He perdido la cuenta de las veces que he escuchado la conversación. La grabó sin darse cuenta y la envió de modo involuntario después de escribirme un wasap para preguntar qué tal lo llevo. Al principio transcurren unos segundos en silencio, dos, tres, no más, lo justo. Entonces se dirige a ella con un hilo de voz que amenaza con romperse. Podría recuperar la tersura tras un leve carraspeo que nunca llega a producirse. La llama pronunciando su nombre de ese modo tan característico, con el acento en la primera a, nadie más lo hace, y ella contesta con una pregunta, pero sin cadencia interrogativa, ahorrando tal vez un esfuerzo innecesario. Parece que no lo ha escuchado o que no ha entendido la pregunta. Entonces él la repite cambiando el orden las palabras, con una estructura temática que responde a una intención aclaratoria. Pero ella o no lo oye, debido al tono susurrante de su voz, o sigue sin entender la pregunta por falta de contexto. Hasta que por fin ata cabos, ah claro, era eso. Justo cuando él va a iniciar una explicación que se queda suspendida en el aire. Del mismo modo que arrancó la grabación por accidente, se corta de golpe y llega a mi teléfono. Este diálogo podría ser el resumen de una vida entera.

 

El pequeño irrumpe en mi habitación a pesar de los gritos de su hermano, está disgustado porque le ha quitado la partida de bolos de la Wii. Pero es que es muy tarde, os dije que podíais jugar una partida cada uno y ya lleváis dos como mínimo. Cuatro, me corrige él mismo con toda la inocencia del mundo. ¿Has visto? Ahora toca pintar o montar el tren… No puedes estar toda la mañana en la Wii. ¡Jopé, qué rollo! Cariño, me encuentro fatal… ¡Pero es que estaba a punto de hacer récord! Papá vuelve en un par de horas y te llevará a tomar un helado. ¿No quieres que tu hermano te prepare algo para comer? ¡Quiero un helado de pitufo! A partir de ahora todo lo que sale de su pequeño cuerpo son exclamaciones. Así que un helado de pitufo…  ¡Ahora! ¿Y a qué sabe el helado de pitufo? ¡Pues a pitufo! Dice mientras juega con las baratijas que hay en el joyero musical que tengo sobre el escritorio.

 

Pulso play, cierro los ojos y estoy en casa de mis padres. Entra una gran cantidad de luz por las ventanas, abiertas desde bien temprano. Veo las dos camas recién hechas, mi madre se dirige a la cocina después de barrer el porche, detesta y ama el jazminero de la entrada a partes iguales. Mi padre viene chancleteando por el pasillo, ha estirado las colchas con parsimonia, pululando de un lado a otro como un abejorro para dejar ambas a la misma altura. Sabe que más tarde ella rectificará el resultado por más que se esmere en la operación. Cuando vea el pronóstico cumplido sentirá una emoción ambivalente, entre la frustración por no acertar nunca y la satisfacción de adivinar la respuesta de la profesora. Ya en la cocina mi madre guarda la escoba y el recogedor en su sitio, mi padre sirve un vaso de agua para cada uno.

 

Venga, vamos abajo, mamá necesita descansar. ¿Se ha despertado tu hermana? No, sigue durmiendo, ayer llegó a las cinco de la mañana. Anda, despiértala, cariño, ¿me haces el favor? Nada más cerrar la puerta me quito la mascarilla y vuelvo al mensaje. La primera frase me encanta porque es mi padre dándose una orden que debería haberle dado mi madre. Por lo visto a ella se le ha ido el santo al cielo, no se acuerda de que hay que hacer el gazpacho o no se ha dado cuenta de que ya es la hora. Lo habitual es que mi madre dirija el cotarro, planifique, organice, que lleve el mando. Mi padre ha asumido el papel de subordinado. Por carácter, por costumbre o por comodidad. Él limpia, cocina, arregla el jardín, seguramente ayer fue a hacer la compra y podría preparar el gazpacho con un par de orientaciones. Pero también sabe que es inútil sugerir cualquier cambio a estas alturas.

 

–Maria.

–Qué.

–¿Voy pelando ajos?

–¿Qué?

–Ajos, que si voy pelando.

–¿Ajos?

–Sí, ajos, para...

–Ah… vale.

 

Mi madre no entiende por qué se quiere poner a pelar ajos este hombre. Pues para el gazpacho, mujer, para el gazpacho… Hace veinte años él podría haber sugerido ¿Por qué no haces un gazpacho con esos tomates que traje ayer y los pepinos que ha enviado mi hermana? Calla, calla, calla, que ya hay mucha comida y luego tenemos el frigorífico lleno de sobras. Estos pepinos son de otro mundo, no tienen nada que ver. ¿No tienen nada que ver con qué? Pues con los que venden en el supermercado. Ya estamos con el pepino, os ha dado ahora por ahí. ¿Es que tú no notas la diferencia? ¿La notas tú? Anda, pues claro, qué cosas tienes… Entonces yo solo tenía que ocuparme de ser una hija mientras mis padres estiraban de la soga como dos gatos. Eran demasiado grandes para mordisquearse el hocico, pero no podían evitar tirarse la zarpa, provocar la divertida caída del contrario. Hoy mi padre quiere saber si puede ir pelando ajos. Ah… vale, contesta por fin mi madre, ofreciendo mucha más información con el silencio que con las palabras.






Soy Susana Heras, estudié Filología Hispánica en la Universidad de Valencia y cursé estudios de postgrado en Comunicación Audiovisual. He trabajado en ámbitos laborales muy variados. Desde hace quince años soy profesora de Lengua Castellana y Literatura en un instituto de secundaria, en la costa de Alicante. Mi principal motivación profesional es difundir el placer por la lectura y la reflexión en torno al lenguaje. Comparto algunos de los textos que escribo en minimaliteria.com