco años más tarde lo hablará un poco, pero sigue sin saber escribirlo y tampoco leerlo. De ahí el título de su autobiografía: La analfabeta.

Tardó en decidirse a escribir en francés, ‹‹No mucho, dieciséis años››, dice con ironía. Cuando lo hizo, a principio de los setenta, no compuso poemas, sino relatos breves o brevísimos y pequeñas obras de teatro que representan grupos de aficionados. Los primeros no se publicaron hasta mucho después, en 2005, seis años antes de su muerte. Esos cuentos son un precipitado de inquietud y desánimo que anticipan la extrañeza y las obsesiones del mundo de Kristof: la nostalgia del hermano, el desierto emocional del exilio, el engaño de las palabras, la desesperanza de la vida. ‹‹En el arte, ahora mismo, no se valoran mucho los sentimientos, la moda es la frialdad casi científica››.

En cuanto al teatro, fue su campo de pruebas, la manera de hacerse escritora en un idioma que no dominaba. Necesariamente su escritura se hizo minimalista, exenta de todo artificio, puro diálogo.

Y, desde ahí, el gran salto. A principios de los años ochenta escribe su primera novela, un libro que justifica por sí solo toda una carrera literaria: El gran cuaderno. Un libro que, como quería Kafka, rompe el mar helado que tenemos dentro de nosotros. Y lo hace ineludiblemente, utilizando su asombrosa y cortante frialdad. Es la primera de las tres novelas que en español están editadas con el nombre de Claus y Lucas.

Para Agota leer, y más tarde escribir, siempre fue imprescindible. ‹‹Leo. Es como una enfermedad››, dice de cuando tenía cuatro años. A esa edad todavía es relativamente feliz. La familia vivía en una pequeña aldea sin agua corriente ni electricidad. Su padre era el único maestro del pueblo. Pero, incluso entonces, se mostraba ya pesimista y seria, y recuerda que criticaba a sus padres cuando los veía reír. De la tristeza la libraron los juegos, a veces un poco crueles, con sus hermanos, y sobre todo la alegría de vivir con Yano, un año mayor. Con él tiene una unión casi simbiótica que es el germen de su fijación con la gemelidad, el tema del doble y la identidad que nunca la abandonará. Cuando llegue la separación, los tiempos de los que ella misma dice: ‹‹No me gustan››, la herida se hará insondable. A los nueve años, en 1944, se trasladan a Kozbeg, una pequeña ciudad junto a la frontera austríaca. Allí entra en contacto con otro idioma, el de los alemanes que son la cuarta parte de la población y que, además, acaban de invadir el país. Esta es la pequeña villa de K donde se desarrolla su trilogía. Un año después son los rusos quienes, ya con la guerra casi decantada, invaden Hungría, blindan la frontera y sus soldados vigilan las alambradas. El padre de Agota acaba en la cárcel. Recuerda su imagen leyendo y escribiendo en su escritorio. Uno de sus cuentos, titulado precisamente Mi padre, acaba así: ‹‹Mi padre nunca paseó conmigo de la mano››.

Siempre los hechos por delante. Sus entrevistadores resaltan que hablaba como escribía: con objetividad, con sentido de la medida. Pero esos hechos aportan una carga emocional profunda, unos sentimientos que están ahí aunque nunca se permite que afloren.

Como dice Josep María Nadal Suau en el prólogo de La analfabeta, podríamos extrapolar los juegos de Agota y su hermano Yano a los de los gemelos de El gran cuaderno que viven, como ellos, ‹‹a cinco minutos andando de las últimas casas del pueblo››. Esos juegos se interrumpen cuando, a los catorce años, primero su hermano y luego ella ingresan en dos internados diferentes, ‹‹algo [...] entre un orfelinato y un reformatorio››, pagados por el Estado. Con el padre en la cárcel la madre no puede mantener a los tres hijos. Para soportar el dolor de la separación, la adolescente solo encuentra una solución: escribir.

Esos son los años del ‹‹no me gustan››, de los que saldrá para casarse con un profesor varios años mayor que ella, tener una hija y, como hemos visto, convertirse en una refugiada después de la Revolución.

A los veintiún años, en el exilio, la escritora se queda sin idioma. Ella que a los cuatro años leía de corrido, que no puede vivir sin leer, no sabe hacerlo. Y se enfrenta al reto de aprender, primero a hablar en francés y, más tarde, a leer y a escribir en un idioma totalmente desconocido. ‹‹Aquí empieza mi lucha por conquistar esa lengua, una lucha larga y encarnizada que durará toda mi vida››.

Agota Kristov, la escritora que admiramos, no es una estilista. No es como otros que encontraron el éxito escribiendo en lenguas que no eran la suya materna. No es una esteta como Nabokov que, prácticamente, nació en un ambiente bilingüe. Ni como Conrad, al que su profesión le puso en contacto previo y directo con el inglés. Su punto de partida es muy precario: ‹‹Sé que nunca escribiré el francés como lo escriben los escritores franceses de nacimiento, pero lo escribiré como pueda, lo mejor que pueda››.

Cuando Radio Romande, una emisora pública, se interese por ellas, sus obras de teatro cobrarán nueva vida. Preparando algunas representaciones con grupos de actores y escuelas teatrales, realiza ejercicios de expresión corporal que le ‹‹recuerdan a los que hacía de pequeña con mi hermano o con una amiga. Ejercicios de silencio, de inmovilidad, de ayuno. Empiezo a escribir relatos breves sobre mis recuerdos de infancia››.

Es así como surge El gran cuaderno. El golpe maestro de la escritora es convertir la pobreza estilística de una debutante en una norma tanto estética como moral. Su estilo es austero y avaro de descripciones. Sus frases carecen de todo adorno y de cualquier adjetivo. Su cadencia parece medida por un metrónomo o seguir el ritmo invariable del ruido de las máquinas de una fábrica. Se expulsa del texto cualquier palabra que defina los sentimientos porque: ‹‹Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas››. La única regla admitida es: ‹‹Escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos››. Es decir, el mundo exterior, sin opiniones ni juicios de valor.

La novela consta de sesenta y dos breves capítulos de dos o tres páginas.  Está escrita en presente y la voz narrativa está en primera persona del plural, lo que no es nada habitual.

Los narradores son dos hermanos gemelos de unos diez años a los que su madre deja durante la guerra en casa de una abuela que no los quiere y a la que no quieren. Pronto compiten con ella en mostrarse despiadados y faltos de sentimientos. El país está invadido por un ejército extranjero y, cuando sea liberado, lo será también por otro ejercito extranjero. Los niños recogen en un cuaderno sus experiencias y, se supone, eso es lo que leemos. Lo hacen con extrema objetividad. Más adelante nos describen su método, y el resultado refleja tanta crueldad (la de la abuela, la del entorno, la de los propios gemelos) que parece que no haya lugar para los sentimientos. Y en efecto, el texto no refleja ninguno. Su autora, Kristof (al igual que sus narradores), se ha encargado de eliminarlos.

El capítulo en el que nos presentan a la abuela comienza así: ‹‹La abuela es la madre de nuestra madre. […] Nosotros la llamamos la abuela. La gente le llama la Bruja. Ella nos llama hijos de perra››. En casa de la abuela los gemelos se tienen que ganar la comida con su trabajo. A pesar de que la despensa está llena, la comida es escasa y mala. Todo está sucio. La abuela los insulta, en el pueblo los insultan, ellos se insultan a sí mismos para que los insultos no les hagan efecto. Endurecen su cuerpo y su espíritu para hacerse inmunes a los acontecimientos. En medio de su situación, ven que hay gente todavía peor que ellos, y también personas que intentan ayudarlos. Ellos ayudan y aceptan las ayudas, pero sin inmutarse ni desviarse de su línea de conducta. Por las páginas de El gran cuaderno pasean la brutalidad de la guerra, el exilio, el desarraigo, las infancias rotas, la humillación sexual, sin que sea necesario cargar las tintas. La autora, con una frialdad clínica, forense, anota: pasó esto. Los capítulos se suceden y aunque en ellos hay escenas de pedofilia, de bestialismo, de asesinatos, están contadas con tanta objetividad y sencillez que no ofenden. Simplemente nos dejan atónitos. El libro, a la vez que implacable y terrible, es luminoso y revelador.

Según avanza la novela los personajes cambian. El punto de inflexión es la relación con la abuela. Los gemelos acaban adoptando su punto de vista. ¿La razón?: la solidaridad por haber vivido tanta penuria juntos, haber visto tanto dolor y soportado la crueldad de la guerra. Al final la unión con ella es tan grande que los lleva a dar el último paso.

La narración no es realista. Se podría decir que es alegórica, grotesca; una fábula moral que, a la vez, se hace naturalista. Los gemelos no son de este mundo porque el mundo los ha rechazado. Tienen una sola voz que nunca se disocia y, en esta primera novela, no tienen nombre. Parecen salidos de una película de androides. Son, por decirlo con palabras de Giorgio Manganelli: ‹‹títeres homicidas››, aunque Manganelli lo decía de la prosa de la autora y no de sus personajes.

El efecto que produce la lectura es paradójico. La ausencia de sentimientos lleva al lector a intentar llenar el vacío. Sabemos que tanta crueldad no es gratuita. Que es una defensa contra el dolor producido por el desarraigo, la pérdida de la madre, la miseria de la vida adulta y la dureza de una contienda que, aunque apenas se menciona, siempre está ahí. Dimensiones de la tragedia que en el caso de la autora se amplían con el exilio, la pérdida de sus hermanos, de sus escritos e incluso de su idioma. Es decir, con la pérdida de gran parte de su identidad y de su pertenencia a un pueblo.

El lector intuye y acepta todo eso (o, si no, deja de leer) y se lanza a sentir él mismo lo que no se dice. Es más que nunca lector in fabula. Su participación se hace imprescindible para completar la obra. Y por eso es una novela que nos afecta profundamente, que se queda grabada en nuestra conciencia, en nuestro almacén de los libros necesarios.

Publicada por Seuil en 1986 tiene un éxito inmediato y es traducida a decenas de idiomas. Dos años después se publica La prueba y en 1992 La tercera mentira, el cierre de la trilogía.

Continuación inmediata de la primera, La prueba está narrada en tercera persona desde el punto de vista de Lucas, uno de los gemelos, que ahora está solo. El estilo es tan objetivo y cortante como en la anterior, pero hay más profusión de datos: el nombre del personaje; la edad, quince años; el tiempo desde que acabó la guerra o de la muerte de la abuela, y la presentación de los habitantes de la ciudad.

Toda esa información hace que la novela pierda extrañeza y gane realidad. Pero lo verdaderamente importante es que se trata de una vuelta de tuerca sobre lo narrado anteriormente. Ya no queda claro si la existencia de los gemelos es real o es una invención del autor de los cuadernos (aunque Lucas siempre afirma que está escribiéndolos para su hermano Claus). El tema de la identidad, del doble, sobrevuela toda la trilogía. Quizás es injusto leer esta novela como una continuación de El gran cuaderno. Quizás, como quería Agota Kristof, haya que leerla como una novela totalmente independiente. Y así valorarla mejor.

En uno de los capítulos cuenta como el ejército extranjero aplasta el levantamiento popular. ‹‹Presa del pánico, doscientas mil habitantes abandonan el país››. Presa del pánico, es imposible no pensar en lo que estaba sintiendo la autora al escribir esas palabras. Al final de La prueba, Claus, el otro hermano, vuelve a la ciudad donde ya no está Lucas. Hablando del extranjero, donde ha vivido, dice: ‹‹Es una sociedad basada en el dinero, no hay lugar para las cosas que conciernen a la vida››.

La tercera mentira completa la trilogía que, según sus propias palabras, Agota Kristof no tenía intención de escribir, aunque ‹no podía pensar en otra cosa››. Se trata de la continuación de la historia desde otro punto de vista. Pero una continuación que cuestiona y pone patas arriba todo lo anterior. El narrador vuelve a estar en primera persona, esta vez es Claus que, nada más empezar, se explica así: ‹‹Le contesto que trato de escribir historias verdaderas, pero que, en un momento dado la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla. Le digo que intento contar mi historia, pero no puedo, no tengo valor, me hace demasiado daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido››. Esto le convierte en un narrador poco fiable y cuestiona lo que se dice en las tres novelas. La tercera mentira es el tercer intento de contar la verdad, aunque ninguna de las tres sea totalmente cierta.

En definitiva, estamos ante un juego literario que habla de cómo la literatura construye mentiras para contar lo que es verdadero. Y habla de la identidad que siempre es confusa, mucho más para los exiliados, y que puede ser alterada mediante el relato: lo que se cuenta, lo que se escribe, lo que se quiere creer de uno mismo.

Lo que en El gran cuaderno era sencillez y verdad se ha enrevesado hasta hacer difícil distinguir la ficción de lo verdadero dentro de la ficción. Y, si nos atenemos a la biografía de la autora, complica incluso diferenciar entre vida y literatura.

Después de esta cumbre Agota Kristof escribió y publicó Ayer, una novela de tintes autobiográficos que cuenta la historia de Sandor, un exiliado que trabaja también en una fábrica y que recupera la esperanza cuando se enamora de una compatriota. Está escrita en primera persona y en un estilo objetivo e impersonal. Sin embargo, cada capítulo tiene un inicio onírico y lírico, que incluye la traducción, en prosa, de algunos de los poemas en húngaro de Agota. Conociendo a la autora, sabemos que el final no puede ser feliz.

Esta es la última página de la carrera literaria de Kristof. Después: el silencio. ¿Por qué?: ‹‹Para mí la escritura es demasiado importante como para hacer algo que no me guste. Y no creo que me salga ya nada mejor de lo que escribí››.

Mucho antes de tener éxito, siguió sus propios consejos: ‹‹Hay que seguir escribiendo. Incluso cuando no le interese a nadie, incluso cuando tenemos la impresión de que nunca le interesará a nadie. Incluso cuando los manuscritos se acumulan en los cajones y los olvidamos para escribir otros››. Para ella la escritura era una necesidad: ‹‹Hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua› y, a la vez, un sufrimiento: ‹‹La escritura no me ayuda. Es casi suicida. Escribir es la cosa más difícil del mundo. Y, sin embargo, es lo único que me interesa. Y, sin embargo, me pone enferma››, dice en una entrevista, para acabar confesando: ‹‹No vivo fuera de la escritura››.

En sus últimos años, después de dos matrimonios y de haber tenido tres hijos y varios nietos vivía sola en un apartamento del centro histórico de Neuchatel. No tenía lo que propiamente puede llamarse una biblioteca. Entre sus libros algunos clásicos franceses y Thomas Bernhard, su autor favorito. Como ella, sufrió la guerra, estuvo en un internado, era centroeuropeo, nihilista y de un pesimismo atroz, aunque a Agota le parecía divertido.

Ella no dejó de intentar hasta el final recuperar lo que había perdido. Cada año volvía a la ciudad de Koszeg, la K de la trilogía, en la frontera de Hungría. ‹‹Es todo lo que queda de mi infancia››, decía. Iba a recordar, a redescubrir los pasos de su niñez, sin conocer a nadie. Un viaje contradictorio para alguien que decía no creer en los sentimientos.






Jesús Javaloyes, Madrid 1957, como Borges está más orgulloso de lo que ha leído que de lo que ha escrito. Entre otras cosas porque de lo escrito todavía no ha publicado nada. A los veintitantos tuvo que decidir entre la informática y la literatura y optó por la primera porque su familia ya había pasado bastantes miserias. Fue programador de ordenadores, como Coetzee, y durante treinta y cinco años se empeñó en sacar adelante la pequeña empresa que había montado. Hace diez pensó que tenía otra vez tiempo y volvió a escribir. Ha frecuentado talleres literarios y escritores con notorio perjuicio para su hígado y enviado algunos relatos a concursos de los que, sorprendentemente, no todos han tenido éxito. Su última novela Los mapas mudos aún no ha sido editada